Mega fraude e impunidad electoral en Colombia

POR OCTAVIO QUINTERO /

El fraude electoral en Colombia es consustancial a cada elección; la impunidad también. “El que escruta, elige”, aforismo que encubre el delito.

El artículo 394 del Código Penal colombiano, vigente hace 22 años (Ley 599 del año 2000), que castiga con prisión de 4 a 8 años a quien altere resultados electorales, se ha aplicado muy esporádicamente. Casi ningún jurado incurso en su violación es demandado y procesado al respecto, a pesar de las evidencias, elección tras elección. En general, todo el capítulo correspondiente a los delitos electorales, solo es testimonio de que la democracia en Colombia es una cosa bien pensada, pero maliciosamente aplicada… “Y el que dude, que no participe”, dijo recientemente, en forma por demás descarada, el actual Registrador nacional.

Sin remontarnos más allá de la reelección de Juan Manuel Santos (2014) y la elección de Iván Duque (2018), ¿qué pasó con los emblemáticos casos de fraude indizados como Odebrecht, Ñeñe Hernández y Aída Merlano?; este último mediatizado hace poco por la misma convicta mediante audiencia virtual ante la Corte Suprema entregando fehacientes testimonios contra los hermanos Char: uno, aspirante presidencial y el otro reelecto senador, que siguen orondos sus carreras políticas.

Al menos contra el Pacto Histórico se han detectado más de 500.000 evidencias de fraude electoral en las elecciones del pasado domingo 13 de marzo, según declaraciones a los medios del senador Gustavo Bolívar en las que revela haber rescatado, mediante inspección ocular a los formularios E-14, esa cantidad no contabilizada, inicialmente, en favor de su coalición. ¿Fue por ignorancia o mala intención? Ni lo uno ni lo otro exculpa el delito: hay que investigar, pero…

Los tradicionales medios de comunicación relativizan esa magnitud de fraude en tres casos folclóricos: 1) El jurado de Bogotá que confiesa haberle hecho “hijueputadas a todos los petristas”; 2) el de Medellín que escribió en su red social: “voto petrista que vea, voto que anulo”; y 3) el de Cali que se jacta de haber votado dos veces, primero en la mesa donde fungía como jurado y, luego, en donde tenía inscrita su cédula.

Seguramente estos casos no irán más allá del titular. Si se engavetaron los elefantes de Odebrecht y el Ñeñe Hernández, nada le queda grande a la impunidad que permea la justicia colombiana, en este caso la electoral, de la que venimos hablando.

Seguramente, también, los afectados se contentarán con rescatar algunos cuantos votos que les reporten una o dos curules más; y si elevan la correspondiente denuncia penal, la autoridad respectiva deja que brote hierba sobre el expediente para luego archivarlo por vencimiento de términos.

Es alarmante el silencio cómplice de los partidos y movimientos políticos no afectados por el fraude. Parece que ninguno ha leído u oído nunca, por quién doblan las campanas.

Habrá algunas propuestas que reclamarán nuevas reformas, judicial y política, que cierren el paso a estos delitos. La ya manida frase “que todo cambie para que toda siga igual”, en Colombia, no pasa de moda. Siempre, nuevas reformas excusan de aplicar las normas vigentes; todas, no son más que barnices sobre maderas podridas; borrón y cuenta nueva: la misma Constitución del 91 es letra muerta en buena parte: hasta la propia Corte Constitucional surfea sobre ella.

Conclusión: mientras la cleptocracia, que se ha hecho con el poder político y económico en la era neoliberal en Colombia, no sea derrocada, cualquier reforma acuñada en su ley, no será más que un embeleco populista, ese sí, para el aplauso de la gradería.

Fin de folio.- Aténgase al castigo, si lo sorprenden in fraganti en Colombia robándose algo para mitigar el hambre; pero tranquilo, si es por corrupción, pública o privada, inveterada.

@oquinteroefe

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