Medios de comunicación y redes digitales como recursos estratégicos de la dominación imperialista

POR ATILIO A. BORON

“La propaganda es a la democracia lo que la violencia a la dictadura”.

– Noam Chomsky

La sentencia del gran lingüista estadunidense ofrece un buen punto de partida para estas reflexiones que pretendemos volcar como insumos para una discusión no sólo crucial sino a la vez apremiante, porque en el mundo actual el dominio de las «conciencias y los corazones», como dicen los expertos en las guerras híbridas o de quinta generación, ha adquirido dimensiones y una profundidad desconocidas. En efecto, sus alcances van mucho más allá de lo que podíamos imaginar hace apenas una década en lo tocante a su capacidad para modelar y controlar las creencias, los deseos y la conducta de millones de personas.

Pocos ejemplos serían más ilustrativos que el siguiente para demostrar lo que venimos diciendo. En una audiencia ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos que tuvo lugar a comienzos de siglo, un miembro informante del Pentágono decía que «en el mundo de hoy la guerra antisubversiva se libra en los medios, y ya no más en las junglas y selvas o en los suburbios decadentes del Tercer Mundo». Ése, subrayaba el militar, «es el principal teatro de operaciones» (1).

Los Padres fundadores y la batalla de ideas en la actualidad

Esto tiene una larga historia: el control de la opinión pública por parte de los grupos dominantes fue motivo de preocupación de los padres fundadores de la Patria Grande. Simón Bolívar, por ejemplo, concebía a la «opinión pública como la primera de todas las fuerzas políticas», razón por la cual en 1817 le solicitó a uno de sus colaboradores, Fernando Peñalver, a la sazón exiliado en Trinidad, el envío de una imprenta «tan útil como los pertrechos militares» para difundir las ideas independentistas y republicanas. Por eso en su célebre discurso de Angostura sentenció que «nos han dominado más por la ignorancia que por la fuerza». En correspondencia con lo anterior, se comprenden las razones por las cuales, para esa misma época, José de San Martín hubiera procedido a donar algo más de 500 libros para fundar la Biblioteca Nacional de Lima, como antes lo había hecho en la ciudad de Mendoza, Argentina. Decía San Martín que la ignorancia era «la columna más firme del despotismo» ejercido por la corona española en América. Ya en las postrimerías del siglo XIX, José Martí recapitularía y profundizaría estas enseñanzas de los padres fundadores al decir que las «trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras». Fidel Castro, digno heredero del Apóstol, convocó hace ya unos treinta años a librar la «batalla de ideas» al comprobar que el fracaso económico y político del neoliberalismo —premonitoriamente advertido por el líder cubano— no se traducía en Nuestra América en la conformación de un nuevo sentido común posneoliberal. Poco después sería Hugo Chávez quien recogería estas enseñanzas e hizo de la batalla de los medios y del perfeccionamiento de nuestra «artillería del pensamiento» un componente prioritario de su acción de gobierno y de su estrategia de lucha antimperialista a escala continental.

