POR MARCOS ROITMAN ROSENMANN /
Los golpes de Estado civil-militares han sido una constante en América Latina. Sirva como dato que, en el siglo XX, se produjeron un total de 325, sin considerar las intentonas fracasadas, las invasiones extranjeras y los ruidos de sable. Diríamos que no se trata de una excepcionalidad, por mucho que el discurso institucional los termine relegando a un pasado superado. La aparición de los llamados “golpes blandos” demuestra su recurrencia. En este sentido, debemos hablar de estrategias complementarias y no excluyentes. Chile es un buen ejemplo de este mecanismo que se mostró operativo en el golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional del presidente Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973.
En la actualidad, los llamados “golpes blandos” forman parte de los manuales de desestabilización conocidos como acciones “no violentas”. En este sentido, se trata de sembrar el caos y conspirar para, a continuación, llamar a las Fuerzas Armadas a recuperar el poder político para las plutocracias. En esta lógica, no existe un golpe de Estado militar o civil; es la unión de ambas variables lo que facilita su éxito. Sin unidad, el golpe de Estado está destinado a fracasar.
Seguramente nunca se cerró el ciclo de los golpes de Estado en América Latina. Una ilusión política quiso ver en el fin de la Guerra Fría el comienzo de una nueva etapa. En el horizonte se oteaba un futuro de paz, estabilidad política y crecimiento económico. El comunismo había caído en desgracia y el dispositivo para combatirlo: los golpes de Estado, perdían legitimidad. A partir de entonces se podrían utilizar mecanismos de guante blanco sin necesidad de recurrir a la violencia directa. Las presiones para derrocar un gobierno democrático entraban en la era constitucional. El golpe de Estado cruento y con las Fuerzas Armadas de protagonistas no era una opción viable. Hacer caer un gobierno por otras vías, aun siendo un golpe de Estado, no levantaría tanta suspicacia. Otras instituciones podrían ocupar el papel protagónico, los militares habían cumplido su misión en la guerra contra la subversión comunista. En el corto y medio plazos, los proyectos democráticos, socialistas, y anticapitalistas no aparecían en la agenda. El enemigo interno había sido neutralizado, cuando no reducido a su mínima expresión, por la vía del genocidio, la tortura y la desaparición forzada.
El libro que acaban de editar Teseo y Calas (junio de 2024) que lleva por título ‘Democracias asediadas. Golpes de Estado en América Latina (siglo XX y XXI)’ explora diversas dimensiones sobre este fenómeno político que rompe con las reglas democráticas, sus aplicaciones, sus efectos colaterales, el pensamiento económico-social que los motivó y sus impactos en el presente.
Los capítulos que integran la obra analizan visiones intelectuales sobre los golpes de Estado en el Caribe, los conceptos de paz y libertad que utiliza el Congreso por la Libertad de la Cultura, y las implicaciones y acciones de la Guerra Fría cultural en Centroamérica. Asimismo, se abordan los procesos de formación militar y de disputa hegemónica que llevaron a golpes de Estado en Bolivia y Perú tanto en el pasado como en el presente cercano, además de las razones discursivas que fueron utilizadas para justificar el derrocamiento de gobiernos civiles por parte de los militares en Chile (1973) y en Argentina (1976). También se analiza el papel de las mujeres en movimientos de derecha, se incluye una entrevista al escritor salvadoreño Horacio Castellanos y un epílogo que disecciona las nuevas estrategias golpistas puestas en práctica en América Latina en los últimos lustros.
Potenciar la doctrina neoliberal
Establecer sistemas políticos fundados en la economía de mercado, potenciar la doctrina neoliberal y no perder el tren de la globalización se convirtió en un dogma de fe a partir de las últimas décadas del siglo pasado. Los votos sustituyeron las botas y las urnas las metralletas. El ajuste político tendió a rehacer la dupla liberal-conservadora bajo la emergente nueva derecha. Mientras tanto, la Socialdemocracia ocupó el nicho de la izquierda, desplazando a comunistas y socialistas marxistas. El debate de las alternativas derivó hacia los pro y contras de la economía de mercado. Capitalismo con rostro humano o salvaje: Keynes contra Hayek.
El ciclo que se iniciara en Brasil, en 1964, donde se ubican los golpes militares de Argentina (1966), Bolivia (1973) y Uruguay (1973), no tendría continuidad en Chile. Ese mismo año, el 11 de septiembre, el derrocamiento del Gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular puso en escena otro proyecto político económico. Supuso refundar el orden y sentar las bases de un nuevo modelo. El general golpista Augusto Pinochet apuntalaría: “no tengo plazos, sino metas”. Sólo así se puede interpretar la derrota sufrida por la dictadura en el referendo de 1988. Perderlo, y acelerar la salida de Pinochet, era una opción contenida en la Constitución promulgada por la dictadura en 1980, buque insignia del actual sistema político chileno. Tras el triunfo del NO, mantuvo el cargo de Comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, cedió el poder formal, se trasformó en senador y declaró a los medios de comunicación: misión cumplida. Las Fuerzas Armadas podían volver a los cuarteles. Leyes de amnistía y negociaciones ocultas, les blindaban.
