“La polarización es una expresión equivocada para nombrar la política: necesitamos que nuestras sociedades sean muy contenciosas”

POR ANDRÉS OSORIO GUILLOTT /

Entrevista con la filósofa argentina y catedrática universitaria Luciana Cadahia, a propósito de la presentación de su más reciente libro ‘República de los cuidados’ (Herder), en el marco de la Feria Internacional del Libro de Bogotá.

Cadahia, quien además destaca por su activismo político en pro de la emancipación latinoamericana, es licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina y doctora en esta disciplina por la Universidad Autónoma de Madrid.

Ha sido profesora titular en FLACSO-Ecuador, donde coordinó las maestrías de Sociología y Filosofía, así cómo en las Universidades Javeriana de Bogotá y Autónoma de Madrid. Actualmente es catedrática asociada del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile y coordina además el Diplomado en Encrucijadas del pensamiento crítico.

Pensar el vínculo entre feminismo y filosofía desde América Latina

¿Por qué puede ser importante para los feminismos de hoy en día tener en cuenta los conceptos de “filosofía feminista” y “feminismo filosófico”? ¿Cómo el estudio de ambos conceptos puede aportar a los constantes debates sobre el o los feminismos?

Cuando escribí ‘República de los cuidados’ me interesaba explorar una pregunta muy fácil de formular pero muy difícil de responder: ¿cómo pensar el vínculo entre feminismo y filosofía desde América Latina? Uno de los laboratorios políticos más importantes del feminismo actual proviene del Sur Global. El feminismo en América Latina y el Caribe tiene un papel central para imaginar un futuro alternativo al neoliberalismo y a la actual crisis civilizatoria que estamos viviendo. En ese sentido, partí de la premisa de que si bien en nuestra región latinoamericana se había avanzado mucho en la dimensión militante, económica, sociológica e incluso jurídica del feminismo, teníamos una deuda importante desde el terreno de la filosofía. Y esto supone una tarea compleja, dado el lugar de las mujeres y de América Latina en la historia de la filosofía. No hay que olvidar que el canon filosófico occidental ha tendido a expulsarnos de su relato. Pero a pesar de ello, no comparto cierta estrategia actual de cancelación del legado filosófico. Me parece que ahí hay un puritanismo punitivo bastante peligroso que se viene cocinando desde cierta academia norteamericana en los últimos tiempos que termina por crear posiciones reaccionarias, destructivas y afines a las lógicas neoliberales. Prefiero, en ese sentido, asumir una posición más latinoamericanista, si se quiere, que consiste, como nos enseñó a pensar la vanguardia brasileña, en practicar la antropofagia.

Desde el feminismo latinoamericano tenemos que comernos el legado filosófico occidental y vomitar una nueva filosofía. En esa dirección, el feminismo filosófico o la filosofía feminista son dos puntos de partida diferentes para acceder a un mismo problema: la relación entre pensamiento y praxis feminista. Es importante mostrar los puntos ciegos de filósofos como Kant, Hegel o Heidegger, pero me parece mucho más operativo y revolucionario latinoamericanizarlos o femininizarlos.

En mi caso personal, por ejemplo, me interesa construir un Hegel sudaca al servicio de los procesos emancipadores. Volverlo nuestro porque, a fin de cuentas, es patrimonio de la humanidad. Tener una relación de pertenencia con la filosofía significa reescribir el canon filosófico; hacerle decir a la filosofía otras cosas y hacerlo desde otros lugares de enunciación. Como digo en el libro: necesitamos contarnos la historia de la filosofía otra vez. Y eso pasa por hacerlo desde un lugar feminista y latinoamericanista con vocación universal. Se trata, si se quiere, de construir un universalismo situado.

¿A qué cree que se debe la manera en que subestimamos o ignoramos el concepto del privilegio para hablar del fascismo contemporáneo o del posfacismo?

