POR RICARDO SÁNCHEZ ÁNGEL* /
Emma Reyes. Memorias por correspondencia, 2ª ed. Bogotá: Laguna Libros / Fundación Arte Vivo Otero Herrera, 2012. 198 páginas.
En enero del 2013, se publicó en el Anuario Colombiano de Historia Social y Cultura, de la Universidad Nacional de Colombia, volumen 40, número 1, una reseña de autoría del profesor Ricardo Sánchez Ángel sobre el libro Memorias por correspondencia, de Emma Reyes, que adquiere actualidad dado que, en Señal Colombia, ha comenzado una serie los domingos, a las 8:00 p.m., sobre la vida de esta importante artista colombiana. A continuación el texto del comentario bibliográfico.
La correspondencia de la bordadora y pintora Emma Reyes con Germán Arciniegas comprende 23 cartas, editadas en un total de 198 páginas de un volumen que resume los recuerdos de infancia, los encierros y ambientes hostiles y brutales en un inquilinato en la carrera Séptima, en el barrio San Cristóbal de Bogotá, en una casa en Guateque (Boyacá), en un hotel miserable en la Estación de la Sabana en Bogotá y en un teatro en Fusagasugá.
La culminación de esta saga, junto con su hermana mayor, Helena, se da en un convento en las afueras de Bogotá. Cada nuevo espacio, cada nuevo “hogar”, es recordado en su singularidad, con suficiencia descriptiva. El lector se traslada a la época y a diversos lugares, a los recuerdos vivos de los cuatro y cinco años, lo cual constituye un suceso extraordinario que la autora le comenta como tal a su destinatario. Si Emma Reyes nació en 1919, la historia narrada en sus cartas comienza en 1923, es decir, la década de los veinte, y termina en la primera mitad de los treinta. La clave de esta virtud memoriosa puede considerarse como una consecuencia de su largo monologo interior.
La formación sentimental de Emma Reyes en su infancia es la desolación y la ignorancia, incluyendo el analfabetismo. En dicha formación se involucran el convento de monjas, la Orden de San Juan Bosco, las salesianas especializadas en la fabricación de bordados, lavado y oficios de ropa para clientes ricas, al igual que para sacerdotes, obispos y militares, en un tupida red del negocio de las confecciones. Significan un encierro fabril, jornadas de diez y más horas de trabajo vigilado y con duros castigos por las infracciones al reglamento. Así comienza la carta No. 11: “En este convento no había niñas, era un convento donde hacían monjas; las había muy jóvenes pero eran todas novicias y a nosotras no nos permitían estar con ellas. Solo teníamos derecho a estar en el primer patio, que era el de la portería y donde estaban las salas de visitas”. (p. 81).
La autora nos recrea las costumbres del convento en materia religiosa, el ambiente mezquino y de clausura, de discriminación y favoritismo, de ambiguo paternalismo. Así pues, la contracultura de las niñas consistía en utilizar cualquier oportunidad para hablar entre ellas, conocerse, inventarse mundos fantásticos para resistir el terrible silencio obligatorio, regla de oro del dominio conventual.
Hay picaresca en las cuitas de Emma Reyes, como la maravillosa descripción del Demonio en el convento, personaje favorito por ser el reverso de Dios en las prédicas de la Madre Superiora y en los sermones de los curas oficiantes de las misas. Era tal la elocuencia, el histrionismo con que se representa la presencia del Demonio, que la sugestión no solo propicia el miedo aterrador en las niñas, sino que, virtualmente, lo instala como un personaje cotidiano del convento, que llega a encarnarse en el obispo y en una de las monjas. Igual puede decirse de la decisión de Emma de hacerse monja, porque: “Tal vez sería más fácil y tal vez podría llegar a ser santa como Santa Teresa” (carta No. 18, p. 161).
