Medidas cautelares (para la Jueza)

POR JUAN DAVID CORREA

El 23 de julio de 1985, el juez Tulio Manuel Castro Gil salió a las diez de la noche de su oficina ubicada en los juzgados de Paloquemao. En la calle 19 abordó un taxi y le pidió al conductor que lo llevara a su casa. El taxi tomó la avenida Caracas. Unos minutos después, una ráfaga de metralleta mini uzi, acabó con su vida. Gil era el juez encargado de investigar el asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, ocurrido en 1984. Ese mismo año, el 6 y 7 de noviembre, el país asistió a la incineración del Palacio de Justicia, en el que pereció una brillante generación de abogados. Uno de ellos fue Carlos Horacio Urán, a quien las fuerzas militares sacaron vivo del Palacio para torturarlo, volverlo a ingresar y, dentro de la edificación, tomada por el M-19, y retomada por el Ejército, asesinarlo a mansalva.

El 11 de octubre de 1987, en el municipio de La Mesa, Cundinamarca, dos hombres a bordo de un Renault 18 dispararon en contra del exmagistrado y candidato presidencial por la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal. El 18 de enero de 1989, una comisión judicial fue atacada en el municipio de Simacota, Santander, por paramilitares: doce jueces murieron en el hecho. Solo uno de los quince investigadores judiciales que entraron al parqueadero Padilla, en 1997, sobrevivió. (Allí encontraron los archivos de la contabilidad paramilitar que involucraba al gobernador de Antioquia de la época). Su nombre es Gregorio Oviedo. Tuvo que exiliarse entonces junto a su compañera Amelia Pérez —hoy directora de la Sociedad de Activos Especiales—. Desde 1979 a la fecha cincuenta y ocho jueces han padecido el destierro como único destino para proteger su vida. Lo llaman exilio, pero significa la pérdida de los puntos cardinales. 1487 acciones violentas se han producido en contra de funcionarios judiciales en el mismo periodo.

A los jueces, fiscales e investigadores los asesinan en Colombia ante la mirada impávida de una sociedad que reclama verdad, justicia y reparación, pero que muchas veces se olvida de que en cientos de lugares del país los jueces conviven, se transportan, comen y se sientan al lado de las organizaciones que investigan en lugares como Bahía Solano, donde los miembros del Clan del Golfo son pasajeros de la misma lancha en la que va el juez o la jueza de turno.

Nuestra clase política, como la del mundo entero, ha querido tomar por asalto el sistema judicial. No obstante, como lo dice el constitucionalista Rodrigo Uprimny, en una reciente conversación con la periodista María Jimena Duzán, en su programa ‘A fondo’, cada vez nuestra justicia produce mejores y más prontas decisiones. Hay fallos y urge una reforma, afirma, pero es posible concluir que hay garantías en un sistema que ha sido atacado con saña por periodistas, líderes políticos, líderes de ocasión y furibundos y desubicados seres humanos en las redes sociales.

La revista Semana fue capaz de enviar a un periodista para entrevistar a los vecinos, la familia y los amigos de la jueza Sandra Liliana Heredia a su lugar de origen en el Tolima, para estigmatizarla y perfilarla, convirtiéndola en un blanco fácil de un grupo de extremistas que, como Tomás Uribe, son capaces de insistir en que la denuncia que puso su padre, el expresidente Álvaro Uribe, en contra del senador Iván Cepeda, y todas las marrullas y protervas estrategias utilizadas por él y sus abogados, son válidas, y que la togada tiene una alianza con Iván Cepeda, a quien de manera infame y artera llaman «heredero» de las FARC.

Francisco Santos, exvicepresidente de la República de Colombia, expropietario del diario El Tiempo, ha sido capaz de decir que la jueza Heredia es incompetente e incapaz. Si ese es el nivel de quienes salen dizque a defender la democracia, desde los medios empresariales y desde las tribunas políticas, uno ya puede imaginar sus vidas y componendas privadas.

La estigmatización y el señalamiento en contra de Heredia fue motivo, el pasado 15 de agosto, de una petición por parte del Fondo de Solidaridad con los Jueces Colombianos (Fasol) —una organización creada a finales de los años ochenta con el apoyo del sistema judicial alemán—, a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), para que dicte medidas cautelares que obliguen al Estado colombiano a proteger la vida de la jueza y la de su familia, así como su libertad personal.

Después de todo el ruido, Heredia, como muchas y muchos de sus colegas, ha vuelto al anonimato: los vítores de quienes celebraron el fallo y el odio y la rabia de quienes la denostaron se han ido apagando: quedan entonces las mentes criminales de quienes saben que la venganza es un plato que se sirve frío.

Urge que la sociedad lance un llamado de alerta para protegerla, y rodearla. Son legítimas todas las discusiones legales que han aparecido en blogs, como el de el Externado, y en columnas de prensa sobre los argumentos expresados en el sentido del fallo y en la condena en contra de Álvaro Uribe Vélez, pero son espurias las expresiones que hoy quieren promover a Heredia, ante incautos niños y jóvenes, mujeres y ciudadanos del común que pasan sus vidas ante las pantallas de redes sociales entre 9 y 12 horas, con una atención y comprensión de menos del 10 % del tiempo, según Cifras y Conceptos, en una juez «guerrillera».

Todo pasa y todo queda, y lo que va quedando como simiente en la esfera pública es una nueva idea de que nada es lo que parece, de que siempre hay razones ocultas para todo, pero razones al fin y al cabo. «No estarían recogiendo café», dijo Uribe de los 6402 jóvenes civiles masacrados y presentados como bajas de combate. «Aliada de Petro», dicen ahora en su andanada.

Este país se acostumbró a la escandalosa idea de que podemos convertir la intimidación y el chantaje en una costumbre: nueve amenazas semanales reciben los jueces colombianos, quince permanecen en el exilio.

Gracias al carácter y verticalidad del senador Iván Cepeda y de la juez Sandra Heredia, el cuestionado líder de la ultraderecha colombiana Álvaro Uribe Vélez, comienza a transitar por los andariveles de la sanción tanto penal como moral ante sus abusos, desafueros y comisión de graves delitos.

Durante muchos años el silencio fue la estrategia de quienes sentían miedo ante la embestida de quienes chuzaban e infiltraban la justicia. «No pudimos volver a cine o a las caminatas que disfrutaba, porque su vida se llenó de amenazas. El miedo fue apenas la antesala de lo que todos sabíamos que iba a suceder», le dijo a El Espectador Claudia Valencia, hija del magistrado Carlos Ernesto Valencia, quien investigaba el crimen del director de ese diario, Guillermo Cano, también asesinado en 1987. «Solo le dieron un jeep viejo en el que lo veíamos partir todas las mañanas sin saber si volvía», dijo Alejandro, otro de sus hijos.

El miércoles 16 de agosto de 1989, Valencia también regresaba a casa, una casa que se había quedado vacía pues sus hijos y esposa debieron refugiarse en Guatemala. Recibió seis balazos. Caminó hacia la esquina de la calle 13 con carrera 16 con la dignidad como única compañera. Allí cayó al piso. Lo llevaron a la clínica San Pedro Claver. Murió a las 7:45 de la noche.

La jueza Heredia ha recibido mensajes anónimos, llamadas y mensajes que le advierten que no saldrá indemne. El Estado y la sociedad debemos protegerla.

Revista Cambio, Bogotá.