POR DIANA FUENTES*
“…la realidad histórica es efectivamente enigmática y sus verdades evidentes son siempre sospechosas, porque la constitución misma de lo humano está ocultando algo inconfesable, que sólo sale a la luz a pesar suyo, en los puntos fallidos de sus obras”.
– Bolívar Echeverría, La historia como descubrimiento.
Resumen: Uno de los rasgos característicos de la aportación del filósofo ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría Andrade (1941-2010) para la discusión sobre la modernidad ha sido situar cómo el capitalismo y su principio de acumulación se dieron a sí mismos la empresa de congregar el monopolio hegemónico e incluso absoluto de la modernidad. Acorde a ello, buena parte de su esfuerzo reflexivo se concentra en mostrar cómo el «hecho capitalista», como lo llama, en un complejo y entreverado camino opacó y subsumió el potencial libertario que la modernidad contenía en sus orígenes; cómo es que tiñendo su historia con la explotación y la subsunción de la vida social a mera fuerza de trabajo, al mismo tiempo, revolucionó su presencia a una escala acelerada y global. De modo que modernidad y capitalismo no se implican necesariamente. Entre modernidad y capitalismo «existen las relaciones que son propias entre una totalización completa e independiente y una parte de ella». Aunque destaca como innegable que el capitalismo, desde una perspectiva dialéctica y, por tanto, siempre en tensión, es la realidad histórica más típicamente moderna, así como ningún contenido es tan característico de la modernidad como el capitalista. Las preguntas que naturalmente emerge de esta reflexión son ¿cuál es el sentido crítico de separar conceptualmente la modernidad del capitalismo?, ¿es la modernidad un proyecto sin alternativas?, ¿cómo es posible pensar en una modernidad o modernidades no capitalistas ante la facticidad del dominio de la sociedad de mercado? Estas preguntas guiarán el presente texto.
La modernidad, una potencia destructiva que le es inherente
La modernidad es un hecho consumado. Su presencia a lo largo y ancho del mundo es visible a los ojos de cualquiera, aunque sus densidades y capacidad de intervención sean irregulares y tengan que lidiar con las realidades y tensiones locales que confronta cotidianamente. Ante esta innegable presencia, hay miradas que aceptan y presumen su superioridad civilizatoria, en oposición al mundo tradicional que habrían dejado tras de sí; mientras que desde otros decires la modernidad contiene una potencia destructiva que le es inherente, frente a la cual, o se mitigan sus efectos, o se le resiste de algún modo. La primera respuesta, en mayor o menor medida, construye una política que asume la inevitabilidad de su impacto negativo o de los límites de su proyecto, como un costo necesario en pos del progreso –modernizador–; por lo que, en el mejor de los casos, se busca paliar de manera relativa y momentánea algunos de sus efectos más nocivos. La segunda, en cambio, intenta rechazar su dinámica y tendencia histórica, asistida desde alguna exterioridad al orden de su dominio. A pesar de resultar opuestas, por la vía de los hechos, el común denominador en ambas es que contradictoriamente reconocen la universalidad de los efectos de la modernidad, al tiempo que aceptan e incluso insisten en la caducidad de sus principios. A pesar de ser dos discursos distintos y con matices internos –uno instalado en el consentimiento acrítico e incluso cínico y, el otro, colocado en el rechazo– por vía de los hechos, refrendan la convicción de que la modernidad es ya un proyecto agotado. El filósofo Bolívar Echeverría, en cambio, plantea otro camino que experimenta con la posibilidad de concreción de una modernidad o de modernidades alternativas a aquella que en su forma actual ha horadado el potencial emancipador que le habría dado origen. Modernidades no dejadas a un futuro incierto y ensoñado, sino pensadas y vividas desde las tensiones del presente del que emanan y al que confrontan, así sea momentáneamente.
Modernidad y neotécnica
Bolívar Echeverría asume una perspectiva radicalmente materialista en su interpretación de la modernidad. Ello le permite distinguir conceptualmente entre modernidad y capitalismo, con el fin de reconocer hasta qué punto la modernidad, como una opción civilizatoria, contiene o no el germen totalitario que se le ha atribuido (Adorno y Horkheimer) y que la condenaría a su plena identificación con el “hecho capitalista”. Sostengo que estamos ante la matriz radicalmente materialista de Echeverría, pues, desde su perspectiva, la modernidad no puede ser explicada bajo ningún sesgo que, de forma explícita o implícita, contraiga una suerte de teleología histórica o un guiño idealista que atribuya el surgimiento de la modernidad al espíritu de Occidente o a su naturaleza cultural. En sentido opuesto, la genealogía de la modernidad y su forma efectiva, desde el horizonte crítico de Echeverría, no es reductible a sus efectos, aunque estos permitan vislumbrar su consistencia.