Creo que la cuestión es ligeramente al revés. Me parece que desde hace un tiempo se viene instalando un discurso de los privilegios un poco peligroso. Acá en Colombia, por ejemplo, una persona puede llegar a decir que es privilegiada porque tiene la posibilidad de estudiar. Se ha creado una cultura en la que las personas creen hablar desde cierto lugar de privilegio cuando tienen la oportunidad de ejercer algún mínimo derecho. Siempre he mirado con sospecha el discurso de los privilegios porque responde a una estructura señorial de amos y vasallos. Esta estructura es antidemocrática y responde a toda una cultura gamonal latinoamericana que no ha podido romper con eso que el pensador Zavaleta Mercado llama “paradoja señorial”. Esta paradoja consiste en que los oprimidos desean soñar como amos, vivir como amos y poner a alguien por debajo para sentirse amos. El fascismo contemporáneo viene a reactivar esta estructura gamonal de los privilegios a nivel global. En eso consisten los nuevos lenguajes de la libertad de las extremas derechas, que nos es otra cosa que la naturalización de la desigualdad y la opresión a nivel económico pero, también, a nivel del deseo. Uno no es privilegiado porque tiene acceso a la salud, la educación o la cultura. Privilegiados hay muy pocos y son el 1 % de la humanidad frente al 99 % que observamos cómo se va erosionando y volviendo cada vez más inestables nuestras formas de vida. Por eso creo que debemos desplazar el discurso de los privilegios señoriales y retomar los discursos republicanos, los cuales parten de una premisa básica: la estructura igualitaria de la sociedad. Y la igualdad, como dice la filósofa argentina Julia Bertomeu, no es otra cosa que “la reciprocidad en la libertad”. Es importante desactivar el sentimiento del “privilegio” por ejercer algún derecho y, por el contrario, sustituirlo por el sentimiento de “fraternidad” y preguntarnos: ¿qué podemos hacer para que todas tengamos derechos a tener derecho? ¿Qué tipo de transformaciones necesita nuestra sociedad para que pueda existir una reciprocidad en la libertad? Frente al fascismo, entonces, que crea una noción señorial de la libertad como privilegio -basada en el sacrificio de una parte de la humanidad-, necesitamos imaginar una libertad recíproca por fuera de la lógica sacrificial.

Usted señala la importancia de hablar de posfacismo. Algo que siempre me parece interesante en este tipo de discusiones, es que hay quienes dicen que por qué inventarse un término que puede complicar la comprensión de un problema. ¿Por qué es entonces importante el manejo del lenguaje y la utilización de términos más específicos para entender la distinción entre un concepto y otro?

Las palabras tienen vidas extrañas y, más aún, las palabras que empleamos para nombrar la política. Ellas no dejan de metamorfosearse. A veces damos algunas por muertas y durante muchos siglos desaparecen de nuestros imaginarios políticos. Pero de pronto vuelven a aparecer con una vitalidad arrolladora. Hay algo enigmático en todo eso. No creo que el punto sea “el manejo del lenguaje”, no se trata de un problema normativo sobre la forma “correcta” de nombrar las cosas. No es un problema de la gramática, como suele decir cierta intelectualidad conservadora en Colombia. Hay algo bastante clasista y rancio en pensar así. Es una cuestión que apunta a cómo los pueblos usan las palabras y lo que hacen con ellas.

Las palabras tienen una fuerza mágica. O, para decirlo en el lenguaje desencantado de nuestro presente, tienen un poder performativo. Las palabras le dan forma a la realidad. Me interesa pensar, por ejemplo, qué le pasa a un pueblo cuándo cambia su forma de hablar. Creo que ahí está la clave. En esa dirección, creo que hoy todavía no sabemos muy bien cómo nombrar lo que nos está pasando. En el libro empleé la expresión posfascismo porque seguí a Enzo Traverso. Pero tampoco estoy tan segura que nuestra época termine usando esta expresión.

Creo que muchos procedimientos fascistas, que nunca desaparecieron del todo, se han reactivado en nuestra actualidad. Y, al mismo tiempo, creo que están emergiendo nuevas lógicas que se revuelven con las del pasado. A este fenómeno nuevo y viejo a la vez lo he nombrado, siguiendo a Traverso, postfascismo. Pero ya veremos cómo sigue esto.

Pero quería cerrar esta pregunta con el caso colombiano. En la actualidad el pueblo colombiano está cambiando su manera de hablar, es decir, se está abandonando la lógica señorial que impuso el uribismo -siguiendo la vieja historia oligárquica- y está reactivándose el legado igualitario republicano antirracista, anticlasista y feminista.

Es interesante esa “secreta complicidad paradojal entre identidad y privilegio”. ¿Cómo debatir sobre esto en tiempos de tanta polarización política en los que cuestionar esto termina siendo también subestimado o juzgado ligeramente como retóricas “comunistas” o “progres”?

No creo que el problema sea la polarización. Esa es una expresión equivocada para nombrar la política. Necesitamos que nuestras sociedades sean muy contenciosas. Es decir, que allí se pueda expresar, tramitar y negociar el malestar colectivo mediante la palabra y la retórica. Y, para ello, las instituciones y las calles son claves. Como nos recuerda Maquiavelo, sólo mediante el conflicto progresa la verdadera libertad. Y es muy importante transformar los conflictos bélicos en conflictos políticos; sustituir la violencia física por la palabra contenciosa. Más aún, añadiría yo, solo así evitamos la guerra. ¿Preferimos una Colombia de las buenas formas y de las instituciones procedimentales apolíticas mientras se desplazan, torturan y masacran personas en una guerra sin fin? O, por el contrario, ¿preferimos que el malestar social salga de la lógica del odio y la guerra -al que nos tiene acostumbrada la extrema derecha- y sea tramitado de formas más democráticas como las protestas sociales y las tensiones institucionales?

