POR JOSÉ ALEJANDRO CASTAÑO /
Crónica. El milagro de los niños esconde un relato, hasta ahora desconocido: Lesly, la heroína de esta historia, sabe algo que teme y que la mantuvo escondida con sus tres hermanos tanto tiempo, sin querer que los rescataran.
Varias veces, quién sabe cuántas, los soldados pasaron muy cerca de ellos. En ocasiones, incluso, a unos pocos metros de distancia. Tan pocos metros, que los niños, además de escucharlos, podían verlos bajo la lluvia en sus trajes camuflados, con los morrales al hombro, sus armas terciadas, llamando a Lesly por su nombre. Ella se lo contó a su abuelo Narciso Mucutuy ayer, en el Hospital Militar, en Bogotá, en donde fueron internados de urgencia para su recuperación. Después de cuarenta días en la manigua, exhaustos, comiendo apenas nada, tenían más desconfianza que hambre, y más recelo que cansancio. Lesly, la mayor, le tapaba la boca a la bebé con la mano para ocultar su llanto. Así permanecían los niños, mudos, mientras los soldados mejor entrenados del Ejército —quizá los mejores del mundo en entornos selváticos— pasaban raudos, resoplando, convencidos de encontrarlos. La inmovilidad de los niños cuando los sentían cerca, su silencio, explica por qué no aparecían, a pesar de la persistencia de los militares y de los indígenas que los buscaban. Estuvieron todo el tiempo ahí, agazapados, muriéndose de miedo.
La avioneta en la que viajaban cayó en la selva, cerca del río Apaporis. Ocurrió el primero de mayo, a eso de las 7:35 a.m. El vuelo había salido de Araracuara y debía aterrizar en San José del Guaviare alrededor de las 8:30 a. m., luego de recorrer 359 kilómetros. Un poco después de la mitad del trayecto, a unos 130 kilómetros de su destino, Hernando Murcia Morales, el piloto, se declaró en emergencia. Dijo que tenía un fallo en el único motor de la aeronave. El trazo de la caída sobre el dosel del bosque es tan corto y el ángulo del impacto tan pronunciado, que la avería parece haberlo sorprendido a baja altura y sin posibilidad de una maniobra de descenso controlada. La avioneta se estrelló contra un cedro amargo, de unos cuarenta metros de altura, después se desplomó contra el suelo. Solo unas pocas ramas, incrustadas en las alas, frenaron la caída del aparato. Pero el golpe fue violento y el motor quedó aplastado contra el fuselaje, y la carcasa que lo cubría saltó lejos, a unos doce metros.
Los dos hombres en la parte frontal de la avioneta murieron al instante. Quienes llegaron al lugar del siniestro, el quince de mayo, encontraron la cabeza del líder indígena Hernán Mendoza Hernández afuera de la aeronave, en frente de ella. Él venía en el puesto de copiloto. Los niños se salvaron porque estaban sentados en las sillas de atrás, que aún permanecen atornilladas al fuselaje, en buen estado, sin la apariencia de destrucción del resto del aparato. Ayer, Lesly contó en el hospital que su mamá, Magdalena Mucutuy Valencia, estuvo viva varios días, sin poder salir de la avioneta, hasta que finalmente falleció. Ese fue el primer milagro de los niños, salir vivos de allí, por la única puerta disponible. El hecho de que el accidente ocurriera en la mañana, con el sol entrando por entre los árboles, les permitió orientarse, moverse con un mínimo de sentido. Lesly y sus hermanos caminaron unos veinte metros y dispusieron su primer lugar de descanso. La niña tuvo la lucidez de buscar objetos útiles entre las maletas, quizá orientada por la madre malherida. ¿Cuánto tiempo permanecieron cerca de la aeronave? Imposible saberlo. Quizá el hedor de los cuerpos y la presencia de animales carroñeros los espantó selva adentro.
La pregunta no resuelta hasta ahora es: ¿de qué tenía tanto miedo Lesly cuando aparecieron los soldados con megáfonos, reproduciendo el llamado de su abuela Fátima? ¿Por qué decidió ocultarse, sin ofrecer señales de vida? Lesly estaba habituada a esconderse en el monte con sus hermanos en Puerto Sábalo, en la comunidad Predio Putumayo, el resguardo más grande de Colombia, un territorio de casi seis millones de hectáreas de bosques amazónicos. Lo hacía para huir de las muendas que Manuel Miller Ranoque, su padrastro y esposo de su mamá, les daba a ambas enfurecido. «Un día él dio un planazo con un machete a mi hija en el cuello», asegura el abuelo materno de Lesly, Narciso Mucutuy, en el Hospital Militar de Bogotá, donde se recupera su nieta. El abuelo lo llama animal. «Un día intentó abusarla», dice. Su lucha ahora, tras el milagro de su regreso, es que el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar les otorgue la custodia de los cuatro niños a él y a su esposa, la abuela Fátima. En alguna ocasión, Lesly se escondió tres días en el monte con sus hermanos para evitar otra muenda de aquellas, con tufo de alcohol y manotazos inmisericordes.