Si la modernidad es interpretada como un acontecimiento de gran calado, que transformó de forma sustancial la configuración socio-cultural de Europa y después de los pueblos y territorios que fueron conquistados de forma violenta por ésta, entonces, desde el mirador histórico echeverríano, se ponderan una serie de consideraciones que colocan el relato de su origen sobre una base que resulta coherente con una concepción materialista del devenir histórico. Esto entraña la renuncia a cualesquier explicaciones que recurran a un móvil exógeno al propio devenir del acaecer humano. Dicho de otra manera, la explicación sobre la modernidad en el pensamiento de Echeverría es ella misma moderna, pues parte del reconocimiento de que el decurso de los acontecimientos históricos es de hechura humana y no el resultado de ningún destino o intervención divina. Lo que no implica que el entramado de factores que participan de un mismo acontecimiento resulte diáfano al entendimiento, ni para quienes se ven inmiscuidos en él, ni para aquellos otros que intentan interpretar a posteriori los indicios de sus posibles sentidos.
Hablar de los orígenes de la modernidad, por tanto, demanda una explicación sobre el principio rector que habría activado su génesis. El análisis que decide arropar Echeverría es el que le viene de la lectura crítica hecha por Karl Marx a la sociedad burguesa, que lo aleja de la narrativa del progreso que presenta a la modernidad como un salto civilizatorio por sobre la historia que la precede y a la que menosprecia. Bajo esta consideración, en principio, la modernidad, dice el filósofo ecuatoriano-mexicano, debe ser abordada desde sus manifestaciones fenoménicas más actuales y, por ello, más inmediatas a nuestra experiencia cotidiana, es decir, desde la serie de comportamientos que se han hecho patentes desde hace siglos y que se reconocen como contrapuestos a la constitución tradicional de la vida. A saber, “la técnica científica, la secularización de lo político y el individualismo” (1).
El común denominador entre ellos es la presunción de que su modernidad asienta sobre una lógica que es radicalmente distinta respecto de la estructura tradicional del mundo social, a la que además pretenden sustituir íntegramente. Por ello, la técnica científica, a diferencia de la técnica tradicional, se caracteriza por ser la expresión de la confianza en la relación con la naturaleza en términos puramente profanos, es decir, alejados de cualquier justificación de orden metafísico o especulativo. Esto afecta de manera decisiva toda relación con la realidad, pues, dada la manifiesta eficacia de la técnica actual para resolver los problemas humanos, se acentúa la centralidad del funcionamiento material empírico y calculable en la comprensión del mundo, en detrimento de cualesquier otras formas de explicación y representación de la naturaleza y de la realidad en su conjunto (2).
En tanto que la secularización de lo político no sólo pasa por la separación entre los asuntos del Estado, de aquellos otros de las “comarcas religiosas” y los territorios de la fe, pues apunta a un nivel más profundo, es decir, el de la conversión de las bases de la vida social. La modernidad efectiva, pretendidamente distinta de la vida tradicional, pone en el centro “la política económica sobre todo otro tipo de políticas que uno pueda imaginar” (3), y funda el Estado sobre la civilidad burguesa –Bürgerliche Gesellschaft, como la llamaría Hegel–, constituida por propietarios privados en permanente conflicto. Así, la sociedad civil se articula como un espacio de permanente pugna entre individuos que velan por la defensa de los propios intereses; de ahí que la racionalidad moderna haya asignado al Estado la función de ser un regulador hipotéticamente neutro. Echeverría, atravesado por la crítica de la economía política de Marx, en este punto, comparte su juicio sobre la contradicción fáctica entre la dimensión formal de la vida institucional de la política moderna, frente a la desigualdad y el desequilibrio de la irracionalidad con la que opera la reproducción social bajo la determinación capitalista. Ni el Estado es neutro o ajeno a las apetencias del capital ni las mediaciones institucionales son lo suficientemente sólidas para mermar la dinámica esquizoide de la sociedad de mercado. La política moderna pretende esconder bajo el tapete lo que admite a puerta abierta. Conflictividad que le es inherente y ante la cual la política secular desplaza la identidad colectiva en pos de la figura del individuo libre y soberano (4).
