POR LUZ MARINA LÓPEZ ESPINOSA
Con las salvedades correspondientes a una hecatombe con pocos parangones en los tiempos modernos, si algo ha quedado también devastado con el genocidio que el llamado Estado de Israel comete contra el pueblo palestino, es el Derecho Internacional. Dentro de la visión de espanto de miles de edificios destruidos sin reparar en el valor cultural, histórico, o sanitario que tuvieren, junto a los jirones de humanidad macerados por ladrillos y placas de cemento, contemplamos los tomos con los folios donde nuestros antepasados de presunta buena voluntad, recogieron el andamiaje que garantizarían un mundo más justo y pacífico. Es decir, el Derecho Internacional.
Y en la actual coyuntura, protagonista obligado traer a colación, el organismo que mayor importancia, responsabilidad y poder tiene en ese propósito supuestamente universal de que el mundo no volviera a zozobrar en el acíbar del odio y el uso brutal de la violencia de una nación contra otra. Esa entidad nacida del horror de la Segunda Guerra Mundial, no es otra que la Organización de Naciones Unidas (ONU).
Pues bien, son esas Naciones Unidas fundada en 1945 por 51 naciones –hoy la conforman 193- con la determinación y juramento de mantener la paz y seguridad internacionales, garantizar la vigencia de los derechos humanos y defender ante todo la vigencia del Derecho Internacional según el artículo 1 de su Carta, es aquella cuyos escombros yacen bajo las ruinas de Gaza, Rafah y Cisjordania. Y no; no es metáfora. Es que esos altísimos propósitos cuya sensatez y justicia rebasan todo encomio, han sido arrasados con el visto bueno de la misma organización. ¿Cómo? Muy claro: mediante su propia institucionalidad, en particular esa anacrónica antigualla heredada de la Segunda Guerra Mundial, el Consejo de Seguridad y el poder de veto que aún hoy -78 años después – tienen las potencias vencedoras. Mecanismo que permite la aberración de que cuando casi todas las naciones del orbe representadas en su Asamblea General votan una resolución en favor de que cese el ataque de Israel a Palestina –genocidio en términos de los pueblos del mundo- y cuando el Consejo de Seguridad prácticamente todo acoge ese clamor y se dispone a ordenar lo consiguiente, una sola nación, los EE.UU., a los ojos estupefactos del mundo ejerce el poder de veto. Que es tanto –sin violentar el argumento– como decir que a la luz del Derecho Internacional es legítimo el genocidio, y que puede continuar.
¿Vemos entonces por qué las ruinas de las que hablamos? Porque con ese veto y lo que él implica, es también el aparato todo del Derecho Humanitario, los Convenios de Ginebra y de La Haya, el demolido. De modo que bombardear barrios de civiles, hospitales, guarderías y acueductos e impedir la entrada de alimentos, fármacos y agua para que los sobrevivientes -miles heridos- mueran de infecciones y de inanición, asistencia que es uno de los mandatos de la ONU, será en adelante permitido.
¿Cómo hacer consistente ese criminal veto de los EE.UU. con el artículo 2 de la Carta de las Naciones Unidas según el cual la organización está basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus miembros? ¿Y la Corte Internacional de Justicia? Su respuesta a la demanda de Suráfrica apoyada por numerosos países con aplastante evidencia del genocidio en curso, constituye una sangrienta burla. ¿Y la prioridad máxima del Consejo de Seguridad de mantener la paz y la seguridad internacional? Sí, pero para Palestina no.