POR JULIO CÉSAR CARRIÓN CASTRO
“Es el pueblo el que se subyuga, el que se degüella, el que pudiendo elegir entre ser siervo o ser libre, abandona su independencia y se unce al yugo; el que consiente su mal o, más bien, lo busca con denuedo… ¿Qué debe estimar el hombre más que recuperar su derecho natural y, por así decir, de bestia volver a ser hombre? … ¿qué desgracia ha sido esta que ha podido desnaturalizar tanto al hombre, el único verdaderamente nacido para vivir libremente, y hacerle perder el recuerdo de su primer ser y el deseo de recuperarlo?”.
– Étienne de la Boétie, Discurso sobre la servidumbre voluntaria.
Humanidad y animalidad se han reencontrado en el tranquilo aturdimiento del animal satisfecho, del hombre promedio de estas contemporáneas sociedades. Seres humanos que deambulan entre la “mediocridad y el delirio”, que valoran la felicidad y la alegría por sus posesiones y ventajas y que establecen la indiferencia, la precariedad cultural y el nihilismo como el proyecto total de sus mezquinas existencias.
Subalternidad, rencor, obediencia y compromiso electoral
En las sociedades adscritas o herederas de la cultura occidental, judeo-cristiana, pretenciosamente el hombre ha sido entendido siempre como una articulación entre cuerpo y alma, es decir, como un ser compuesto de un elemento natural e inferior –barro, tierra, animal– y un elemento superior, reputado como sobrenatural, –aliento divino, espíritu. Ante la incontrastable evidencia de la semejanza que guardamos con los demás animales, se han dado innumerables esfuerzos del pensamiento por delimitar los espacios de la diferencia, y poder acercarnos a una definición más precisa de eso que se suele llamar la “condición humana”.
Han sido múltiples los intentos históricos por resaltar la pretendida victoria de lo humano –espiritual y divino– por sobre lo simplemente corpóreo y natural. Desde la antigüedad y durante toda la edad media, fue enorme el quehacer de la religión cristiana (en los períodos llamados de la Patrística y la Escolástica) metafísicos y teólogos, girando alrededor de las “Sagradas Escrituras”, se ocuparon fervientemente en definir el asunto del paso de la animalidad a la “condición humana”; luego muchos otros estudiosos –historiadores, economistas, biólogos, sociólogos, antropólogos, lingüistas y políticos– han continuado ocupándose del asunto, lo que llevó a una serie de deliberaciones, controversias y polémicas alrededor de la auténtica naturaleza y “esencia de lo humano”.
La “humanización” del mundo, la emancipación del hombre de todas las fuerzas y poderes que lo constriñen, sería, desde entonces, tarea de la racionalidad y de las ciencias, con posibilidades casi infinitas, tratando de definir al hombre sin la vida animal y subordinar las bestias a su gobierno; fijar claramente las fronteras entre el hombre y los demás animales.
Como resultado de estas indagaciones, se llegó a la instauración del concepto de la “dignidad humana”, De hominis dignitate, (para decirlo en los términos de Giovanni Pico della Mirandola –siglo XVI–) La idea central era, modelar “racionalmente” su llamado “albedrío” siguiendo los derroteros bestiales o los divinos.
Ese inusitado esfuerzo por alcanzar el merecimiento de tener un comportamiento específicamente humano, llevaría a la exigencia del establecimiento de un Contrato social, como finalmente lo precisara Juan Jacobo Rousseau.
El concepto de Contrato o “Pacto Social” no le pertenece en exclusividad a Rousseau, sino que tiene una amplia historia. Pensadores anteriores al ginebrino ya habían trabajado esta noción del Pacto, como recurso humano para superar tanto su “estado natural”, como los gobiernos absolutistas y despóticos –es decir, superar el acatamiento y la sumisión de los humanos a las fuerzas naturales y a los oprobiosos sistemas políticos, autoritarios y opresores– organizando la sociedad política y el Estado de una manera más “humana”. Nicolás Maquiavelo, Étienne de la Boétie, Baruch Spinoza, John Locke, Thomas Hobbes, entre otros, ya habían sustentado de alguna forma esa misma teoría. Precisamente el joven La Boétie había señalado, desde el siglo XVI, cómo algunos rebeldes al yugo, “son los que, teniendo su propia cabeza bien hecha, todavía la han pulido mediante el estudio y el saber; los que, aun cuando la libertad estuviera totalmente perdida y arrojada del mundo, la imaginan y la sienten en su espíritu, y todavía la saborean, y la servidumbre no es de su gusto por mucho que se la adorne”.