Por ello, indefectiblemente anudado a los principios de la política moderna, el individualismo es el tercer comportamiento general con el que Echeverría relaciona el cambio que se ha operado entre la vida moderna y la tradicional. La idea del individuo como núcleo básico y fundante de la sociedad traza todo el aparato conceptual desde el que se conciben los planos normativos, las funciones institucionales, los derechos y las nociones antropológicas con las que se regulan la educación, el trabajo, la salud y, por supuesto, la propiedad. Por esta vía, el moderno fundamento contractual que toma como base el individualismo metodológico, desde el principio del igualitarismo, ha combatido cualquier forma de jerarquización naturalizada de la vida pública, produciendo una oposición entre individuo y colectividad que se proyecta en un sinnúmero de conflictos del más diverso talante. Lo paradigmático de este fenómeno tan típicamente moderno, apuntala Echeverría, es el modo en que sintetiza las más francas aspiraciones de destrucción del autoritarismo tradicional, pero ante el cual opone un acendrado formalismo que inhabilita sus pretensiones de funcionamiento social, bajo un esquema de igualdad libre de toda desviación particularista (5). Así, el individuo, vacío y aislado, se funcionaliza como fuerza trabajo y como consumidor.
En la forma que adquieren estos comportamientos, dice Echeverría, se entrecruzan tanto con la natural resistencia con la que han tenido que contender para transgredir el orden tradicional, cuanto con la ambigüedad que les es constitutiva y que proviene del hecho de ser ellos mismos una constante negación del fundamento material que les habría dado origen; esto es, el cambio tecnológico que permitió superar el horizonte de escasez sobre el que asentaron las sociedades premodernas. Esta última es la tesis más fuerte de Echeverría sobre la génesis de la modernidad, es decir, el señalamiento sobre la transformación material que ésta representa en la estructura de la forma natural del proceso de reproducción social (6).
En sus términos, la modernidad se gestó de forma incipiente alrededor del siglo XI de nuestra era; es por ello anterior a los momentos con los que tradicionalmente reconocemos sus expresiones más nítidas como el Renacimiento, la Ilustración o el siglo XIX. Bajo la clara influencia de Fernand Braudel, asume una perspectiva de larga duración que le permite transitar por entre temporalidades de distinto orden. En la más general o de larga duración, la modernidad nace de un acontecimiento histórico: de una “revolución tecnológica” que paulatinamente transforma de raíz la relación entre el ser humano y la naturaleza. En esta condición básica tienen lugar otra serie de acontecimientos no derivados de ella, pero que en su encuentro potencian sus posibilidades, tal es el caso del capitalismo. Para lograr una apropiada distinción entre estos fenómenos de trazas temporales distintas, Echeverría toma la modernidad y reconoce en ella su esencia, fundamento y forma, con el objetivo de separar aquello que le dio un origen material, de los modos en los que ese principio se actualizó o concretó a lo largo del tiempo.
El fundamento de la modernidad sería ese cambio tecnológico que el filósofo llega a equiparar a la revolución neolítica, por la profundidad de su impacto y la trascendencia de sus efectos. En esto sigue a historiadores de la técnica como Patrick Geddes y Lewis Mumford, que desenmascaran la narrativa historiográfica que asume la linealidad progresiva de la civilización industrial. Este último sostiene que la transformación que posibilita el advenimiento de la revolución industrial es de muy larga data, pues ella no es sino el resultado de un cúmulo de recursos técnicos que se desarrollaron en geografías y momentos diversos que
… tomando raíces de la cultura medieval, en un clima y suelo diferentes (…) experimentaron una mutación y adoptaron formas nuevas: quizá, precisamente porque no habían sido originadas en Europa occidental. (7)
Fraguada a fuego lento, la técnica moderna, según Mumford, no es hija de un giro ideológico, ni es la expresión más elocuente o decadente del espíritu de Occidente, antes bien, es el resultado de un largo proceso, cuya “edad auroral” (8) o fase eotécnica se puede rastrear hasta principios del segundo milenio de nuestra era. Este período favoreció los inventos necesarios que permitirían universalizar la máquina; de hecho, en esta fase del desarrollo de la técnica moderna, se encuentran todos los elementos que permitirán su posterior despliegue tecnológico, así fuese en forma embrionaria (9). Fueron siglos en los que las paulatinas innovaciones mecánicas produjeron “la disminución del uso de los seres humanos como principales motores, y la separación de energía de su aplica e inmediato control” (10). Por ejemplo, el uso del caballo como fuerza motriz se habilitó gracias a la herradura de hierro en el siglo IX, o el del arnés, introducido en Occidente en el siglo XII. También se debe destacar que la transformación de la energía fue fundamental, gracias a recursos como ruedas hidráulicas y molinos de agua. Estos últimos, a pesar de ser muy antiguos, se generalizaron alrededor del siglo XIV para la manufactura de grandes centros industriales, y fueron fundamentales para incrementar la producción de hierro (11). Mientras que el molino de viento estaba plenamente difundido en Europa a fines del siglo XII y alcanzó su forma más eficiente hacia el siglo XVI en los Países Bajos; con él se habilitaron las tierras siempre amenazadas por el mar del Norte, pues por vez primera se logró un determinado equilibrio entre tierra y agua, abriendo paso a la agricultura “planeada y reguladora”.
