POR LUZ MARINA LÓPEZ ESPINOSA
En 1976 fue publicada en los Estados Unidos una novela que pronto alcanzó la categoría de “best seller”. Igualmente, tan pronto como 1978 fue llevada al cine interpretada por los rutilantes astros de Hollywood el británico Sir Laurence Oliver y el norteamericano Gregory Peck. También actuaron otros grandes como Bruno Ganz, James Mason y Ulli Palmer. El film tuvo clamoroso éxito comercial, lloviéndole a Oliver y a Peck las nominaciones, entre ellas a los Oscar y el Globo de Oro como mejores actores.
Falta decir lo principal de Los Niños del Brasil: su autor era el ya reconocido escritor Ira Levin, y lo más importante, se inscribe dentro de la oleada, torbellino y torrente de obras de todo tipo -novela, cine, dramaturgia, pintura, etc.– con las que han asfixiado al mundo en los últimos ochenta años convenciéndolo que el único crimen que ha conocido la historia de la humanidad fue el holocausto, y las únicas víctimas, los judíos. No existió nunca la persecución contra los cristianos, los protestantes ni contra los musulmanes llamados moros, ni el exterminio de los millones de nativos de los pueblos precolombinos. Tampoco la esclavitud de millones de negros africanos, ni las barbaries cometidas en el Congo belga. Y más acá, no existió la monstruosidad de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, las guerras de agresión contra Corea, Vietnam y Camboya, las sanguinarias dictaduras latinoamericanas, ni la invasión y destrucción justificadas en mentiras de Irak y Afganistán. Tampoco el horror del genocidio de 800.000 tutsis en Ruanda. La única aberración fue la de Hitler, todo lo demás, parte sin novedad. Esos otros millones de vidas destruidas y esclavizadas, no cuentan.
Pues bien, tal el marco de Los Niños del Brasil. Y aunque el libro y la película son importantes, no hay duda de que determinante en su éxito, fue la maquinaria de propaganda sionista que se ha encargado de producir ese efecto de magnificar y hacer exclusivo lo de ellos, mientras minimiza y escamotea lo otro. Y sobra decir, eso, lo otro, es más mucho más.
Bueno: ¿pero de qué tratan el libro y la película? En verdad una muy interesante trama. Ezra Liebermann un fanático cazador de nazis personificación evidente del real Simón Wiesenthal, se dedica a su oficio, Y en él, por casualidad le llegó la información de que el doctor Joseph Mengele el famoso médico de los nazis a quien se le atribuyen sórdidos experimentos con los prisioneros de los campos de concentración, vivía refugiado en una zona selvática del Brasil. Esto sin embargo no es lo grave, ni crucial de la historia. Ello es, que allí en compañía de colegas también prófugos, Mengele había montado un gran laboratorio en el que logró algo imposible de concebir: como por su cercanía con Hitler contaba con tejido humano suyo, alcanzó la hazaña que en la realidad científica el mundo sólo conseguiría veinte años después, clonar esas células. En su caso, ¡en seres humanos! Y así había obtenido el nacimiento nada menos que de ¡noventa y cuatro réplicas de Adolfo Hitler, en todo idénticas a él! En el momento que narra la novela, eran niños de trece años.
Después de múltiples peripecias y aventuras apasionantes de Liebermann por constatar esa para él excitante noticia que podría significar la resurrección del nazismo con 94 Hitler, da con Mengele y su gente. Y constata la veracidad de la noticia recibida, comprobando la existencia de esos noventa y cuatro niños, con la consternación que para él como judío eso le significaba, y el reto que le significaba como ardoroso caza nazis. Que no era otro que el de destruirlos.
Pues bien, ese el quid del libro y la película. Pero ¿a qué viene esto? ¿Para qué traerla a colación en este momento en el que el mundo vive el horror del genocidio en Gaza? ¿Qué tiene que ver en particular con los niños de Gaza? Mucho; demasiado.
Como dijimos, el libro se inscribe en la exacerbación el holocausto haciéndolo la única atrocidad que ha conocido la humanidad, campaña propagandística con la que el sionismo internacional reclama fueros y privilegios a los que jamás tendría derecho ningún otro grupo ideológico, cultural, político o religioso. Y en ese marco, pretendiendo eso, paradoja extraordinaria, Los Niños del Brasil termina siendo la más formidable, demoledora y justiciera reprobación del sionismo y sus espantables crímenes contra la humanidad.
¿Por qué lo anterior? Por la maravillosa fortuna para la circunstancia en estos 2023 y 2024 de oprobio y olvido, de que herido y al borde de la muerte el protagonista Ezra Liebermann, un colaborador le pide la lista de los noventa y cuatro niños clones del mismísimo Adolfo Hitler, para la ineludible tarea de matarlos. ¿Y que hace Liebermann?
¡Destruye la lista! El gran cazador de nazis Ezra Liebermann no estaba dispuesto a que otro cazador los matara. Son niños inofensivos arguye. Y la más alta y esencial moral les debería a ellos imponer no igualarse a los nazis matando niños.
Como hemos dicho, sin proponérselo, el libro resulta siendo la más soberbia reprensión y descalificación del sionismo, personificado éste en el reconocido monstruo que es Benjamín Netanyahu y su gabinete de muerte, asesinos de alrededor 16 mil niños, incontables más muertos de hambre e innúmeros agonizando bajo sus casas derruidas.
Esta inesperada paradoja, a falta de algo efectivo por esas también víctimas del indiferente desprecio de los poderes del mundo, nos da ocasión para este homenaje a las y los niños de Gaza cuyo martirio supera lo que puedan decir las palabras. Como faltan en los idiomas de la tierra, las justas para describir la maldad de quienes tal crimen cometen. Porque ante atrocidades como el masivo asesinato de niños, los grandes pensadores apenas aproximan una explicación. Así, Thomas Paine: “Una mala causa será defendida siempre con malos medios y por hombres malos”; y J. W. Goethe: “La maldad no necesita razones, le basta un pretexto”. Baste oír las justificaciones que hace Benjamín Netanyahu de su Genocidio, para ver la sapiencia de esas sentencias.