POR GILBERTO LOPES /
Independientemente de otros factores, la globalización tiene principalmente dos motores: el comercio y la inversión extranjera. Promovidos por los tratados de libre comercio (TLC), la idea se vendió como un modelo ganar-ganar. Como decía el presidente George Bush, padre, el Nafta, el acuerdo de libre comercio de América del Norte, significaba mayores exportaciones; y mayores exportaciones implicaban más empleos. Todos ganaban. Parecía muy sencillo.
Pero, un cuarto de siglo después, está claro que ese optimismo no tenía fundamento, explica Gordon H. Hanson, profesor de política urbana, en la Harvard Kennedy School, especializado en comercio internacional.
¿Puede el comercio funcionar para los trabajadores?, se pregunta Hanson, en un artículo publicado en la última edición de la revista Foreign Affairs.
Y explica cómo funciona, en realidad, el mecanismo, y las consecuencias que tiene para los trabajadores: “muchos trabajadores norteamericanos sufrieron cuando empleos bien pagados en el sector manufacturero desaparecieron en la medida en que las empresas se iban al extranjero. Los que se las arreglaron para mantener su trabajo vieron sus salarios estancarse”.
Se podría pensar que si bien el Nafta (suscrito por Canadá, EE.UU. y México) no favoreció a los trabajadores norteamericanos, fue una ventaja para los mexicanos, hacia donde se habrían trasladado parte de esos buenos empleos. Pero a los 23 años de haber entrado en vigencia el acuerdo, una evaluación publicada en el periódico español El País, en agosto del 2017, señalaba que entre 1994 y 2016 el Producto Interno Bruto (PIB) per cápita de México había pasado de unos cinco mil dólares a poco más de 6.600 (a precios constantes del 2008).
Puede parecer mucho, “pero una tasa media de crecimiento ligeramente superior al 1% anual es bastante decepcionante para un país emergente que venía expandiéndose a un ritmo del 3,4% por año entre 1960 y 1980”, decía la nota. Si el TLC hubiese tenido éxito en solo mantener la tasa de crecimiento anterior, “México sería hoy un país de altos ingresos, significativamente por encima de Portugal o Grecia”.
El entonces secretario de Comercio mexicano, Jaime Serra Puche, aseguraba que el tratado permitiría cerrar, poco a poco, la brecha salarial entre México, Estados Unidos y Canadá. Pero los salarios en ese período solo subieron, en México, un 4% en términos reales, resultado de políticas de contención salarial aplicadas para atraer inversión extranjera, sobre todo de la industria manufacturera norteamericana, gracias a unos costos laborales notablemente más bajos.
Entre otros resultados de esa política, en 2016 la Cepal estimó la tasa de pobreza en México ligeramente por encima del 40%, mientras el uno por ciento más rico de la población detentaba “más de un tercio de la riqueza nacional”.
Promesas irresponsables
El escepticismo por la globalización que hoy predomina en la política norteamericana –dice Hanson en su artículo– se originó en las fallidas promesas de los años 90s sobre el libre comercio.
El Nafta había sido un esfuerzo bipartidista (empezaron la negociaciones en el gobierno republicano del primer Bush y concluyeron en el primer mandato de la administración del demócrata Clinton) y cuando entró en vigor, en 1994, en el gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari, la promesa era de que el país se transformaría en la próxima Corea del Sur.
Clinton no se limitó a alabar los beneficios económicos futuros que el tratado traería, sino que se permitió pronosticar “más igualdad, mejor preservación del ambiente y más posibilidades de paz en el mundo”. Grandes, pero irresponsables promesas, asegura Hanson.
Al final, “el Nafta hizo lo que los modelos económicos preveían: lograr modestos beneficios netos, sobre todo dando a las empresas norteamericanas acceso a componentes manufacturados a bajo costo, mejorando su capacidad competitiva en los mercados globales”.
Agotadas y fallidas las expectativas despertadas en esos años por las promesas del libre comercio, el escenario cambió rápidamente luego de la incorporación de China a la Organización Mundial de Comercio (OMC), en 2001, de la crisis financiera del 2008 y de la consecuencias todavía difíciles de precisar de la actual pandemia provocada por la Covid-19.
En Estados Unidos, las iniciativas propuestas por el presidente Joe Biden en su presentación al Congreso, la semana pasada, ofrecen un énfasis diferente, destacando enormes inversiones en obras públicas y medidas para aliviar la situación de las familias norteamericanas, afectadas por décadas de esa política neoliberal. Dos billones de dólares ya habían sido aprobados para recuperarse de la crisis de la Covid y Biden propone ahora otros dos billones dedicados a la reconstrucción de la infraestructura del país en los próximos diez años. Un programa que, para algunos, representa una redefinición del papel del Estado en la economía y el fin de las ideas neoliberales sobre el tema.
“Y ni siquiera se puede pensar que se haya acabado el estímulo, si se tiene en cuenta que, según David M. Cutler y Lawrence H. Summers, el costo total de la pandemia en Estados Unidos sería de unos 16 billones de dólares”, dijo el economista español Juan Torres López.