Mi gran preocupación actual es que el mundo está teniendo un viraje muy raro. Cada día hay más corrección en las formas de hablar -incluso en cierto feminismo punitivo- y menos espacios para expresar públicamente el malestar social; y todo ello viene acompañado por una escalada sin precedentes de la lógica bélica a nivel global. Se está erosionando la palabra pública. A tal punto que una persona judía que se declara pro Palestina es tipificada como “Self-Hating Jew” en países como Estados Unidos o Alemania.

Desde determinados poderes hegemónicos occidentales se viene cultivando una gran censura de la palabra que debería llamar toda nuestra atención. Y en estas batallas retóricas es normal que la extrema derecha o cierto centrismo busque estigmatizar legados progresistas o de izquierda. El punto es cómo hacer para revertir esas estigmatizaciones. Y acá la cultura y el arte son claves. Necesitamos que el progresismo de nuestra región preste mucha más atención al papel retórico de estos ámbitos en la batalla sensible (o retórica) que viene desatándose a nivel global.

Usted habla también de la importancia de enriquecer el sentido de la palabra libertad. ¿Cómo hacer eso desde y hacia afuera de la academia?

El neoliberalismo ha sido muy hábil en instalar una noción muy restringida y hasta infantil de la libertad. Ser libre es algo así como que nada ni nadie se interponga en tu camino. Pero esta es una noción deformada de la clásica concepción de la noción negativa de libertad. La tradición de pensamiento republicano es muy importante porque tiene una larga historia de cómo ha ido mutando la percepción de la libertad.

Libertad se dice de muchas maneras: libertad positiva, libertad negativa, libertad colectiva, libertad individual, etc. Hay toda una disputa por cómo cada época concibe su experiencia de la libertad. Hoy el neoliberalismo ha hecho algo muy curioso y es oponer la libertad a la igualdad y a la democracia. Ser libre pareciera ser sinónimo de ser antidemocrático. Es decir, le han dado toda la vuelta al punto de identificar la libertad con el autoritarismo. Esto va contra toda la historia de la filosofía. Ni en los manuales liberales que usan personajes como Milei se encuentra esta desopilante idea fascista de la libertad. Por eso es muy importante que desde la academia hagamos un esfuerzo por introducir estos debates y por crear escenarios públicos donde podamos hacer otra experiencia de la libertad que nos recuerde no solo cómo se ha pensado sino también cómo queremos experimentarla en este singular momento de la historia de la humanidad. ¿Vamos a renunciar a su dimensión colectiva, fraterna, igualitaria y democrática o vamos a reconectar todos estos planos?

¿Por qué cree usted que el concepto del cuidado estuvo por tanto tiempo lejos de la dimensión política y cómo ir ganando terreno en este campo ahora? ¿Por qué el cuidado es también un asunto político?

En el libro trato de crear un puente entre los actuales debates feministas y la historia de esta palabra en la filosofía. Por un lado muestro que el problema de los cuidados ha sido una cuestión milenaria que se encuentra, como ya señalaron Foucault y Hadot, en el mismo Oráculo de Delfos, cuando aparece la tensión entre conocimiento de sí y cuidado de sí. Me parece importante que desde el feminismo podamos plantear, entonces, que el problema de los cuidados es un problema muy antiguo que ha estado muy presente en la historia del pensamiento. Pero, al mismo tiempo, es importante entender qué nuevos aspectos viene postulando el pensamiento feminista, que no han sido formulados por la filosofía occidental, debido a su herencia eurocéntrica y patriarcal.

Creo que ese diálogo tenso entre feminismo y filosofía es muy necesario porque vamos a ver que el problema de los cuidados siempre ha sido una cuestión ético-política del ser humano. En ‘Ser y tiempo’, por ejemplo, Heidegger no duda en decir que lo que nos hace humanos -aunque él hable del Dasein– es el cuidado en su dimensión afectiva, comprensiva y discursiva. El problema político de los cuidados nos atañe a todes en un mundo que exige repensar el rol del humano en la tierra. Abandonada la época narcisista de creernos especiales y privilegiados, los seres humanos necesitamos entender cuán antiguo somos y cuál es nuestro rol cuidador. Por eso en el libro me voy al humanismo retórico, creo que allí hay una claves muy curiosas de nuestra antigüedad, incluso en nuestra lengua, para repensar la estructura humano-cuidado-naturaleza.

¿Por qué es importante repensar la filosofía desde el entusiasmo y no solo desde el desencanto que ha sido parte de la tradición?