Fidel y Chávez eran conscientes de que las oligarquías mediáticas constituían una de las más graves amenazas que se cernían sobre el futuro de las democracias, no sólo en Nuestra América sino en todo el mundo. En efecto, su poderío incontrolado y su nefasto papel en los premeditados procesos de deseducación, alienación y embrutecimiento de la ciudadanía y su abandono de la función periodística a favor de una labor por completo propagandística, se erigían como formidables obstáculos para el avance de la conciencia antimperialista y anticapitalista. Es que junto con el capital financiero y los sistemas judiciales latinoamericanos —dominados por completo por las agencias estadunidenses después de más de veinte años de cursos de «buenas prácticas» organizados por Washington—, los medios de comunicación se convirtieron en una de las mayores amenazas que enfrentan las democracias contemporáneas. Tal cosa se comprueba hasta el hartazgo al observar la sistemática distorsión —cuando no férreo blindaje, las fake news o desinformación sistemática— ejercida por los medios para ocultar o minimizar la brutal represión perpetrada por la dictadura de Janine Añez, cuando se produjo el golpe de Estado en Bolivia en 2019; o la del régimen semidictatorial de Piñera en Chile en contra de manifestantes pacíficos durante las jornadas de octubre de 2019. O como se ocultaban los crímenes seriales en contra de militantes populares a manos de la «narcoparaco democracia» de Iván Duque, en Colombia; o se silencian por completo los meses de luchas de los haitianos en contra del neoliberalismo; o el arrasamiento del estado de derecho en el Ecuador perpetrado por el traidor y corrupto Lenín Moreno y su sucesor, Guillermo Lasso, que se dio el gusto de bloquear la excarcelación del exvicepresidente Jorge Glas dispuesta en dos ocasiones sucesivas por la justicia de ese país. La escandalosa corrupción del macrismo en la Argentina, no sólo del presidente sino también la del jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, sigue siendo cuidadosamente ocultada por los medios hegemónicos, socios del gigantesco saqueo iniciado a finales de 2015. Medios que también fueron cómplices de las fraudulentas maniobras que permitieron a Jair Bolsonaro hacerse de la presidencia de Brasil y que en México se ensañaron con la gestión de López Obrador desde el primer día de su mandato y que con el paso del tiempo no hizo sino agravarse. Medios, por último, que nada dicen de los Panamá y los Pandora Papers; o del latrocinio a escala planetaria de los paraísos fiscales; o de la injusta prisión de uno de los héroes de la libertad de prensa a escala mundial como Julian Assange; o por último, del interminable genocidio que Israel perpetra contra el pueblo palestino.

Facetas del «poder blando» y la construcción del intelectual complaciente

Tal como lo señalan los escritos de los estrategas imperiales, los medios de comunicación, y más recientemente las «redes digitales», han sido protagonistas fundamentales en los planes de desestabilización de gobiernos progresistas o de izquierda en todo el mundo (2). Allí donde el imperio a través de su propia tropa, sus mercenarios culturales y sus secuaces locales desata una ofensiva destituyente, los medios —y jueces y fiscales también— ocupan de inmediato los puestos de vanguardia. La demonización del adversario y su gobierno, su metódica difamación, la desinformación programada y aplicada en gran escala a través de la prensa, la televisión, la radio y las redes digitales son instrumentos decisivos en la creación del clima de opinión requerido para luego poder aplicar la violencia desnuda. La «artillería del pensamiento» tiene por función demoler los mecanismos de defensa de la población atacada, confundirla, hacerla dudar de sus gobernantes, llevarla a pensar que quizás sus atacantes tienen razón, que lo que están haciendo es una locura, una insensatez (por ejemplo, protestar contra una dictadura en Bolivia, un gobierno «democrático» en Chile, por la devolución de sus tierras en Palestina, por el fin de las matanzas en la Colombia previa al gobierno de Gustavo Petro); o que son pueblos que fueron gobernados por líderes irresponsables, populistas, ineptos y que sembraron el odio en sociedades otrora pacíficas y ordenadas y que esa pretensión de «cambiar el mundo» o combatir las inequidades de los mercados era un desatino que sólo podía terminar en el infierno.

Hecha esta tarea de «ablande» de las defensas culturales de una sociedad, utilizando los múltiples dispositivos del «poder blando» efectuados en contra de los países agredidos (equivalentes a los bombardeos que preparan el camino para el asalto frontal), el imperialismo lanza un ataque frontal y final para dar el tiro de gracia a los gobiernos enemigos. Así, para poder agredir impunemente y con la complacencia de la «opinión pública de Occidente» a Saddam Hussein, Basher Al Assad, Muammar el Gadaffi, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Miguel Díaz-Canel, Andrés Manuel López Obrador, Lula da Silva, Cristina Fernández, Rafael Correa, Evo Morales, Fernando Lugo, Mel Zelaya y tantos otros, primero hay que presentarlos ante la opinión pública mundial como corruptos jerarcas de infames regímenes violatorios de los más elementales derechos humanos y libertades públicas y, según los casos, como tétricas dictaduras o feroces estados policiales. Una vez que el ariete mediático perforó la muralla de la conciencia social, que envenenó con sus mentiras y «posverdades», que desmoralizó o al menos confundió a la población y a los cuadros dirigentes de las fuerzas sociales antimperialistas, el terreno para la ofensiva final está preparado.