Pedro Arnulfo Sánchez, comandante del Comando Conjunto de Operaciones Especiales de las Fuerzas Militares, lo dijo al comienzo del vuelo que nos llevó desde Bogotá hasta San José del Guaviare, el miércoles pasado. «Creo que nos hemos cruzado con los niños, pero no los hemos visto». Su declaración era una mezcla de optimismo y frustración. Esa mañana llevaba unos sensores de movimiento de los que usan los rastreadores de fauna salvaje. Había lamentado que el sonido que emitían no fuera más alto, «pero es lo que hay», dijo. Lo habían intentado todo. Lo último, amarrar cintas amarillas entre los árboles de los que ataron cientos de silbatos azules y negros. (¿Por qué esos colores, general? «Porque no encontramos otros»). Era una carrera contra el tiempo. Ese día, el treinta y ocho de la búsqueda, la certidumbre de hallarlos con vida había pasado de «medianamente probable» a «poco probable». Así lo tenía escrito en la pantalla de su dispositivo electrónico. Sin embargo, a pesar de la inminencia de una derrota, él se mostraba imbatible: «Estamos a horas de encontrarlos», dijo el general Sánchez en pleno despegue. Y matizó su afirmación: «Si Dios quiere».
Su confianza en un rescate inminente era tan rotunda, que había decidido acompañar a sus hombres asumiendo el riesgo de descender desde el aire a lo profundo de la selva del Guaviare, calurosa y húmeda hasta la extenuación, sembrada de serpientes, felinos, insectos ponzoñosos. Pero no solo de ellos. Allí —más allá o más acá— deambulan reductos guerrilleros a las órdenes de alias Iván Mordisco, jefe del Estado Mayor Central de las FARC, cuyo pacto de cese al fuego con el Gobierno se había roto, justamente, veinte días después del accidente de la avioneta en la que viajaban los niños: Lesly, de trece años; Soleiny, de nueve; Tien Noriel, de cinco, y Cristin Neriman, de uno. Los dos pequeños cumplieron años en la selva.
En pocos lugares, la depredación de la selva amazónica es más ostensible, más apremiante. Desde la desmovilización de las FARC —uno de cuyos santuarios era este mismo de flora y fauna contiguo a los municipios de San José del Guaviare y Calamar—, los ganaderos desataron su voracidad. Han talado miles de hectáreas de selva virgen para sus sembradíos de carne, que desde el aire se ven como campos de golf. Pero una hora después del despegue, la jungla reducida a corrales para vacas comienza a verse tupida, anchurosa, sin bordes. El siete de junio, luego de cruzar el río Apaporis, el helicóptero se estacionó en el aire y comenzó el descenso. Aquello debe ocurrir a toda prisa y el protocolo exige que, en caso de un ataque armado o la inminencia de una avería mecánica, el piloto levante el vuelo sin importar quiénes pendan debajo. Es una situación límite que no admite excepciones. Ha pasado muchas veces y los soldados —a mitad de camino entre las alturas y una muerte segura— saben que el único recurso de supervivencia es aferrarse de pies y manos a la cuerda y resistir hasta que el helicóptero pueda descender.
El cuatro de mayo del 2014, Andrés Felipe Mejía, oficial del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía, cayó al vacío sobre las selvas del Chiribiquete, en medio de una operación contra el entonces líder guerrillero Antonio Lozada, ahora congresista de la República. Nueve años después no hay vestigios de su cuerpo. El último de los intentos por encontrarlo fue lanzar un maniquí desde un helicóptero en las coordenadas de su desaparición. Las autoridades creyeron que, reproduciendo el patrón de caída, el maniquí los podría guiar hasta el investigador. Los oficiales de la Fuerza Aérea lo vistieron con un overol anaranjado y lo llamaron Buster, como al muñeco de pruebas del programa televisivo Cazadores de mitos. Y aunque lo encontraron cuando descendieron, no hallaron al oficial. Ese antecedente, el de la selva que se engulle lo que muerde, no derrotó el entusiasmo del general Sánchez. «¡Vamos por los niños!», alentó a sus hombres mientras lo enganchaban para el descenso, después de que la tropa recibió abajo cinco bultos con remesas y pertrechos de recambio.
Abajo aguardaban los hombres de la Unidad Buitre, diez comandos élite apostados allí desde hacía veintitrés días sin más descanso que las pocas horas de sueño bajo sus carpas. No era tanto tiempo para ellos, acostumbrados a avanzar por las maniguas más azarosas del Chocó, Putumayo, Catatumbo y Arauca hasta por tres meses, sin más alimento que la comida de sus raciones, y sin más baño que el de los aguaceros que, dependiendo de la época, pueden desatarse todos los días, incluso por trece o quince horas. Los comandos élite del Ejército hieden, ellos lo saben, y bromean. El suyo es un olor de animal de monte, mezcla de la transpiración con la humedad. Ninguno se queja, algunos incluso sonríen como si no acumularan decenas de kilómetros sin más agua que la lluvia que les escurre por el rostro, mezclada con sudor. En total, durante la Operación Esperanza, los 120 comandos y los 70 indígenas que se sumaron a la búsqueda de los niños, completaron 2.656 kilómetros, una distancia que supera en 800 kilómetros el mayor recorrido imaginario a lo largo del país, desde el Cabo de la Vela, en la Alta Guajira, hasta Leticia, en la orilla del Amazonas.