Platón, en un diálogo de juventud, lo explica muy bien con un mito precioso. En ese diálogo, Sócrates nos dice que la poesía no es un arte sin más sino que es un arte del orden de lo adivinatorio o lo profético. Y para explicar esto usa el ejemplo del magnetismo. La poesía es como una piedra magnética que posee, a través de su música, al poeta, al rapsoda y a todo aquel que quiera escuchar esa música. Esta música o poesía tiene una fuerza magnética que va creando anillos de atracción irresistibles que nos arrojan al futuro, porque es la fuerza de atracción divina de lo que aún no ha tenido lugar en el tiempo humano. El poeta escucha, el rapsoda canta y el pueblo pone esa fuerza en movimiento. Esa fuerza, dice Platón -en boca de Sócrates- es del orden del entusiasmo. El entusiasmo es una fuerza poética y colectiva que hace posible lo que parecía imposible. Este entusiasmo es irresistible porque, para Platón, viene de las fuerzas de los dioses. Es curioso que muchos siglos después sea Kant quien nos recuerde que la Revolución francesa nunca se olvidará gracias al entusiasmo que ha despertado en la humanidad. Dejamos de hablar de Apolo o Dionisio y empezamos a hablar de la revolución. Los dioses han muerto en nuestra actualidad, o quizá han mutado y se dicen en palabras republicanas como feminismos, indigenismo o populismo. No lo sé. Pero lo cierto es que si hay algo que se esfuerza en hacer el neoliberalismo sin mucho éxito es en tratar de interrumpir y desaparecer el entusiasmo colectivo, es decir, cortar la fuerza magnética de los fenómenos políticos o culturales que expresan la poesía de los pueblos. Casi lo logran en Colombia. Pero el pueblo ha vuelto a cantar.

¿Es entonces mejor pensar el humanismo como un proceso histórico, así como se piensa la condición humana, tal como usted lo señaló en esa coincidencia entre Gramsci y Martino?

El humanismo tiene muy mala prensa en nuestra actualidad. Incluso se ha puesto de moda ser antihumanista. En gran medida Heidegger y Foucault hicieron críticas muy lúcidas al humanismo como forma de dominación occidental. Desde ahí, y esto no es un dato menor, las universidades metropolitanas que marcan cierto sentido común hegemónico -y muchas de ellas financiadas con recursos privados- vienen erosionando el discurso humanista. Todo esto me parece un error que trato de plantear en el libro. En primer lugar porque nuestros mismos pueblos siguen apelando al discurso humanista cuando crean formas de resistencia al terrorismo de Estado o al crimen organizado. Pienso, por ejemplo, en el discurso de los derechos humanos de las Madres de Soacha o de las Madres de Plaza de Mayo. Todo ello me llevó a preguntarme si era inteligente renunciar al discurso de lo humano. Y ahí me topé con un lado B de la historia de la filosofía, a través de una legado marxista heterodoxo muy importante. Es decir, por los mismos años en que Heidegger está cultivando un discurso antihumanista, pensadores como Gramsci o De Martino en la periferia de Italia o Mariátegui en Perú, están proponiendo un humanismo plebeyo. Y esto, a su vez, me permitió descubrir una historia prácticamente desconocida del humanismo retórico en las lenguas latinas, que nos ata a Vico y mucho más atrás. Un humanismo como posición poética y política que nada tiene que ver con un dispositivo de dominación occidental. Me interesa tanto esta vía que en el nuevo libro que estoy escribiendo está ocupando un lugar central.

Desde el periodismo también vemos una “crisis de ingenio”. ¿Por qué cree que las generaciones actuales carecen de esta facultad? ¿Por qué es importante recuperarla?

Esto que planteás va muy conectado con mi respuesta anterior. En la historia de nuestro pensamiento la facultad del ingenio era tan importante como la facultad de sentir o la facultad de razonar. Esto se ve muy claramente en la tradición retórica de la antigüedad latina. Incluso en los primeros tratados de estética se sigue pensando en esta facultad. Pero, por alguna razón que empecé a explorar en ‘República de los cuidados’ (y que sigo explorando en el libro que ahora estoy escribiendo), la facultad del ingenio desaparece de la estética, la filosofía y el arte.

La facultad del ingenio permitía pensar un curioso vínculo entre invención y realidad; era la facultad atada a la ficción como forma de revelar la verdad. En un momento como el actual donde, por un lado,  la realidad con se ha vuelto una ficción plagada de fake news y pastiches discursivos y emocionales y, por otro, la ficción se ve erosionada en arte -pensemos por ejemplo el auge de la no ficción, las novelas autobiográficas, las prácticas estéticas que te atan a tu identidad como único lugar posible para pensar-, todo esto, digo, tiene algo que ver, a mi entender, con el hecho de que hemos dejado de pensar el ingenio. En un momento como el actual es tan importante pensar la razón y la sensibilidad como lo es pensar el ingenio. Incluso creo que es más importante, porque corremos el riesgo de que se agote la imaginación de futuro.

El Espectador, Bogotá.