Sin duda alguna el Discurso de la servidumbre voluntaria, escrito probablemente en 1548 pero publicado 1574, prefigura la teoría del Contrato Social que Juan Jacobo Rousseau determinara, más detalladamente, doscientos años después en 1752. En el primer párrafo sostiene Rousseau:
“El hombre ha nacido libre y, sin embargo, vive en todas partes entre cadenas. Él mismo que se considera amo, no deja por eso de ser menos esclavo que los demás. ¿Cómo se ha operado esta transformación? Lo ignoro. ¿Qué puede imprimirle el sello de legitimidad? Creo poder resolver esta cuestión. Si no atendiese más que a la fuerza y a los efectos que de ella se derivan, diría: “En tanto que un pueblo está obligado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo, y lo sacude, obra mejor aún, pues recobrando su libertad con el mismo derecho con que le fue arrebatada, prueba que fue creado para disfrutar de ella. De lo contrario, no fue jamás digno de arrebatársela”. Pero el orden social constituye un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no es un derecho natural: está fundado sobre convenciones. Trátase de saber cuáles son esas convenciones; pero antes de llegar a ese punto, debo fijar o determinar lo que acabo de afirmar”.
Desligarse de la animalidad y de todo constreñimiento e imposición de subalternidad es, pues, la base de la teoría política del Pacto Social, o más coloquialmente, del Pacto Histórico, como lo proponen para Colombia, el gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez.
Han pasado los años y los siglos, sin que esta fortísima teoría de la democracia, pierda su validez, pero, parece que no se ha logrado superar esa despreciable condición de la servidumbre voluntaria y la subalternidad de las gentes.
Los gobiernos autoritarios hacen uso de esa especie de impotencia de muchos que, miserablemente, se adaptan a las exigencias de sus amos, en procura de obtener compensación, recompensa o ventajas personales, mediante la sumisión y la humillación, como claramente se plantea con en el llamado “síndrome del Tío Tom”, una referencia a la novela La cabaña del Tío Tom de Harriet Beecher Stowe, que muestra la supuesta “astucia” de un anciano esclavo que no renuncia a la docilidad ni al servilismo, con tal de preservar las ventajas que le otorgan sus amos. De manera astuta y farisaica la autora, y sus seguidores, proponen a los oprimidos y explotados la aceptación de las condiciones que impone el “destino” y presentan la caridad como “solución” cristianoide y plañidera a la miserable condición de los esclavos, en el naciente imperialismo norteamericano y aún hoy.
Por irracional que parezca, el sometimiento a la autoridad, la adaptación a los mandatos, por absurdos que estos sean, produce en estos sujetos plena satisfacción; además el poder emplea mecanismos y técnicas especiales para crear en los subordinados una sensación de satisfacción y plenitud en la obediencia y la subalternidad, como acontece en Colombia con quienes están dispuestos a apoyar a un zafio lumpen-empresario, grotesco y ordinario, que cubre con frases vacías e improperios, su supina ignorancia y su desdén por la cultura.
¿Pero de dónde proviene ese condicionamiento de las gentes? Rafael Gutiérrez Girardot en un esclarecedor texto, ‘Universidad y sociedad’, nos aproxima a una explicación al recordarnos que los procesos educativos y en general la formación de la psicología, –lo que llamamos la mentalidad– del hombre latinoamericano y particularmente colombiano, está subrogada al dogmatismo y la obediencia acrítica. Dice el autor: “La vida social es vista como convento, la sociedad civil como cuartel… y la verdad como producto y posesión de estos anacronismos violentos… Los que dan órdenes y están habituados al sinsentido de la obediencia ciega –al arzobispo o al general– solo pueden considerar que el sapere aude (expresión latina que emplea Kant para significar y reclamar el uso del propio entendimiento sin la dirección de otro) es subversivo. Pero ya se sabe que subversión es para ellos todo lo que no sea dogma y comando”.