En todo caso, no faltarán resistencias en el Congreso, y no solo de los republicanos.
Devastación
Hanson describe los efectos que el proceso de transferencia de trabajos al exterior tuvo en un vasto cinturón industrial ubicado al sur de Virginia, Carolina del Norte, Georgia, Alabama y Misisipi, donde una industria manufacturera intensiva en mano de obra fue devastada por la competencia china y el traslado de la producción a países con mano de obra más barata.
Los efectos en México son también bien conocidos, con el crecimiento de las tensiones sociales, el crimen organizado y la violencia. La devastación provocada por esas políticas en América Latina se extendió, en todo caso, a otros países de este hemisferio.
En Colombia, por ejemplo, “el libre comercio trajo más violencia”, dice la periodista Genevieve Glatsky, en artículo publicado el mes pasado en la revista Foreign Policy.
Glatsky cuenta la historia del puerto de Buenaventura, en el Pacífico colombiano. Jhon Jairo Castro Balanta era un líder sindical portuario. En 2011, cuando se negociaba en Washington un acuerdo de promoción comercial entre Estados Unidos y Colombia, presidía el sindicato de trabajadores del puerto y le correspondió testificar ante el Congreso norteamericano sobre las condiciones laborales que prevalecían ahí.
Hoy, amenazado de muerte, está desde noviembre pasado en Nueva York, en espera de que se resuelva su petición de asilo. Glatsky afirma que fue desde ahí le realizó por teléfono la entrevista.
Por Buenaventura, una ciudad en el Valle del Cauca de poco menos de 500 mil habitantes, por donde transita más de la mitad del comercio exterior de Colombia, predomina el desempleo y la violencia de bandas armadas, asegura.
A medida en que se extendió el conflicto armado en el país, creció la población que buscaba refugio en el puerto, “muchos viviendo en la más abyecta pobreza”, dice Glatsky.
Desde que se privatizó el puerto, en 1993, los salarios se habían congelado, mientras aumentaban la “explotación, la tercerización, la discriminación, la humillación, y todo esto abusos”, denuncia Castro.
A los trabajadores locales los contrataban para tareas menores, a veces con jornadas de 24 o 36 horas seguidas, sin beneficios sociales, amenazados de muerte si se atrevían a organizarse en sindicatos, condiciones que retardaron la negociación del acuerdo con Estados Unidos.
Para facilitar su firma, los presidentes Barack Obama y Juan Manuel Santos firmaron un plan de acción sobre los derechos laborales, apoyado por la asociación de empresas colombianas y norteamericanas, cuyos voceros aseguraron que el acuerdo fortalecería las instituciones democráticas de Colombia, amenazadas por actores violentos –las guerrillas, los paramilitares y los narcotraficantes– y significaría “más trabajos legítimos y oportunidades”.
Una década después, ninguna de esas promesas se ha cumplido, asegura Glatsky. La violencia de las mafias, el desempleo y el narcotráfico crecieron. Más de 172 sindicalistas han sido asesinados desde que el acuerdo entró en vigencia.
En 2017 miles de personas tomaron las calles de la ciudad en protestas masivas, que se renovaron en diciembre y enero pasados, bloqueando el acceso al puerto, reclamando por las condiciones de vida y la falta de servicios básicos.
Protestas que se han extendido por todo el país desde el pasado 28 de abril, luego de conocerse los inicuos alcances de una reforma tributaria promovida por el gobierno ultraconservador de Iván Duque, que pretende recaudar 6.300 millones de dólares. El 73% de ese total será cargado a personas naturales y el resto a las empresas, según el ministro de Hacienda colombiano, Alberto Carrasquila.
En el puerto la violencia ha venido aumentando en la medida en que bandos armados se disputan el control de los terrenos hacia donde está prevista la expansión de sus instalaciones, indispensable para atender la demanda generada por los acuerdos de libre comercio que Colombia ha firmado con 17 países, incluyendo los Estado Unidos.
“Las protestas y la reciente ola de violencia es quizás lo que llevó el Departamento de Trabajo de los Estados Unidos a anunciar (solo una semana antes de finalizar el gobierno Trump) un acuerdo de cooperación por cinco millones de dólares para mejorar las condiciones de trabajo de los afro-colombianos en el puerto de Buenaventura y en otros puertos del país”, señala Glatisky.
La política como estafa
Las promesas sobre los beneficios de los tratados de libre comercio también animaron el debate en América Central, donde entró en vigencia a partir de 2006 un acuerdo entre los cinco países de la región y los Estados Unidos, a los que se sumó República Dominicana.
Costa Rica fue el último a poner en vigencia el acuerdo. Luego de una encarnizada resistencia popular, la decisión de adherirse se tomó en un plebiscito celebrado el 7 de octubre del 2007, en el que el gobierno logró imponer su criterio por 51,2% a favor del “Sí” y 48,1% a favor del ”No”, luego de una campaña sin escrúpulos.
