Latinoamérica y el Caribe: nueva correlación de fuerzas

POR JUAN DIEGO GARCÍA /

Las fuerzas sociales y políticas de la izquierda latinoamericana y caribeña tienen ante sí enormes desafíos pero igualmente elementos positivos que pueden aprovechar para avanzar en el camino de la emancipación social y la independencia nacional. En el plano interno la tarea está clara pues el diagnóstico de los problemas es amplio y suficiente. Se trata de democratizar sobre todo la propiedad y las formas de participación política con reformas que permitan avances en la superación de las enormes desigualdades económicas propias del sistema, intensificadas en forma dramática por el modelo neoliberal vigente en la región. Se trata igualmente de reformar de manera radical los sistemas de participación social y política  avanzando en su real democratización. No solo es enorme la desigualdad en la distribución de la riqueza sino que las llamadas democracias representativas no son más que un sistema para garantizar los monopolios de todo tipo de las oligarquías tradicionales y de las recién surgidas, como ocurre con  la economía del narcotráfico en Colombia, por ejemplo. Aunque se las denomina democracias, en aspectos decisivos están muy lejos de un funcionamiento acorde a la  modernidad y menos aún en correspondencia con los valores liberales que se predican. La actual crisis del neoliberalismo ha llevado al caos a estos regímenes y ha permitido que fuerzas sociales y políticas de izquierda y de centro accedan al gobierno y puedan avanzar también  en las esferas del poder real, esto es, limitar en lo posible el control de los principales resortes de la economía por parte de las clases dominantes, conseguir democratizar el aparato estatal (funcionarios civiles y militares, sobre todo) y hacer presencia decisiva en los medios de comunicación de masas, un poder efectivo de gran importancia para evitar las manipulaciones y las campañas de sabotaje de la derecha.

Desde esta perspectiva es decisivo que las fuerzas del cambio promuevan todo lo que sea posible la propiedad estatal de esos recortes claves de la economía; se trata sin duda de consolidar formas de capitalismo de Estado, pero bajo el control y orientación de gobiernos populares; además, se trata de devolver al Estado la capacidad de intervenir en el funcionamiento de la economía superando el principio neoliberal de dejar al mercado la hegemonía en la toma de decisiones (qué producir, cómo distribuir), de forma que los intereses de las mayorías sociales predominen siempre, como se supone que debe ser en un orden democrático y moderno. Al mismo tiempo, y dada la extensión de la mediana y pequeña propiedad capitalista en el tejido empresarial de estos países, desde el gobierno resulta indispensable que la izquierda y el centro promuevan una alianza con estos sectores. Limitar las formas más brutales del actual libre cambio y tender a su superación beneficia a esos empresarios medianos y pequeños que se ven arruinados por la dura competencia de los productores extranjeros. Formas adecuadas de proteccionismo resultan indispensables; políticas de esta naturaleza son practicadas por las economías metropolitanas. ¿Por qué no deberían hacer lo propio los gobiernos de progreso que se proponen modernizar y democratizar sus países? Proponerse un desempeño independiente en el mercado mundial (en toda la medida en que sea factible) debería ser uno de los objetivos estratégicos de los gobernantes de progreso y democracia en esta región. La aparición de nuevas potencias mundiales no excluye por supuesto que existe el riesgo de una reproducción de las formas tradicionales de vinculación al mercado mundial, en este caso, con las potencias emergentes. Pero si se puede negociar con varias potencias en lugar de una sola sin duda se multiplican las posibilidades de  decidir con mayor autonomía qué se va a importar y qué se va a exportar, no menos que decidir en mejores condiciones asuntos claves como la deuda externa, la inversión extranjera y otros temas similares que constituyen hoy por hoy mecanismos mediante los cuales el capitalismo mundial extrae buena parte de la riqueza nacional de estos países.

Ampliar todo lo que sea posible un sistema democrático asegura el respaldo social fundamental a cualquier proyecto de progreso. Es necesario apoyar a las instituciones tradicionales de las fuerzas populares (sindicatos, sobre todo) tan duramente golpeadas –y en algunos casos prácticamente exterminados- por la estrategia neoliberal, en unos casos mediante cambios en el régimen legal, en otros simplemente por el asesinato sistemático de sus dirigentes. Pero al mismo tiempo resulta indispensable mejorar y ampliar la organización del llamado pobrerío, esa inmensa masa de excluidos y marginados que en tantas ocasiones constituyen buena parte de la población de estos países y que protagonizan también las luchas sociales de manera decisiva. Las recientes victorias de fuerzas políticas alternativas en esta región (las más recientes en Colombia y Brasil) han tenido en estos amplios colectivos de pobres y marginados uno de los factores decisivos. Conseguir formas de participación que sean permanentes e identificadas con un programa de reformas básicas –como empleo, educación y salud- es sin duda la tarea más urgente de la izquierda. La participación electoral y la permanente movilización social resultan formas que aseguran una gestión adecuada de la política para conseguir la necesaria correlación favorable de fuerzas. Basta solo con observar cómo la derecha no solo pugna por la mayor representación posible en las instituciones (no siempre con métodos civilizados y democráticos) por la vía electoral sino que busca movilizar a los más amplios sectores que le resulte posible, incluyendo por supuesto a grupos de las clases medias y de los mismos sectores populares. En unos casos porque aunque esa clase dominante es infinitamente minoritaria, consigue la adhesión de sectores no desdeñables de esas clases medias, no menos que de grupos populares de muy baja cultura política o literalmente obnubilados por mensajes primitivos, campañas religiosas pre-modernas y contrarias a todo discurso racional (ese “opio  del pueblo” del que hablara el filósofo de Trier).

La izquierda tiene otra tarea  decisiva para poder operar con éxito: su propia organización y la formulación no solo de un programa inmediato sino sobre todo del objetivo estratégico que permita superara el capitalismo y echar las bases de un orden social esencialmente nuevo. El panorama es sin embargo de divisiones y enfrentamientos; de un sectarismo apenas apaciguado, de poca o ninguna disposición a  leer críticamente la experiencia del movimiento obrero y popular del pasado; todo ello es un obstáculo que se debe superar para poder hacer frente a los retos del presente. El debate sobre la organización  -llámese partido o como se crea más conveniente- no puede olvidar el sacrificio y la entrega de generaciones enteras de camaradas y compañeros que dieron lo mejor de sí en aras del socialismo. El debate sobre el orden deseado (la necesaria utopía) no debe desconocer los avances de todo tipo que el movimiento obrero y popular han conseguido tras casi dos siglos de luchas contra el capital: comunistas, socialistas, anarquistas y utopistas cristianos no lucharon en vano. Todo lo que se tiene hoy no ha sido regalo de la burguesía sino fruto de sus luchas, con errores y aciertos, y por tanto es un reto para la izquierda recoger ese legado. El “adanismo” no es bueno; solo el adanismo de Carpócrates sería aceptable para quien desee rezar desnudo y ejercer libremente sus deseos carnales, con propiedad comunitaria y con pleno ejercicio de la democracia.

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