Cuando Emma Reyes escribe estas cartas, entre 1969 y 1997, ya había frecuentado autores y obras de arte, era reconocida como una destacada artista de la pintura, a quien le sirvió mucho llegar a ser la bordadora más importante del convento. Además, según cuenta Arciniegas en su articulo “De Flora Tristán a Emma Reyes”,** esta memorialista era una estupenda conversadora, vital, ingeniosa, informada, que expresaba rebeldía y creatividad. Al relacionar a Emma Reyes con Flora Tristán, Germán Arciniegas da en el clavo. Las experiencias de estas dos mujeres en su trajinar por la vida y sus miserias las acerca, su ánimo e inspiración en escribir sus recuerdos son similares, y la perspectiva desde donde escriben es notable. Son luchadoras y escritoras. Emma, bordadora y pintora, escritora epistolar. Flora, libertaria de las mujeres y de los trabajadores, escritora y apasionada luchadora política.
Emma Reyes está situada en su mundo en estos recuerdos infantiles, no soslaya nada, es clara y tierna en su escritura, describe la tristeza con dignidad, mucha dignidad. Logra un fresco literario en sus memorias, bello y brillante.
El enfoque conceptual de Emma Reyes no necesita ser inferido o adivinado, ni acepta maquillaje. No deja sacar su literatura de sus convicciones más arraigadas.
Debió divertirse mucho cuando en la carta No. 17 a Germán Arciniegas escribió seriamente: “Ese día me di claramente cuenta de que en el Convento, como más tarde lo comprendí en el mundo, la humanidad se dividía en clases sociales y el poder solo lo podían tener los de las clases privilegiadas. Sor María Ramírez nunca hubiera podido hacer la vida que llevaba Sor Evangelina. Ella vivía tan ignorante de lo que se pasaba entre Sor Evangelina, la Srta. Carmelita y la directora como nosotras. Ella, como Sor Honorina y Sor Inés y Sor Teresa, era simplemente la esclava de las otras y esa visión se me fue aclarando y confirmando cada día más. Esas tres señoras representaban la aristocracia y el resto éramos la chusma” (p. 153).
Emma tiene la mirada y la pluma agudas, muestra las figuras del trafico infantil, del abandono realizado por notables y el papel de las cuidanderas, desnudando el patriarcado irresponsable, con su clasismo y racismo. Para el historiador, queda la intriga por conocer las respuestas de Arciniegas a Emma, el corresponsal que ella escogió para recordar, aunque esta curiosidad no condiciona en nada la calidad de estas memorias.
La última carta se despide con este párrafo, que condensa la entrada al mundo de la vida y la libertad: “Antes de ponerme en marcha hacia el mundo me di cuenta que ya hacía mucho tiempo que yo ya no era una niña. En la calle no había nadie, solo dos perros flacos y uno le estaba oliendo el culo al otro” (p. 192).
Eduardo Caballero Calderón publicó sus memorias***, en un logrado libro en que describe su mundo aristocrático y el derrumbe que se está viviendo. Emma Reyes nos da sus memorias, parias y plebeyas, sobre la misma época. Dos escritos paralelos que enriquecen la compresión de esos tiempos. Las de Emma Reyes colocan en el centro del asunto a las mujeres en la historia, en singular y colectivo, con un yo femenino.
Las epístolas de Emma Reyes, con buen criterio editorial, se publican acompañadas de 13 dibujos suyos, enviados por la autora en distintos momentos a su corresponsal, tal composición enriquece el breviario. En su independencia, pintora y escritora se acompañan. Parecen fantasmas de la niñez de la artista, en que se dibujan figuras duras, que no dan asomo de ternura, sino la presencia hierática de la niñez abandonada. Alegoría de la infancia de Emma y Helena, con la crueldad de la realidad que la artista no quiso maquillar. Hay dos excepciones: el dibujo 12, en que hay ternura en la mujer que carga un niño (¿el hijo de Emma asesinado?); la otra, una pareja, en que una joven abraza a un hombre con esperanza. Un retrato de Emma del pintor Alejo Vidal Cuadrado, el cual se encuentra al final de estas Memorias por correspondencia.
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*Profesor emérito Universidad Nacional de Colombia; Director del Doctorado en Derecho de la Universidad Libre.
** El Tiempo [Bogotá] 9 ago. 1993. Este artículo figura como anexo al libro, 195-197.
*** Eduardo Caballero Calderón, Memorias infantiles 1916-1924 (Bogotá: Panamericana Editorial, 2005).
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