Para poder doblarle la mano a quienes se resistían al tratado en Costa Rica el gobierno tuvo que utilizar todo tipo de armas, incluyendo amenazas hechas en las empresas contra sus trabajadores, amenazándolos de que perderían su empleo caso ganara el “No”. El entonces presidente neoliberal Oscar Arias prometía descaradamente, en medios de prensa, que “los que hoy vienen en bicicleta, con el TLC vendrán en motocicleta BMW, y los que vienen en un Hundai, vendrán en un Mercedes Benz. En esto consiste el desarrollo”, aseguraba.
Arias afirmaba que el TLC duplicaría la tasa de empleo, generando de 300 mil a 500 mil puestos de trabajo del 2007 al 2010, sin que nada de esto ocurriera al ponerse en vigencia el tratado.
Ya en 2007 un informe de grupos que acompañaban el desempeño del tratado señalaba que, al contrario de las promesas hechas antes de la votación en Costa Rica, el tratado no estaba trayendo prosperidad para los países firmantes, ni para sus poblaciones. Los niveles de creación de trabajo eran decepcionantes y la migración seguía siendo la principal válvula de escape de la pobreza. Un proceso que se volvió, finalmente, una marejada incontenible, que ha transformado la presión en la frontera sur de Estado Unido en un quebradero de cabeza para Washington.
Seis años después, en 2013, la tasa de desempleo en el país, según la Encuesta Continua de Empleo del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC), era de 10,4%, cifra que estudios de la Universidad Nacional (UNA) elevaban a 18%. Ligeramente inferior a los 18,5% que se registra hoy, pero superior a los 11,9% anteriores a la pandemia.
Solo dos meses antes del plebiscito, ante la posibilidad real de perderlo, el gobierno implementó una de las campañas más vergonzosas en la historia política del país. En un documento enviado por Kevin Casas, entonces vicepresidente de la República, a Arias y a su hermano, el ministro de la presidencia, se sugerían diversos pasos para revertir esa tendencia.
El documento proponía, entre otras cosa, “estimular el miedo”, que definía como de cuatro tipos: a la pérdida del empleo, al ataque a las instituciones democráticas, a la injerencia extranjera, y al efecto del triunfo del “No” sobre el gobierno.
Y fue lo que hicieron en los dos meses que quedaban para el plebiscito. Luego divulgado por el Semanario Universidad, el documento quedó conocido en la historia política del país como el “Memorando del miedo” y el Vicepresidente tuvo que renunciar a su cargo, para iniciar entonces una destacada carrera en organismos internacionales.
El resultado es que el plebiscito permitió avanzar en las privatizaciones y en la concesión de obras públicas, sin que se hubiese podido reducir la pobreza, mientras crecía la concentración de la riqueza y la polarización social.
Enfrentado hoy a la crisis de la Covid, quedó en evidencia la importancia de la red pública de seguridad social, mientras el gobierno promueve la aprobación, en la Asamblea Legislativa, de un acuerdo con el FMI para enfrentar el creciente déficit fiscal, cuyo carácter no deja de asemejarse al colombiano: aumento de los impuestos para la población en general y rechazo a aplicarlo a las empresas, sobre todo a las instaladas en las zonas francas.
Empleos que no volverán
El presidente Biden aseguró, en su discurso ante el Congreso del pasado 28 de abril, que el programa de inversiones de su gobierno redundaría en la creación de “millones de puestos de trabajo bien pagados para los americanos”. Biden repitió unas 43 veces la palabra jobs (empleos) en su discurso.
Pero Hanson había advertido –en el artículo ya citado–, que los empleos perdidos en las regiones más afectadas por la competencia del libre comercio o de la automatización “no volverían”. Biden y su quipo deben ver bien qué puede hacer el libre comercio para ayudar a los trabajadores afectados por la globalización, agregó. Hacer creer lo contrario “solo provocará mayor desencanto y podría alimentar las protestas contra el libre comercio y la globalización”.
Pero Binden enfrenta también el desafío de redefinir su política hacia sus vecinos centroamericanos, que siguen presionando su frontera sur.
En 2015, en la Cumbre de las Américas celebrada en Panamá, Obama revisó los avances de un Plan llamado Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte centroamericano, conformado por Guatemala, Honduras y El Salvador, que Biden había estado supervisando. Era un intento de reactivar esas economías con un paquete de 750 millones de dólares en 2016, que se pretendía incrementar a mil millones en 2017, para frenar la inmigración hacia Estados Unidos. Sin ningún éxito, como sabemos hoy.
Trump detuvo, en 2019, gran parte de esa ayuda que Biden, en plena campaña, en octubre pasado, prometió aumentar a cuatro mil millones de dólares.
Inyectar miles de millones de dólares para reactivar el sector público, reconstruir la infraestructura, facilitar recursos para investigación en áreas tecnológicas de punta, rehacer alianzas para enfrentar China, encontrar soluciones para la presión migratoria en su frontera sur son algunas de la prioridades del gobierno Biden en un escenario muy distinto al que, hace unos 30 años, parecía prometer el libre comercio.
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