La sociedad dataficada

POR LUCÍA VELASCO

La transformación digital genera cada vez más datos, pero también hace a las sociedades cada vez más dependientes de ellos. Si las decisiones clave que se toman dependen del ‘big data’ y no todos pueden seguir al mismo ritmo esta dataficación, ¿a qué debe prestar atención la ciudadanía y qué acciones deberían llevar a cabo los poderes públicos?

La producción de datos a nivel global crece de manera exponencial cada año y arroja cifras estratosféricas que instigan a desarrollar la economía del dato. Aunque una parte muy importante del planeta siga desconectada, la hiperconexión de más de la mitad del globo parece justificar la digitalización masiva. Debemos ser cada vez más conscientes del papel crucial que desempeña el big data en nuestras vidas y en las decisiones que se toman sobre ellas porque vamos camino de ser una sociedad dataficada.

La dataficación está sucediendo y genera varios retos importantes. Por un lado, universaliza de alguna forma la realidad que recolecta, proveniente de solo una parte de la ciudadanía. Esta universalización hace que aceptemos que algo es igual en todos los lugares y en todas las personas, sin tener en cuenta las particularidades territoriales o sociales. Según reconocen las personas expertas en estos asuntos de la convivencia, esto suele provocar más problemas que soluciones.

Por otro lado, da a las instituciones y a las empresas un exceso de poder sobre la población que es necesario vigilar. Este proceso que describo nos afecta a todos, tanto a individuos como a colectivos. Sin los controles necesarios, el resultado es contrario a lo que se pretende: puede generar más exclusión y más opresión. Parece evidente que la sociedad datificada impacta, por tanto, en nuestra calidad democrática.

Llevamos años virtualizando todo lo que hacemos: el deporte, la salud, las relaciones personales, el ocio o la administración pública. El tecnocapitalismo ha sabido explotar con éxito el culto a este nuevo bien, haciendo impensable que no se repita que la economía del dato es el futuro, el nuevo paradigma de la eficiencia y del éxito empresarial. Hay tantos intereses detrás de esta nueva fuente de riqueza, de este dataísmo, que casi parece ofensivo cuestionar las narrativas utópicas en las que la tecnología viene a salvarnos.

Sin embargo, esta recopilación masiva de datos es cada vez más controvertida. ¿Cuál es la relación entre la digitalización y la justicia social? Si toda nuestra vida ha dejado un rastro que permite perfilarnos y clasificarnos, ¿cómo podemos vigilar el impacto que tienen las políticas basadas en este big data sobre las personas? ¿Qué pasa con quienes tienen menos recursos o allí donde los derechos son más frágiles?

Normalmente, cuando hablamos de datos, lo hacemos desde la óptica de la privacidad, y en Europa estamos bien armados en cuanto a su regulación.

Somos conscientes de la importancia de potenciar los derechos digitales y apostamos por crear espacios de compartición que sean respetuosos con ellos. De hecho, se acaba de estrenar el reglamento para gobernar los datos y desarrollar ese mercado interior digital sin fronteras, porque se quiere fortalecer nuestro mercado único y hacerlo en línea con nuestros valores. Queremos una economía de los datos centradas en el ser humano, fiable y segura.

No obstante, si esto fuera cierto, sería importante que ampliáramos nuestro entendimiento de la realidad más allá del occidentalismo establecido. La mayoría de la población mundial está fuera de Occidente y no parece lógico desarrollar los marcos de una sociedad dataficada sin tener en cuenta a esa gran parte que está fuera de nuestros contextos, más conocidos como el norte global.

No olvidemos que, a pesar de todo, en este nuestro norte global también hay grupos que no vemos, grupos marginados y oprimidos que han de enfrentarse a diario contra el muro de datos que les excluye, que no les tiene en cuenta o que no les permite acceder en igualdad de condiciones. Por eso, es fundamental reflexionar sobre cómo estamos desarrollándonos sobre la infraestructura de los datos y sobre cómo poderes y contrapoderes se articulan en los espacios donde crece la vulnerabilidad por la digitalización masiva.

¿Cómo pueden las personas que viven en la pobreza participar en la vida digital? La pobreza de datos es una realidad y, si cada vez somos más dependientes de la tecnología para todo, deberíamos también garantizar que nadie tuviera que elegir entre conexión o comida. Si estos nuevos espacios solo han sido conquistados por los que tienen capacidad económica y técnica para hacerlo, quizá haya que replantearse el proceso.

Este dilema recupera también el concepto del bien público como parte de la solución para que no haya partes de la población silenciadas o invisibles. Pero ¿qué es un bien público en este contexto? Porque si cada vez más los Gobiernos toman decisiones basadas en datos como, por ejemplo, la asignación de recursos, el reparto de vacunas o la concesión de prestaciones, estamos yendo hacia una existencia centrada en el dato; sin él, no existes.

Al mismo tiempo, convivimos con una parte de nosotros que no puede producir o compartir datos, por tanto, es posible que les estemos de alguna forma negando su propia existencia. Es decir, hay toda una nueva serie de dinámicas relacionadas con la dataficación que debemos abordar desde la perspectiva crítica para que la tecnocracia no instaure una infraestructura que impida a las personas participar en las decisiones del Estado y ejercer sus derechos de ciudadanía. Es el momento de re-ordenar las relaciones de poder para garantizar que la sociedad de los datos no trabaje contra la propia sociedad.

@jones_lucia

Ethic.es

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