POR SILVINA ROMANO Y ANÍBAL GARCÍA FERNÁNDEZ /
La Organización de Estados Americanos (OEA) tiene un extenso prontuario intervencionista. Sus acciones y sus declaraciones no son hechos aislados: hacen parte de la guerra híbrida practicada por el establishment norteamericano, como actualización estratégica de las viejas doctrinas de seguridad nacional.
En las últimas décadas fuimos testigos de diversos mecanismos de desestabilización que condujeron a golpes de Estado “blandos” o convencionales. En estos procesos se articularon diversas estrategias implementadas por las derechas y las elites locales, que en ocasiones encontraron apoyo en gobiernos o sectores de poder de países como EE. UU. e incluso de miembros de la Unión Europea. Los vínculos organizacionales y personales que habilitan estas relaciones tienen como base una arquitectura institucional creada, en buena medida, a inicios de la Guerra Fría, y consolidada a lo largo de las últimas siete décadas.
En aquel entonces, con la excusa de la “contención del comunismo” -preocupación máxima de la política exterior de EE.UU.- se organizó su aparato de inteligencia, incluyendo la institucionalización de la guerra psicológica. Esta guerra formaba parte de una serie de estrategias que podían operar en conjunto o de forma aislada, incorporando entre otras cuestiones a las operaciones encubiertas: “… actividades conducidas o financiadas por este gobierno contra Estados o grupos extranjeros hostiles, o a favor de Estados aliados, que se planean y ejecutan de modo tal que el gobierno estadounidense no aparece como responsable, a los fines de poder desentenderse de tales hechos y personas [incluyendo] propaganda, guerra económica, (…) asistencia a movimientos insurgentes, guerrillas y grupos de refugiados, así como el apoyo a grupos anticomunistas locales en países que estén amenazados por el comunismo en el mundo libre” (FRUS, 1945-1950).
A su vez, la guerra psicológica fue organizada y definida bajo el paraguas de lo que se dio en llamar “guerra política”, entendida como la continuación de la guerra por otros medios. Esta abarcaba desde acciones abiertas como alianzas políticas, medidas económicas y propaganda, hasta acciones encubiertas y apoyo clandestino a socios o amigos en otros países, así como la guerra psicológica y el apoyo e incentivo de la resistencia de base en países enemigos (FRUS, 1948).
Con el transcurso de las décadas, parte de estas estrategias se fueron naturalizando. Pasaron a formar parte de la “diplomacia pública” y se institucionalizaron en buena medida a través de una arquitectura de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales articuladas en torno a la “asistencia para el desarrollo”. Tanto estas herramientas como las actividades vinculadas a operativos encubiertos se articulan en torno a procesos de desestabilización que pueden ser concebidos como guerras híbridas (Korybko, 2019). Incluyen acciones de guerra “que pueden ser en, gran medida, no imputables y, por tanto, aplicables en aquellas situaciones en las que acciones más abiertas —y atendiendo a su grado de exposición—, podrían generar rechazo” (García Guindo y Martínez Valera González, 2015), y son reconocidas como una continuación o de la “guerra especial” o “limitada o flexible”, que en América Latina es identificada como una guerra contrainsurgente.
Un aspecto clave del componente de guerra psicológica y política en las guerras híbridas es la manipulación de la opinión pública local y global. En la era de las comunicaciones, es clave el posicionamiento de medios de comunicación y el clima imperante en las redes sociales. En los procesos de desestabilización suele operar con bastante eficiencia una manufacturación de consenso (Chomsky y Herman, 2000) entre voces expertas y líderes de opinión que inclinan las percepciones y sentimientos a favor o en contra de determinados grupos, sectores o líderes políticos. Los organismos internacionales y regionales pueden ocupar un rol importante en esta dinámica.
La vía diplomática como presión política: el rol de la OEA en la guerra híbrida
Los organismos regionales e internacionales vienen desarrollando un rol importante en la configuración, legalización y legitimación de esta arquitectura institucional de Guerra Fría, anclada en las relaciones centro-periferia. Uno de los ejemplos más claros en la región es el rol de la OEA, activa en operaciones de desestabilización y golpes de Estado contra gobiernos calificados como comunistas o progresistas. Según diversos expertos, organismos como la OEA “facilitan la expansión de las fuerzas económicas y sociales dominantes con las siguientes características: 1) encarnan las reglas que facilitan la expansión de órdenes mundiales hegemónicos; 2) son en sí mismas un producto del orden mundial hegemónico; 3) legitiman ideológicamente las normas del orden mundial; 4) cooptan a las élites de los países periféricos y 5) absorben las ideas contra hegemónicas” (Cox, 1981).