Si Brasil inauguró los golpes de Estado cívico-militares, en 1964, con las Fuerzas Armadas como protagonistas, sus ministros de Economía no rompieron el proyecto desarrollista de base keynesiana. La novedad la encontramos en el apartado represivo. Brasil tuvo el deshonor de practicar la tortura de forma científica y sistemática bajo el paraguas de la doctrina de la seguridad nacional. La técnica del Pau de arara (colgamiento de pies y manos) es su aporte. Dilma Rousseff, expresidenta de Brasil, derrocada por un nuevo tipo de golpe de Estado, fue una de sus víctimas. El Brasil de 2016 se convertía en guía para nuevos golpes de Estado. Ni Honduras (2009) ni Paraguay (2012) reunían todos los requisitos para considerarlo ejemplar.
Los golpes, hasta Chile, 1973, fueron receptores del Estado como actor, espacio geopolítico, donde la población civil era objetivo político y militar. El subversivo podía ser cualquier persona. Estaba camuflado en la familia, la escuela, el trabajo. Eran mujeres, jóvenes, hombres, madres, deportistas, estudiantes, campesinos, obreros, trabajadores de cuello blanco, intelectuales, artistas, etcétera. Los miles de asesinatos presentan esta dimensión de la guerra global contra la subversión comunista. Las dictaduras de ayer fueron conocidas como regímenes burocrático-autoritarios.
Un robo más limpio sin demasiados daños colaterales
Hoy, los golpes de Estado como en Brasil (2016) no conllevan la presencia de las Fuerzas Armadas, tampoco saca los carros blindados ni se bombardean palacios de gobierno. La nueva derecha prefiere recurrir a los poderes Legislativo y Judicial. Es un robo más limpio, sin demasiados daños colaterales. Pero no nos engañemos, siempre fue una opción, simplemente no pudieron practicarla. Hoy sí es viable.
En América Latina, la derecha jamás alcanzó los votos para controlar el parlamento con mayoría suficiente y poner en marcha el juicio político. Fue el caso de Chile. En marzo de 1973 se celebraron elecciones legislativas; la Unidad Popular obtuvo 44 por ciento de los votos, lejos quedaban los 2/3 necesarios para derrocar institucionalmente al presidente Salvador Allende. A lo más, lograron emitir proclamas llamando a las Fuerzas Armadas al golpe de Estado, legitimando su actuación. Eso aconteció en Brasil en 1964 y en Uruguay en 1973.
La entrada en escena de gobiernos populares y los llamados progresistas, a partir del triunfo de Hugo Chávez en Venezuela (1998), disparó las alarmas. Le siguieron Bolivia, Ecuador, Paraguay, Kirchner en Argentina, Lula en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay, sumándose los sandinistas en Nicaragua, el Frente Farabundo Martí en El Salvador y Manuel Zelaya en Honduras. El mapa neoliberal se resquebrajaba. Pocos previeron a finales del siglo XX la emergencia de proyectos anticapitalistas y contra el neoliberalismo. El fallido golpe de Estado en Venezuela, en 2002, supuso el retorno del golpe de Estado como dispositivo político.
El triunfo político y económico del neoliberalismo, considerado irreversible, había aparcado los golpes de Estado. ¿Para qué agitar su fantasma? Mientras no hubo alternativas, la derecha no hizo uso de ellos. Hoy se muestran imprescindibles para recuperar el espacio perdido. Brasil marcó el camino en 2016 contra Dilma Rousseeff, como hiciera en 1964. Acabar con el gobierno democrático fue su objetivo, y revertir las políticas sociales, de allí que fuera un golpe de Estado en toda regla.
La línea roja se ha cruzado hace décadas. La criminalización del pensamiento, la guerra global de carácter neocortical transforma cualquier proyecto emancipador en blanco y objetivo de las plutocracias y los poderes transnacionales que hoy dominan el mundo.
En este nuevo tablero geopolítico, las Fuerzas Armadas asumen una posición subordinada, aunque siguen considerándose salvaguardas de la patria y los valores cristianos de Occidente. Sus altos mandos no han dejado de conspirar y se sienten seguros en esta nueva posición, además de negociar su impunidad bajo la condición de no ser juzgados por crímenes de lesa humanidad, corrupción o torturas.
En esta lógica, si los objetivos de los golpes de Estado civil-militares consisten en torcer la voluntad popular y derrocar a gobiernos constitucionales democráticamente elegidos, suprimiendo derechos civiles, las organizaciones que pueden emprender su realización hoy se han multiplicado.
Los globalistas se han propuesto dominar el mundo y para ello no tienen empacho en contraponer los derechos humanos y defender los derechos del capital y la economía de mercado. En esta dinámica, el complejo industrial, tecnológico y militar impondrá su voluntad apoyándose en organismos internacionales como son la Troika europea, las agencias de capital riesgo, la banca de inversión, o las trasnacionales de la alimentación, la agroindustria, la minería y las nuevas empresas ligadas a la cibernética y la inteligencia artificial. Google, Facebook, Twitter, Amazon, Apple, Microsoft. Los nombres de Mark Zuckerberg, Bill Gates, o Elon Musk constituyen parte de este nuevo poder mundial, capaz de generar un totalitarismo de redes, en medio de la transición del capitalismo analógico al capitalismo digital. Así, los nuevos golpes de Estado se podrán llevar a cabo sin disparar un solo tiro. Ese es el verdadero peligro al cual nos enfrentamos.
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Democracias asediadas. Golpes de Estado en América Latina (siglo XX y XXI)