Por supuesto que a estas alturas han colaborado en este empeño un enorme enjambre de agencias del gobierno de Estados Unidos: principalmente el Fondo Nacional por la Democracia y la Agencia para el Desarrollo Internacional, estrechamente articuladas con un enorme conjunto de ONG, las más de las cuales operan consciente o inconscientemente como peones en el tablero de ajedrez del imperio. Su misión es sembrar toda clase de dudas acerca de cualquier gobierno de izquierda, de todo proyecto emancipatorio o anticapitalista, siendo que el capitalismo ha sido por completo «naturalizado» como la proyección en el plano de lo social de la esencia irrefutablemente egoísta y adquisitiva del hombre. Tienen también por misión reclutar nuevos cuadros entre las filas de los dubitativos, los «persuadibles», los que en tiempos aciagos como éstos se declaran «neutrales» e «independientes» y que poco a poco son atraídos al campo imperialista por una variable combinación de premios, becas, viajes, distinciones, cargos y distintos tipos de retribuciones materiales y también simbólicas. Objetos privilegiados de estas ONG son la financiación y asesoramiento de fuerzas políticas proimperialistas. Un caso paradigmático es el de la acusación del presidente López Obrador a uno de los principales líderes de la oposición, Claudio Xavier González Guajardo, de haber sido financiado de forma ilegal por la embajada de Estados Unidos durante nada menos que una década (3). Casos como éste se repiten a diario en todo el mundo y no sólo en Latinoamérica y el Caribe, porque forman parte del arsenal del «poder blando» del imperio en su incesante afán por profundizar su dominio a escala planetaria.

Toda la parafernalia de agencias, ong, programas conjuntos e iniciativas bilaterales o regionales desplegada por Washington, no se limita a tratar de construir peones locales que refuercen su hegemonía. También, bajo una apariencia inofensiva, se despliegan proyectos encaminados a lograr la cooptación y conversión ideológica de actores u organizaciones progresistas o de izquierda —académicos, periodistas, juristas, intelectuales públicos en general— reclutados para atacar con particular saña y ferocidad a gobiernos o fuerzas políticas a las que antaño habían apoyado, o en algunos casos servido, y que hoy son blanco de sus fenomenales agresiones. Los nombres son archiconocidos y no viene al caso reiterarlos aquí. Mario Vargas Llosa es el caso estelar, pero lejos de ser el único, ni el primero (4). Pensemos que buena parte de la intelectualidad neoconservadora estadunidense de los años de Ronald Reagan (Irving Kristol, Daniel Bell y Seymour Lipset, entre otros) habían sido en los años treinta militantes en el trotskismo neoyorquino; o que antes de su escandalosa adhesión a la Forza Italia de Silvio Berlusconi, Lucio Colletti y María Antonieta Macchiochi habían sido dos eminentes figuras del marxismo italiano; o que el ultraneoliberal Plinio Apuleyo Mendoza haya sido en su momento uno de los primeros periodistas que se fue a Cuba, luego del triunfo de la revolución, para fundar Prensa Latina (5). En épocas más recientes, los chilenos Roberto Ampuero y Mauricio Rojas sobresalen por la virulencia de su conversión al anticomunismo militante, así como la del argentino Jorge Sigal, entre muchos otros (6). En México sobresalen los casos de Roger Bartra y Jorge Castañeda, como ha sido señalado en un artículo reciente (7). De forma más atenuada causan asombro las desastradas declaraciones de Rita Segato, Raúl Zibechi y los bolivianos Pablo Solón y Silvia Rivera Cusicanqui, negando la existencia del golpe de Estado en Bolivia en 2019 o atribuyendo la caída del gobierno de Evo Morales a «errores propios», ejemplo rutilante de la eficacia de la labor indoctrinadora y educadora de las ya mencionadas oenegés. También, la carta firmada por numerosos intelectuales «Por una solución democrática, desde y para el pueblo venezolano», supuestamente amenazada por la «dictadura» de Nicolás Maduro y que incluye algunos de los nombres más prestigiosos de la escena intelectual internacional. Sorprende, en todo caso, que el primer ítem de esta exhortación sea la condena del «autoritarismo del gobierno de Maduro» y que recién en segundo lugar propongan el rechazo de la muy reciente «autoproclamación de Juan Guaidó y la creación de un Estado paralelo» en Venezuela. No sorprende, en cambio, que las palabras «imperio»«imperialismo» o «bloqueo» brillen por su ausencia en ese extenso documento (8). En síntesis: la negación del imperialismo es el común denominador de esta «progresía neocolonial» que hoy en Europa defiende a capa y espada a la OTAN, la mayor organización criminal del planeta, concebida por esos intelectuales como un baluarte de la «democracia occidental» frente al idiosincrático despotismo ruso. Por eso con sus declaraciones aportan una brújula que me atrevería a decir que es infalible: pese a sus alambicadas elucubraciones y su retórica a veces revolucionaria, siempre se sitúan al lado del imperio y en contra de los gobiernos que son víctimas de sus agresiones y bloqueos.

