
POR OMAR ROMERO DÍAZ /
Por estos días, Colombia vuelve a presenciar una escena conocida: la Fiscalía General de la Nación comparece ante la opinión pública para informar sobre la judicialización de un atentado, esta vez contra el senador y precandidato presidencial de la derecha, Miguel Uribe Turbay. Con la voz pausada de quien aparenta institucionalidad, la Fiscal describe la imputación de cargos a Carlos Eduardo Mora González, acusado de tentativa de homicidio agravado, porte ilegal de armas y uso de menores para delinquir.
Según la Fiscalía, se avanza con contundencia: pruebas técnicas, medidas de aseguramiento, diligencias con otros indiciados, y un compromiso inquebrantable con la justicia.
Hasta ahí, parecería que el Estado funciona como debe. Pero si se rasga apenas un poco esa superficie de legalismo, se hace evidente una realidad más profunda y alarmante: el atentado se está utilizando políticamente para reafirmar el discurso de una justicia “eficiente”, mientras se oculta o peor aún, se desestima la posibilidad de un golpe blando en marcha contra el presidente Gustavo Petro.
Porque lo cierto es que cuando el blanco de la violencia es un líder de izquierda, un dirigente social, un defensor del proceso de paz, la Fiscalía no actúa con la misma diligencia. La historia reciente está marcada por cientos de asesinatos de firmantes del Acuerdo de Paz de 2016, defensores de derechos humanos y líderes comunitarios, sin que el ente investigador haya mostrado la celeridad y la firmeza que hoy sí exhibe.
Y aquí es donde el país debe detenerse y reflexionar: ¿por qué sí hay avances cuando la víctima es un representante de los partidos tradicionales de la ultradercha, pero se invoca la reserva, la complejidad o la falta de pruebas cuando las víctimas pertenecen al campo popular? ¿Qué clase de justicia es esta que funciona dependiendo del color político de los afectados?
La respuesta es incómoda, pero necesaria: en Colombia estamos ante una justicia selectiva, utilizada como herramienta de control político. Una Fiscalía más interesada en blindar a los sectores de poder que en esclarecer las verdaderas raíces del conflicto social y político del país.
Lo más grave es que el contexto no permite lecturas ingenuas. El atentado contra Miguel Uribe no se puede entender por fuera de la coyuntura de desestabilización que vive el Gobierno del Cambio. Las denuncias del presidente Petro sobre una conspiración que involucra a narcotraficantes, sectores políticos de ultraderecha y medios de comunicación no pueden ser desestimadas ni tratadas como paranoia. Estamos, ni más ni menos, frente a las señales tempranas de un golpe blando.
Un golpe que no necesita tanques ni militares en las calles. Le basta con la manipulación mediática, el sabotaje legislativo, la infiltración institucional, la guerra jurídica y, como en este caso, la instrumentalización de hechos de violencia para erosionar la legitimidad del Gobierno.

Resulta revelador que la solicitud del presidente Petro de permitir una comisión independiente de la ONU para investigar este y otros atentados haya sido rechazada de plano por la Fiscalía. ¿Qué se teme? ¿Qué puede revelar una mirada imparcial sobre lo que realmente se está tejiendo en las entrañas del poder?
La narrativa oficial quiere hacer creer que todo marcha dentro de los cauces normales del derecho. Pero el pueblo colombiano ya ha vivido demasiado para tragarse sin más el discurso de las instituciones. Sabemos que cuando se amenaza el statu quo, el poder reacciona con todo su arsenal. Hoy, ese poder herido por una Presidencia popular que no le rinde pleitesía recurre nuevamente a las viejas prácticas: el miedo, la manipulación, la represión y el intento de golpe.
Pero también hay algo nuevo: el pueblo ha despertado. Y ese pueblo no va a dejarse arrebatar su derecho a soñar y construir un país distinto. Por eso es urgente exigir verdad, exigir justicia, pero también exigir garantías para el mandatario elegido democráticamente. Porque lo que está en juego no es solo un atentado o un proceso judicial: es el alma misma de la democracia colombiana.
Si los sectores progresistas permiten que la Fiscalía se convierta en ariete de la ultraderecha, si se guarda silencio frente a los signos de conspiración, si la sociedad colombiana se resigna al eterno retorno de la violencia política, el país habrá perdido otra vez. Pero si se responde con organización, movilización y memoria, entonces tal vez, por fin, se podrá torcer el rumbo de esta historia trágica que tanto ha costado al pueblo de Colombia.
Y ese es, hoy, el verdadero desafío.