
POR DIANA CAROLINA ALFONSO /
Los mercenarios colombianos son la fuerza de choque más barata y mejor calificada en los frentes de intervención de la OTAN y sus aliados en Oriente Medio.
Según reportes del Center for Strategic and International Studies (2024), entre 500 y 1.500 mercenarios colombianos habrían combatido en Ucrania desde 2022, muchos de ellos reclutados por empresas israelíes o polacas. Otros 300 se encontrarían combatiendo para las Fuerzas de Apoyo Rápido en Sudán, un regimiento paramilitar que recluta militares extranjeros a través de empresas privadas de seguridad, como Global Security Service Group, con sede en Emiratos Árabes Unidos.
La participación de mercenarios colombianos en conflictos internacionales ha venido en ascenso desde la Primavera Árabe (2010-2011). Esta empresa, vinculada al Gobierno emiratí, fue señalada por la ONU en 2021 por llevar a cabo reclutamientos irregulares en Libia.
Mercenarismo: la cara renovada de la colonización

El mercenarismo colombiano es una expresión contemporánea de las guerras de colonización de nuevo tipo. Las causas internas resultan evidentes al analizar la evolución del paramilitarismo y las condiciones económicas de los exmilitares.
Las fuerzas de seguridad colombianas han sostenido prácticas paramilitares que han mutado desde los años cuarenta. ‘Chulavitas’, ‘chulos’, ‘pájaros’, ‘paras’ y ‘paracos’ son algunos de los eufemismos que las poblaciones afectadas han utilizado para evitar el señalamiento directo y sus implicaciones. Las relaciones paramilitares entre el Ejército y la Policía colombiana han sedimentado una práctica sistemática de sometimiento territorial, basada en la asimetría y la desposesión.
Figuras históricas como Víctor Carranza, el conocido esmeraldero conservador que financió a las primeras organizaciones chulavitas y a los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) implicados en el genocidio contra la Unión Patriótica (UP) en el Alto Ariari, demuestran la persistencia histórica de un bloque paramilitar cuyo objetivo principal es el control territorial (rutas estratégicas, acceso a bienes comunes, concentración de tierras, entre otros).
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Militares y paramilitares comparten entrenamiento en tácticas de contrainsurgencia y guerra asimétrica, y su operatividad depende, en muchos casos, de la cooperación mutua. En el caso de las Fuerzas Militares, los hombres suelen pensionarse a temprana edad, entre los 45 y 50 años; una edad tardía, sin embargo, para emprender una nueva vida laboral. Los salarios son bajos y las pensiones, aún peores. Mientras un conscripto puede recibir aproximadamente 125 dólares mensuales, un soldado profesional puede alcanzar hasta 770 dólares. Al pensionarse, los soldados profesionales apenas reciben el 75 % de ese salario ya de por sí insuficiente.
La precaria situación que enfrenta esta base de personal militar —muchas veces entrenada en tácticas que rozan o implican crímenes de guerra— los hace especialmente susceptibles a ofrecer sus servicios en el extranjero. Mientras un mercenario colombiano en Ucrania puede ganar entre 2.000 y 5.000 dólares mensuales, su salario en Colombia es, al menos, diez veces menor.
Una historia no muy reciente
El «guerrerismo periférico» debe entenderse y explicarse a partir de las necesidades geográficas de intervención neocolonial de Estados Unidos. En Colombia, la militarización de las relaciones sociales es una consecuencia directa de esta dinámica, no su causa.
Más que por la atención a su conflicto interno, la Doctrina de Seguridad Nacional, instaurada por el hegemón del norte, encuentra en Colombia una peculiar aplicabilidad al tratarse del único país de América Latina que sintetiza tres de los principales accesos geoestratégicos del hemisferio: bioceánico, interamazónico e interandino. Desde Colombia se puede acceder al Canal de Panamá, a los océanos Pacífico y Caribe, a la espina dorsal andina, al gran Amazonas y a las costas de Nicaragua y Haití.
Si bien Brasil posee la mayor extensión de fronteras terrestres y Canadá domina en términos de costas marítimas, es Colombia quien concentra la mayor variedad y cantidad de accesos en la región, tanto marítimos como terrestres. La narrativa que explica las motivaciones detrás de la intervención militar estadounidense en los tres pasos geoestratégicos cruciales para la humanidad —Egipto, Israel y Colombia— suele omitir el peso estratégico de su geografía, oculto bajo fachadas como el control comercial, la lucha contra el terrorismo y la infalible “exportación de la democracia”.
Desde los años ochenta, diversas escuelas económicas y sociohistóricas han intentado analizar las motivaciones del «conflicto interno» colombiano como un fenómeno circunscrito a sus fronteras. Sin embargo, su error de base persiste: si bien se lo denomina «interno», el conflicto colombiano es, en realidad, el más poroso de la región en términos fronterizos e internacionales. Su transnacionalización no solo fue temprana, sino también sostenida.
Esta condición se vincula con las históricas alianzas de Colombia con Estados Unidos, que le permitieron participar —militar y diplomáticamente— en conflictos internacionales clave para la geopolítica estadounidense: desde la Guerra de Corea (1950-1953) y la Crisis de Suez (1956), pasando por la Crisis del Congo (1960-1964) y el Conflicto de Chipre (1964-1993), hasta la Guerra del Golfo (1990-1991) y las misiones de observación de la ONU en Centroamérica (1980-1990).
Cómo el Plan Colombia creó una generación de soldados descartables
Tras la firma del Plan Colombia (2000), Colombia se convirtió en el país que más apoyo militar recibió de Estados Unidos en América Latina, y en el tercero a nivel global, solo precedido por Israel y Egipto. Esta tríada, sin embargo, sufrió importantes desbalances a raíz de las intervenciones en Afganistán, Irak y Ucrania.
El mercenarismo colombiano se catapultó al extranjero con la consolidación del Plan Colombia (2000-2015), que incorporó a empresas privadas de seguridad estadounidenses. Northrop Grumman, Lockheed Martin, Blackwater y DynCorp International fueron algunas de las más beneficiadas.
En el caso de DynCorp, empleados de la empresa participaron en la compra y prostitución forzada de mujeres y niñas —algunas menores de edad— en burdeles de Bosnia y Kosovo, entre 1999 y 2001. La violencia sexual ejercida por personal extranjero también se replicó en Colombia, como lo demostró el historiador Renán Vega Cantor, quien documentó 53 grabaciones de abusos sexuales contra mujeres campesinas, indígenas y negras, vendidas por militares estadounidenses como material pornográfico.
Formados para combatir connacionales en nombre de la democracia, hoy muchos exmilitares colombianos alquilan sus fusiles al mejor postor en conflictos ajenos, mientras las grandes multinacionales de la seguridad, verdaderas ganadoras de esta industria gestionan la muerte desde sus oficinas en Emiratos y Wall Street.
De su paso por la tierra quedan las icónicas selfies al estilo Rambo antes de ser abandonados por sus contratantes, como ocurrió con los mercenarios capturados en La Guaira tras el fallido intento de magnicidio contra Nicolás Maduro en 2020, y con los sobrevivientes del linchamiento en las calles de Puerto Príncipe, Haití, luego del asesinato del presidente Jovenel Moïse en 2021.
Morir en Ucrania, en Sudán o en Libia es apenas el siguiente paso lógico para quienes ya fueron utilizados como instrumentos de despojo contra los más pobres en su propia tierra.
Diario Red, España.