Un burgués criollo visto por Quino.

La impostergable democratización de los medios de comunicación y redes digitales

Para resumir: los medios hegemónicos y gran parte de las ONG que actúan en la región (algunas de las cuales se mimetizan con las numerosas «iglesias neopentecostales» que proliferaron en los últimos tiempos) son un dispositivo fundamental para captar las conciencias y las voluntades de los intelectuales y desde allí proyectar una influencia ideológica aplastante sobre la sociedad civil, o si se quiere, el imaginario popular. En el caso latinoamericano, la lucha contra la hegemonía del neoliberalismo y las pretensiones restauradoras que intentan revertir la reaparición de un inesperado «segundo ciclo progresista» ha movilizado ingentes recursos del imperialismo y sus aliados locales.

En este contexto histórico, se impone avanzar en la progresiva democratización de los medios de comunicación y las redes digitales. Si el espacio público y los medios de comunicación que constituyen su sistema nervioso no pueden ser democratizados, la democracia política poco a poco se irá vaciando de contenido y se convertirá en una intrascendente rutina ciudadana castrada de potencialidades transformadoras.

Desgraciadamente, la izquierda demoró mucho en tomar nota de todo esto. Pero el imperio, por el contrario, siempre tuvo un oído muy perceptivo a la necesidad de controlar la conciencia de sus súbditos y vasallos, dentro y fuera de Estados Unidos. No de otra manera se puede comprender la temprana importancia asignada a los estudios de opinión pública y comportamiento de los consumidores por la sociología estadunidense desde los años treinta del siglo pasado en adelante. Estudios orientados a fines prácticos muy concretos: modelar la conciencia, los deseos y los valores de la población, en una escalada interminable que comenzó con investigaciones motivacionales para dilucidar los mecanismos psicosociales puestos en marcha en las estrategias de los consumidores en la sociedad de masas hasta llegar hoy a los focus groups y las sutiles e insidiosas tácticas del marketing neuropolítico y el uso de algoritmos para conocer qué es lo que quiere escuchar ya no el consumidor sino el electorado, quién quiere que se lo diga y cómo, y de ese modo garantizar que los personajes «correctos» y «aceptables» triunfen en las elecciones, fabricando candidatos con el perfil exacto de lo que anhela la amorfa y cada vez más «deseducada» ciudadanía.

En esta sorda pero dura «batalla de ideas», emprendida por el imperio antes que por la izquierda, el papel de los medios de comunicación es de excepcional importancia en las sociedades contemporáneas (9). Ahora bien, la eficacia manipulatoria de los medios creció paso a paso con su fenomenal proceso de concentración de la propiedad por dos razones: a) porque los medios se fueron aglutinando en un pequeño núcleo de propietarios —que luego se transnacionalizó— dotado de una capacidad de chantaje y extorsión que puede colocar a gran parte de los gobiernos de rodillas ante sus demandas; b) porque los contenidos que aquellos difunden y su organización y las características de su inserción en el éter están fuera de cualquier tipo de control democrático. Los monopolios mediáticos se escudan detrás de la defensa de la propiedad privada, la libertad de prensa y de pensamiento para desbaratar cualquier intento de regulación democrática de sus actividades. Aducen, también, que al ser entidades de derecho privado esos medios se deben encontrar a salvo de cualquier clase de fiscalización estatal que pudiera erigir trabas a su derecho a disponer de ellos de la forma que sus propietarios estimen más conveniente. Pero si bien son privados en cuanto al régimen que preserva sus relaciones de propiedad, por sus efectos y sus consecuencias son entes eminentemente públicos y por lo tanto deben ser sometidos a control democrático. Cabe recordar aquí las incisivas observaciones de Antonio Gramsci sobre este asunto, aplicado en su caso al papel público que tenían otras instituciones no estatales en la Italia de finales del siglo XIX, como la iglesia, y la necesidad de la fiscalización democrática de sus actividades educacionales. En el caso latinoamericano esta concentración se encuentra en los casos de Televisa y TV Azteca de México; O Globo y la Record en Brasil; Clarín y La Nación en Argentina; y El Mercurio y el grupo Copesa en Chile (10).