“Fue en el golpe de Estado en Bolivia en donde la injerencia de la OEA adquirió su grado máximo, cambiando el rumbo de la política interna y allanando el terreno a un golpe de Estado”
El antecedente más contundente en este sentido fue el operativo de guerra psicológica implementado contra el gobierno de Jacobo Árbenz en Guatemala (1951-1954), que incluyó deliberadamente la presión diplomática. En los documentos de la Décima Conferencia Interamericana realizada en marzo de 1954 en Caracas podemos leer: “la amenaza de una conferencia de la OEA o de Ministros de Relaciones Exteriores debe ser realizada y reiterada en el modo debido. El objetivo de la conferencia es proporcionar evidencia de que Guatemala constituye una amenaza para la solidaridad hemisférica y para la seguridad interna de las naciones debido a la agresiva subversión comunista” (FRUS, 1952-1954). También se evidencia este objetivo en los documentos del “Operativo Éxito”, mediante el cual se organizó la desestabilización y golpe de Estado contra el gobierno de Árbenz. Desde entonces, la OEA siguió legitimando procesos de intervención en asuntos internos, apoyando la desestabilización y desmoralización de gobiernos de turno.
¿Qué hace la OEA hoy?
Es precisamente en tiempo de gobiernos progresistas, y en particular a partir de la asunción de Luis Almagro como Secretario General, que la OEA encarnó con mayor visibilidad y potencia el injerencismo, en sintonía con el “imperialismo recargado” de Donald Trump (Romano, 2020). Las políticas respecto a Venezuela son solo una muestra de la falta de apego a las normas y de la evidente sumisión a intereses concretos de determinados gobiernos, como el de EE.UU.
No obstante, fue en el golpe de Estado en Bolivia en donde la injerencia de la OEA adquirió su grado máximo, cambiando el rumbo de la política interna y allanando el terreno a un golpe de Estado. En las elecciones de octubre de 2019, la Misión de Observación Electoral de la OEA afirmó en un informe preliminar la presunta existencia de un fraude de parte del partido oficialista (el Movimiento al Socialismo). Dicho informe, que sostenía la hipótesis de golpe sin pruebas fehacientes, fue tomado como una prueba de verdad por diferentes actores: por la oposición y voces expertas locales, y a nivel internacional por los medios de comunicación y las redes sociales.
Pero, ¿por qué tuvo tanta fuerza esa opinión de la Misión de Observación Electoral? ¿Qué fue lo que permitió que influyera rápidamente a nivel local e internacional? Esto se debe al mencionado entramado institucional, que persiste desde la Guerra Fría hasta la actualidad. Este se encarga de articular intereses, financiamiento y personas y organizaciones —que de modo deliberado o no— promueven ideas y políticas contrarias a la soberanía, la autodeterminación y la intervención del Estado en la economía. Una de las trayectorias personales más interesantes en este sentido es la del propio Almagro, vinculado desde mucho antes de las elecciones de 2019 a parte de la derecha boliviana y a instituciones regionales y globales.
En diciembre de 2019, a poco tiempo de perpetrado el Golpe en Bolivia, Arturo Murillo, ministro del gobierno de facto, inauguró su cargo viajando a EE.UU. Allí sostuvo reuniones con Luis Almagro y con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). También visitó a Mauricio Claver-Carone (actual presidente del BID) y participó del evento en AS/COA junto al senador norteamericano Marco Rubio.
En 2017 Almagro fue galardonado en Washington con el premio Freedom (Erbol, 2017). Recibió el premio de mano del expresidente boliviano, Jorge “Tuto” Quiroga, en presencia del opositor venezolano Carlos Vecchio. La Freedom House es una organización internacional financiada entre otros por la National Endowment for Democracy (NED), la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID) y el Departamento de Estado estadounidense (Ampuero, Romano y Calderón Castillo, 2017). La Heritage Foundation fue uno de los think tanks que nutrieron al gobierno de Trump con personal especializado en diferentes áreas (Maler, 2018).
A modo de conclusión
La deriva que tomó la OEA bajo la dirección de Luis Almagro, viene siendo abiertamente criticada por diversos actores y sectores, incluso al interior de la misma institución. Sin embargo, tal como hemos expuesto, no se tratan de hechos aislados en la historia de un organismo forjado al calor del “anticomunismo” (como enemigo all inclusive) que caracterizó la política interamericana, bajo directrices estadounidenses, durante la Guerra Fría (con preocupantes elementos de continuidad) (Romano, 2022).
Es importante hacer visibles las redes institucionales, organizacionales y personales que se reproducen desde aquellos años; conocer los programas y proyectos que estas redes realizan en los países de la región; revisar sus objetivos, el destino del presupuesto que manejan y los intereses de fondo. Este conocimiento y su divulgación forman parte de las tareas urgentes en torno al reclamo y ejercicio de la soberanía y autodeterminación de los pueblos de Nuestra América.
Revista ALAI, edición No. 555.
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