Mientras los soldados jadeaban bajo sus uniformes, los indígenas que buscaban los niños iban sin casi nada encima, vestidos con ropas de andar por la casa, como si fueran a encontrarse con alguien ahí adelante, bajo una ceiba espinosa recién florecida, uno de sus árboles sagrados y de cuyos tallos extraen medicina para curar heridas, cicatrizar quemaduras y apaciguar los dolores de muela. Sin importar a dónde se mire, la selva parece uniforme, idéntica, sin distinciones. Para advertir su disparidad hay que detenerse y contemplar, pero detenerse es rezagarse. Cuando los soldados se apartan unos metros para defecar, lo hacen después de registrar las coordenadas en sus equipos de geolocalización. ¿Qué tiene de diferente esta selva? «Es silenciosa», contestó un sargento mientras retumbaba el mensaje de Fátima, la abuelita de los niños, amplificado desde un helicóptero. «Lesly, se tiene que estar quieta», le insistía la mujer en lengua uitoto. El general Sánchez cree que la presencia de sus hombres silenció a los animales de esa jungla virgen. No es que los pájaros e insectos no cantaran y reverberaran, es que parecían hacerlo más quedo.
El primer día avanzamos setecientos metros por las encrucijadas de ramas y de tallos. Era poco, pero el cansancio resultó extremo. Eran las cinco de la tarde y había que apurarse, en la selva anochece pronto, una hora antes de que se oculte el sol, vencido por el follaje del dosel allá arriba, a cuarenta metros. En apenas quince o veinte minutos, los comandos despejaron una zona de helechos y arbustos y atirantaron sus carpas con una agilidad de cirqueros. A uno de ellos le alcanzó para armar la tienda del general y también la mía. De nuevo, la advertencia era terminante: si en algún momento de la noche sonaban disparos, la orden era lanzarse al suelo y reptar hasta el tronco del árbol más cercano. «Después no hagan nada. Un comando irá a su lado para protegerlos». De tantos días en la selva, los soldados tienen barbas y bigotes. El campamento apeñuscado acrecienta su olor. Ni la exhalación de las plantas recién cortadas y apisonadas vence aquello. Hoy es luna menguante convexa, según las cartografías de los soldados. Es una luna medio iluminada, visible gran parte de la noche, pero no aquí, debajo de la fronda de los árboles.
Antes de acostarse en su tienda de campaña, el general Sánchez envió un mensaje por radio al resto de sus hombres desperdigados en la manigua. «Lograremos lo imposible», les insistió mientras aplastaba palomillas gordas de sangre sobre su cuello. Así le dicen los soldados al mosquito más insaciable del Guaviare. Sánchez, en efecto, hizo lo imposible para lograr el retorno de los niños. Los primeros días, los indígenas le recomendaron poner botellas de licor en los caños de agua para congraciarse con los duendes del bosque, y él accedió. Envió helicópteros con soldados que descendieron hasta los riachuelos para dejar botellas de aguardiente. Pero como los niños no aparecían, los líderes indígenas le dijeron que esos duendes próximos al Chiribiquete eran más exclusivos, así que le recomendaron ofrecerles whisky. El general mandó a sus hombres, ahora además con la orden de abrir las botellas y beberse un trago a la salud de los espíritus. Pero como los niños seguían sin aparecer, los líderes indígenas le dijeron que justo era lo contrario: que se trataba de duendes menos pedigüeños, así que le recomendaron ofrecerles chirrinchi, esa bebida fermentada a partir de la miel de caña.
Los soldados cuentan que a los compañeros que dejaron esas botellas de licor en lo profundo del bosque, les desamarraban el cordón de las botas y que ahí, solos, sintieron tanto miedo que pedían que los helicópteros los sacaran con urgencia, como si temieran la inminencia de una emboscada. No fue lo único desconcertante. Cuando pasaban por las zonas con las cintas, los soldados advertían que faltaban los silbatos. ¿Quién se los robó, quién los perdía?, ¿habrá sido Lesly, deambulando con sus hermanos? Sus miedos no los provocaba un duende, está claro. Un día después, el pasado jueves, la caminata con el general Sánchez por la selva se extendió dos kilómetros, hasta el avión siniestrado. Él no paró de llamar a Lesly, y los altavoces de los helicópteros también. Unos quinientos metros antes del lugar del desastre, los soldados encontraron un pañal sucio. El general dio la orden de levantarlo y guardarlo. Allí, donde se estrelló el avión, estaba Manuel Miller Ranoque, todavía ebrio por la toma de yagé de la noche anterior, con la que buscó hablar con los espíritus. Pero los espíritus, al parecer enfadados con él, no le dijeron nada.
.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.