En relación a esta tendencia, que es universal, el cineasta y documentalista australiano John Pilger concluye que este proceso de acelerada concentración remata en la instauración de un «gobierno invisible» e incontrolable, que no rinde cuentas ante nadie y que actúa sin ninguna clase de restricciones efectivas o contrapesos a su enorme poderío: «Hay que considerar cómo ha crecido el poder de ese gobierno invisible. En 1983, 50 corporaciones poseían los principales medios globales, la mayoría de ellos estadunidenses. En 2002 había disminuido a sólo nueve corporaciones. Actualmente son probablemente unas cinco. Rupert Murdoch predijo que habrá sólo tres gigantes mediáticos globales, y su compañía será uno de ellos (11).

La concentración mediática se encuentra íntimamente asociada a la aparición del llamado «periodismo profesional», «objetivo» e «independiente», términos muy utilizados en el debate político latinoamericano a la hora de justificar la ofensiva destituyente que los grandes medios lanzan sobre los gobiernos progresistas de la región. Pilger lo relata de esta manera:

A medida que las nuevas corporaciones comenzaron a adquirir la prensa, se inventó algo llamado «periodismo profesional». Para atraer a grandes anunciantes, la nueva prensa corporativa tenía que parecer respetable, pilares de los círculos dominantes —objetiva, imparcial, equilibrada—. Se establecieron las primeras escuelas de periodismo, y se tejió una mitología de neutralidad liberal alrededor del periodista profesional. Asociaron el derecho a la libertad de expresión con los nuevos medios y con las grandes corporaciones.

Y la dependencia de este periodismo con el «pensamiento dominante» y los límites del «periodismo objetivo» queda en evidencia cuando nuestro autor recuerda que «numerosos periodistas famosos del New York Times, como por ejemplo el celebrado W.H. Lawrence, ayudó a ocultar los verdaderos efectos de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima en agosto de 1945». «No hay radiactividad en la ruina de Hiroshima» fue el título de su informe, y era falso. Se propalaba una espantosa mentira porque la creciente penetración de los intereses empresariales y de los gobiernos en las salas de redacción de la «prensa libre» (en este caso, el NYT), hacía que ciertas noticias se presentaran de un modo particularmente sesgado o simplemente no se dieran a conocer al público. Tendencia que si ya era perceptible a fines de la Segunda Guerra Mundial lo es mucho más en la actualidad, cuando los reportes de los diversos frentes de guerra en que se encuentran las tropas de Estados Unidos son todos, sin excepción, censurados previamente por el Pentágono. Ya no hay más fotos de soldados de Estados Unidos regresando en ataúdes a su patria, como sí las había durante la guerra de Vietnam. Tampoco imágenes que muestren los desastres de sus huestes en terceros países. La sangre y el lodo de las guerras que libra Estados Unidos en sus incesantes aventuras están cuidadosamente eliminados de las noticias. Las víctimas de la barbarie pentagonista son abstracciones, entelequias irrepresentables incapaces de suscitar dolor, ira o ánimos de venganza. La guerra en Ucrania ofrece un formidable ejemplo de esta desvirtuación del periodismo convertido en un arma para la batalla geopolítica que, como decíamos al principio, se libra en el privilegiado terreno de los medios. Maniqueísmo: los buenos de Occidente se enfrentan al perverso déspota ruso; rusofobia desenfrenada, que lleva a prohibir la publicación o circulación de libros de autores clásicos como Dostoievski o Chejov; torrentes de fake news, como la de esa atribulada madre sosteniendo en sus brazos a un niño recién nacido en brazos en el patio de entrada de un hospital destruido, supuestamente por los atacantes rusos. La investigación posterior demostró que el personal y los pacientes de ese hospital habían sido evacuados porque fue utilizado como un búnker por las tropas ucranianas. La foto era un cuidadoso mensaje, y casi nadie en el mundo se enteró o fue informado de la farsa (12).