Gutiérrez Girardot, precisa que esta situación anacrónica de violencia y obediencia se agrava, pues, estos corazones blindados de rencor, rechazan la ilustración y la cultura, con la frivolidad. Dice que el rechazo “tiene su correlato inevitable en el velo con que se cubre y que hace posible la convivencia, esto es, en esa otra forma de rechazar las cosas que es la frivolidad. Rencor y frivolidad barbarizan, primitivizan la vida social… además, rencor y frivolidad hacen inmune la vida social contra todo intento de clarificación, de transparencia social y moral, de respeto al ser humano, de solidaridad social y de pacificación (…) Los mensajeros de la anunciación del amor cristiano han enseñado odio, violencia, tergiversación, simulación…
…Odio, tergiversación, simulación, dogmatismo, polarización de la vida social y cultural, la violencia de “le sacré” son precisamente el elemento contrario a la libertad del saber, a la búsqueda del conocimiento, al ethos intelectual, a la tolerancia y a la crítica…”.
Comprender pues esa postura marcada por la frivolidad y el odio que, sin argumentos, muchos expresan contra el saber y la cultura, contra las ideas contrarias y contra todo lo que no les sea impuesto y ordenado. Todo ello hace parte de ese folklor religioso y patriotero con que históricamente han sido socializados, regulados y normatizados.
Esas “mayorías” obnubiladas por la frivolidad, han convertido la auténtica participación ciudadana, en una simple expresión, bulliciosa y grotesca, de aceptación de cuanto los títeres y titiriteros del régimen, hagan o dejen de hacer.
Estos valedores de lo establecido, actúan como obedientes rebaños, seguidores, hinchas, fanáticos, convidados de piedra; como simples observadores en esta sociedad tan cargada de ídolos, publicitariamente establecidos, tales como ciclistas, futbolistas, en general deportistas y reinitas, cantantes, actores, actorzuelos, faranduleros y “periodistas” –en realidad razoneros, gacetilleros y comunicólogos–, que no son más que personajes encumbrados, mediáticamente, por sus distintos quehaceres, en esta deplorable sociedad del espectáculo. Asumir que el “oficio” que cumplen les concede una capacidad ética o intelectual especial, para dar opinión política calificada o acertada, es, por decir lo menos, torpeza y expresión de su bajo nivel intelectual y de la subalternidad a que están sometidos.
Bueno, además, se trata de algunos personajes de estas extensas capas formadas o adiestradas por esos patrones conductuales que, habiendo logrado destacarse en diversas actividades, –del deporte, de la farándula y de otros quehaceres vinculados a la entretención y el espectáculo– y siendo, casi siempre, sujetos surgidos del desarraigo social, que se vuelven trepadores, oportunistas, logreros, rastacueristas y pretenciosos; con enormes ínfulas, por los logros obtenidos en sus actividades competitivas y/o actorales, en diversos escenarios. Carentes de una sólida y seria cultura, sin claras ideas políticas, pero, en virtud de ese reconocimiento público alcanzado que les dan sus logros, y la publicidad que les enaltece, se dedican fastidiosamente a dar opiniones y consejos políticos y electorales, a esas masas ignorantes sujetas, como lo hemos dicho, a la servidumbre voluntaria, a la simulación y a la subalternidad, con sus “corazones blindados de rencor”, llegan incluso a creer, a pie juntillas, que la zafiedad, la grosería y la incultura de un patán, de un atarbán, son muestras de valor e independencia crítica.
Reiterando en Gutiérrez Girardot, tenemos que entender que “es vano tratar de convencerlos de que “saber es poder”, porque tergiversarían una vez más el sentido de los principios racionales…”, en favor del dogma y la obediencia.
Humanidad y animalidad se han reencontrado en el tranquilo aturdimiento del animal satisfecho, del hombre promedio de estas contemporáneas sociedades. Seres humanos que deambulan entre la “mediocridad y el delirio”, que valoran la felicidad y la alegría por sus posesiones y ventajas y que establecen la indiferencia, la precariedad cultural y el nihilismo como el proyecto total de sus mezquinas existencias: seres humanos de rebaño que viven como los animales, “aburridos pero contentos”, también por la existencia generalizada de individuos despojados totalmente de su dignidad y de su condición de humanos, sometidos a un régimen de infra humanidad administrado en detalle por quienes manejan las tecnologías del poder, que simplemente los ven como obedientes clientes de un mercado de variadas mercancías y de votos en época electoral.
Semanario Caja de Herramientas, Bogotá.
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