
POR OMAR ROMERO DÍAZ /
Aunque la noticia de la aprobación de la reforma laboral en el Senado representa un avance innegable para los derechos del pueblo trabajador, no podemos caer en el triunfalismo ingenuo. Esta victoria legislativa no cierra el ciclo de disputa política ni garantiza que lo aprobado se convierta en ley efectiva. Todos y todas conocemos la dinámica del Congreso colombiano, y más aún, conocemos al presidente del Senado, Efraín Cepeda, quien hoy tiene en sus manos una nueva posibilidad de sabotaje: la designación de la comisión de conciliación. Es decir, podría colocarle nuevos “palos en la rueda” al proceso.
Esa comisión es crucial, porque será la encargada de resolver las diferencias entre lo aprobado en Cámara y lo aprobado en Senado. Sin ese paso, no hay ley. De ahí que resulte vital preguntarse: ¿qué camino elegirá el Presidente del Senado? ¿Buscará facilitar el trámite democrático que ha exigido el pueblo en las calles y las urnas, o intentará prolongar la confrontación para mantener contentos a los poderes que siempre se han beneficiado?
El presidente Gustavo Petro ha sido claro. La presión popular, canalizada a través del mecanismo de consulta popular, fue la verdadera espada de Damocles que obligó al Senado a moverse. Pero esa espada no ha sido guardada. Su decreto sigue vigente y goza de presunción de legalidad. Sólo será derogado si el Congreso cumple con el espíritu del mandato ciudadano y permite la conciliación. De lo contrario, el Gobierno está en todo su derecho y deber de mantenerla como herramienta legítima del pueblo para decidir su destino frente al derecho al trabajo digno.
En este contexto, resulta particularmente grave la actitud del Registrador nacional, quien, sin competencia legal alguna, se atrevió a deslegitimar el decreto presidencial. Esa intervención no sólo fue inoportuna, sino ilegal. Podría calificarse como un acto de sedición administrativa, porque ningún funcionario del Estado puede desacatar un decreto sin que haya un fallo judicial en firme que lo declare nulo. Lo que se evidenció fue un intento más por desestabilizar al Gobierno del Cambio y debilitar el ejercicio legítimo del poder democrático.
El fondo del asunto, más allá de la disputa técnica, es profundamente político y ético: ¿quién manda en Colombia? ¿El pueblo trabajador, mediante sus mecanismos constitucionales, o una casta política acostumbrada a manipular las leyes y los procedimientos para perpetuar sus privilegios?
A pesar de los avances, no podemos ignorar que la reforma laboral aprobada no es la que originalmente impulsó el Gobierno y los movimientos sociales. Muchas de las garantías para los trabajadores y trabajadoras fueron negociadas o eliminadas en el camino, especialmente en Cámara de Representantes. Por eso, la conciliación es también una oportunidad para recuperar lo perdido, para que la dignidad laboral no quede a medio camino.
En este punto, el presidente Petro ha insistido en que no retrocederá en su compromiso con el pueblo trabajador, tanto el formal como el informal. La apuesta del Gobierno es clara: construir un sistema laboral más justo, equitativo y que formalice a millones de personas excluidas del sistema de seguridad social, como ya lo propone también la reforma pensional.
Estamos, entonces, en un momento histórico. La aprobación en el Senado no es el final de la batalla, sino apenas una estación más en un largo camino. La verdadera victoria llegará cuando la ley entre en vigencia sin mutilaciones, cuando los funcionarios respeten los decretos y cuando la ciudadanía siga vigilante y movilizada.
El Congreso aún tiene la palabra. Pero también la tiene el pueblo. Porque, como bien lo ha demostrado esta experiencia, sólo con presión social se destraban las estructuras del poder que por décadas han bloqueado el progreso. No hay victoria sin vigilancia. No hay reforma sin movilización. No hay democracia real sin pueblo organizado.