Conclusión: no puede haber estado democrático o una democracia genuina si el espacio público, del cual los medios son su «sistema nervioso», no está democratizado. Son aquéllos quienes «formatean» la opinión política, imponen su agenda de prioridades y en algunos casos —no siempre— hasta fabrican a los líderes políticos (casos de Silvio Berlusconi en Italia; Peña Nieto en México y de Volodimir Zelenski en Ucrania) (13) que habrán de gobernar. La amenaza que la concentración mediática y su hegemonía plantean a una democracia es de extrema gravedad porque cristaliza, en la esfera pública, a un poder oligárquico inmune a cualquier tipo de control ciudadano. Un poder que a diferencia de los poderes formales del Estado –el Ejecutivo, el Legislativo y de modo más mediatizado el Judicial— no debe rendir cuentas a la ciudadanía y que llevado por la lógica de la lucha política más temprano que tarde se articula con los intereses empresariales dominantes y con el imperialismo. La oligarquía mediática, nueva fracción de la dictadura del capital, puede manipular sin mayores contrapesos la conciencia de los televidentes, los radioescuchas y las y los lectores de sus medios gráficos, instalar agendas políticas, satanizar a sus adversarios políticos o elevar por las nubes a quienes favorecen a los intereses dominantes, promover o abortar candidaturas e inducir comportamientos políticos de signo conservador o reaccionario, todo lo cual desnaturaliza a profundidad el proceso democrático.

Es obvio que las redes digitales podrían, en parte, servir para atemperar esta tendencia hacia la concentración mediática (14). Pero aún es incierto el modo en que pueden operar y su capacidad para servir de muro de contención a sus posverdades y fake news y difundir masivamente mensajes y contenidos alternativos. Pero lo que sí se sabe es que por ahora ellas también están bajo el control de una plutocracia empresarial cuya afinidad con los métodos y contenidos democráticos es apenas superficial, para ser suaves en nuestra crítica. Allí la censura ideológica ha perdido toda sutileza y es explícita, y los usuarios reciben instrucciones precisas que señalan los límites de lo que pueden hacer circular por las diversas redes, de lo que es «aceptable» y de lo que no lo es. Además, las sanciones a quienes transgreden sus reglas es terminante e inapelable, como cualquiera que las haya infringido seguramente habrá podido comprobar.

Por otra parte, si uno mira con cuidado los contenidos de las redes digitales, lo que se observa es que mayoritariamente lo que hacen es reproducir, aun de modo más grosero, la ideología dominante, una burda mixtura de consumismo, chauvinismo, misoginia, racismo y elitismo. Pero se trata de un fenómeno novedoso cuyo verdadero impacto cuantitativo y cualitativo aún es difícil de discernir. De todos modos, puede potencialmente convertirse en una nueva arma que los sujetos populares y antimperialistas deben aprender a utilizar, pues bajo ciertas condiciones pueden ser muy útiles. Por ejemplo, para circular noticias y novedades de interés para el campo popular ignoradas o sencillamente bloqueadas por los medios hegemónicos, y para coordinar las luchas de los movimientos populares mediante reuniones virtuales que en las empobrecidas sociedades latinoamericanos aquellos muchas veces no tienen condiciones de realizar de forma presencial debido a los costos de traslado, el alojamiento y la alimentación de sus miembros y otros gastos por el estilo. Este «asociativismo digital», potenciado durante el apogeo de la pandemia de la covid-19, fue producto de la cuarentena, el aislamiento preventivo que encerró en sus casas a millones de personas pero dialécticamente les enseñó el «arte de asociarse en la virtualidad», destreza que la burguesía cultivó con esmero para sí mientras lo combatía con denuedo cuando quienes querían ejercer esa práctica pertenecían a las clases populares (15). Ventaja organizacional de la clase dominante que es tan antigua, que en La riqueza de las naciones Adam Smith criticaba acerbamente el doble estándar valorativo mediante el cual el gobierno británico ilegalizaba a los sindicatos y las asociaciones obreras mientras toleraba que mercaderes, terratenientes y manufactureros conspiraran para reducir salarios y aumentar sus precios. Si el «asociativismo digital» llegara a combinarse con la movilización popular en las calles, la capacidad reivindicativa de los trabajadores podría verse extraordinariamente fortalecida y quedaría en condiciones de ejercer una influencia nada desdeñable en la reorganización económica y política en curso.

Ahora bien, ¿alcanza esto para combatir y neutralizar, al menos en parte, a los poderes mediáticos? Como en tantas otras cosas de la vida pública no basta con sancionar una ley que establezca la democratización del sistema de medios. Es importante pero insuficiente, como lo prueba hasta la saciedad el caso argentino con su Ley de Medios. Lo decisivo son varias cosas más. En primer lugar, comprender que para torcerle el brazo a los conglomerados monopólicos se requiere algo más que ganar una batalla dialéctica. La dictadura mediática se entrelaza y refuerza con la del poder judicial, que lawfare mediante puede llegar a esterilizar una ley aprobada casi por unanimidad por ambas cámaras del congreso, como lo comprueba la experiencia argentina. Segundo, es preciso impulsar con energía la aparición de nuevas voces desde el campo popular. La sola desmonopolización será insuficiente para democratizar a los medios si las organizaciones populares siguen sin producir un discurso propio y sin hacer oír su voz. Para eso es necesario que cuenten con múltiples recursos: desde dinero y equipamiento adecuado hasta formación técnica y político-ideológica. Sin esto no podrán hacer una diferencia en el sistema. Democratizar a los medios requiere por lo tanto de gobiernos que garanticen la sustentabilidad financiera de esta batalla comunicacional, que por eso es también una batalla económica y política crucial para el futuro de la democracia. Tercero, no reproducir en espejo, simétricamente, la agenda, el estilo comunicacional y la temática de los oligopolios mediáticos. No se combate a los medios del Grupo Clarín haciendo cada día un «anti-Clarín», ni se lucha contra O Globo o El Mercurio haciendo un anti de esos medios. La experiencia indica que esta táctica de lucha termina por producir un resultado exactamente opuesto al esperado. Cuarto y último, será necesario garantizar una fuerte y constante movilización popular que desde las calles y plazas asegure el cumplimiento de los proyectos de democratización de los medios. El revolucionario anglo-estadunidense, Tom Paine, dijo una vez que «si a la mayoría de la gente se le niega la verdad y las ideas de la verdad, es hora de tomar por asalto la Bastilla de las palabras». Esa es una de las grandes tareas pendientes para lograr el genuino fortalecimiento de la democracia en las sociedades contemporáneas. Ha llegado la hora de tomar por asalto «la Bastilla de las palabras».

Notas

  1. Desgraciadamente, al momento de escribir estas líneas caí en la cuenta de que había extraviado la fuente precisa de esa información. Un aporte complementario se encuentra en https://againstthecurrent.org/atc130/p743/
  2. Es preferible hablar de «redes digitales» porque lo de «sociales» le agrega una connotación positiva que sólo por excepción poseen. Aquéllas se convirtieron en unos de los dispositivos más eficaces de control social y dominación política, como lo ha probado hasta el cansancio la labor de Steve Bannon y el conjunto de empresas asociadas a la manipulación de las conductas de los individuos a través del manejo de los big data. De todos modos hay que tener en cuenta que aquellas pueden, en ciertas circunstancias, favorecer los proyectos emancipatorios, por ejemplo, cuando con el TikTok destruyeron un acto de Trump en Tulsa: miles dijeron que iban a asistir, saturaron el lugar con sus reservas y después no fue nadie. Sobre esto, ver: Donie O’Sullivan, «Usuarios de TikTok juegan mala pasada a la campaña de Trump en Tulsa», en cnn en Español, 21 de junio de 2020.
  3. Claudia Sáenz Guzmán, «Enganchan a periodistas, los vuelven mercenarios: AMLO sobre Claudio X. González», en Capital 21, 22 de febrero de 2022.
  4. Razón por la cual se ha hecho merecedor de un libro de mi autoría: El Hechicero de la Tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina (publicado por Akal en Madrid, México, Buenos Aires, en 2019); en Cuba por el Instituto Cubano del Libro y en Venezuela por Monte Ávila, en este mismo año.
  5. nuestro artículo «La crisis norteamericana y la racionalidad neoconservadora», en Cuadernos Semestrales, CIDE, México, 1981; y de Eliades Acosta Matos, El Apocalipsis según san George, Casa Editora Abril, La Habana, 2005, p. 149-179.
  6. Roberto Ampuero y Mauricio Rojas, Diálogo de conversos, Debate, España, 2016, con prólogo de Mario Vargas Llosa. Ver, asimismo, Jorge Sigal, El día que maté a mi padre. Confesiones de un excomunista, Sudamericana, Argentina, 2006.
  7. Ismael Ledesma Mateos, «La derechización de intelectuales excomunistas en México», 30 de octubre de 2020.
  8. Este documento, publicado el 5 de febrero de 2019, está disponible en el sitio web https://www.cetri.be
  9. Sobre esto remito al lector a consultar la notable obra de Fernando Buen Abad Domínguez, sus ensayos de largo aliento y sus intervenciones más coyunturales. Entre los primeros sobresale su Filosofía de la comunicación, Ministerio de Comunicación e Información, Venezuela, 2006.
  10. Para el caso de México, ver: Mathieu Tourliere, «Ocho familias poseen la mayoría de los medios de comunicación más influyentes de México», en Plumas Libres, 21 de marzo de 2018; en el caso de Chile hay información interesante en «¿Quiénes son los grandes grupos controladores de medios en Chile», en MapuExpress, 18 de febrero de 2016; un panorama general se encuentra en Martín Becerra y Guillermo Mastrini, «Concentración y convergencia de medios en América Latina», en Revista Ensambles, núm 3, 2015, y de estos mismos autores «Estructura, concentración y transformaciones en los medios del Cono Sur latinoamericano», en Revista Digital Comunicar, núm. 36, vol. xviii, 2011, p. 51-59.
  11. John Pilger, «Geopolítica y concentración mediática», en Realidad económica, 10 de agosto de 2007. Las siguientes citas de la obra de Pilger remiten a este mismo artículo.
  12. Informe desde Ucrania del enviado de Prensa Latina, Sebastián Salgado. Oír su informe en: http://radio.undav.edu.ar/sites/default/files/audio/corte_salgado.mp3
  13. Ver, para el caso mexicano, un film del género comedia y sátira política, con guion de Luis Estrada, y titulada La dictadura perfecta (2014) que explora el espinoso asunto de la relación entre la televisión, la política y el narco en la fabricación de un presidente. En el caso del ucraniano Zelenski, no era un político de profesión sino un actor cómico. Una serie de Netflix, El servidor del pueblo, le confirió una extraordinaria popularidad que años más tarde lo proyectaría a la jefatura de Estado. Hay muchos ejemplos de celebridades construidas por los medios que luego se convirtieron en formidables competidores electorales.
  14. Su importancia como instrumento de campaña política se ha afianzado en los últimos tiempos. Ejemplos hay muchos: la masiva utilización de Twitter por Donald Trump, hasta que fue «expulsado» de esa red, hasta la impresionante captura de lealtades electorales del candidato Rodolfo Hernández en las recientes elecciones presidenciales colombianas mediante el uso inteligente del TikTok, ilustran con claridad la penetración de estas nuevas tecnologías de información y comunicación. Poco antes, en las elecciones presidenciales de Ecuador en 2021, Xavier Hervás inició su campaña muy debajo de Andrés Aráuz y Guillermo Lasso en las encuestas; no obstante, su audaz uso de las redes digitales lo instaló a sólo tres puntos de entrar a la segunda vuelta. Ver Lucía Franco, «Ni debates ni plaza pública, la campaña se hace desde redes sociales», en El País, 27 de mayo de 2022, y más específicamente sobre el caso de Hernández, Luis Sol Miguel, «Del “viejito” de TikTok a los vivos de Facebook», en La Nación, 11 de junio de 2022.
  15. Ver nuestro «El mundo después de la pandemia: conjeturas y proyectos», incorporado al libro de Ignacio Ramonet, Abel Prieto y Atilio Boron, Ante lo desconocido. La pandemia y el sistema mundo, Ciencias Sociales, Cuba, 2021, en donde exploramos el «asociativismo digital» en mayor detalle.

@atilioboron

Revista Conciencias, México.

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