Un factor destacado por Mumford respecto a la producción de energía proveniente de los suministros de agua y viento – particularmente este último– es que, a diferencia de la posterior, costosa y compleja máquina de vapor, el molino de viento podía construirse y mantenerse con facilidad, por lo que resultaba una fuente libre de energía y ayudaba a enriquecer la tierra y a producir una agricultura estable (12). Por ello afirma que:
Gracias a los humildes servicios del viento y del agua, llegó a existir una gran “intelligentsia”, y las grandes obras de arte y ciencia e ingeniería pudieron crearse sin recurrir a la esclavitud; una liberación de energía, una victoria para el espíritu humano. Si se miden las ganancias no en caballos-vapor originalmente utilizados, sino en trabajo finalmente realizado, el período eotécnico puede compararse favorablemente tanto en las épocas que le precedieron como con las que le siguieron (…). (13).
La técnica de la fase eotécnica está además ligada a la madera, que fue el recurso que antecedió al hierro en la fabricación de máquinas y herramientas. Con la introducción de la brújula en el siglo XII, el timón permanente en el siglo XIII, el reloj para medir el cuadrante y la longitud en el siglo XVI, se desarrolló también la técnica de embarcaciones y buques que utilizaban velas y mástiles. Mientras que los puertos se perfeccionaban y se colocaban faros. Si bien el fin de estos implementos eran los viajes oceánicos, a la par se construyeron canales y se utilizaron ríos para transporte local, posibilitando una determinada unión entre la ciudad y el campo y una suerte de equilibrio entre la agricultura y la industria, fenómeno que Mumford reconoce como una de las grandes realizaciones de este período (14) .
Con todo, en el registro de las innovaciones más relevantes, destaca la del cristal, a través del cual “se concibieron nuevos mundos, se hicieron visibles y se develaron” (15). El vidrio, de origen muy antiguo, en este período se comenzó a utilizar de formas inusitadas. El de color en las iglesias barrocas, el vidrio de Murano del siglo XIII, o su uso en ventanas que permitían tener iluminación interna, o en invernaderos, así como en la creación de lentes vexas para anteojos y a fines del siglo XV en las lentes cóncavas para la miopía. En 1605 Lippersheim, óptico holandés, inventó el telescopio y lo recomendó a Galileo para sus observaciones; después se inventaría el microscopio compuesto. El uso del cristal también fue fundamental para el desarrollo de la química por sus propiedades únicas que lo convirtieron en un material ideal para la creación de recipientes para la observación y el almacenamiento. Y, finalmente, hacia el siglo XVI se perfeccionaron los espejos gracias a la superficie lisa de cristal, transformando rotunda e irreversiblemente la autopercepción humana.
Para Echeverría, tanto como para Mumford, es la profundidad transformadora del periodo eotécnico con todas estas innovaciones, lo que permite dar cuenta de la génesis de la modernidad. Ella es el resultado gradual de esta serie de cambios que se convirtieron en una sinfonía que hoy es vista y juzgada en conjunto, pero que en su devenir puede ser vista a través de estas pequeñas transformaciones que establecieron las bases para una relación radicalmente distinta con la naturaleza, en comparación con las sociedades tradicionales. Esta revolución es su fundamento, pero es también de donde emana su esencia, que no es otra cosa sino el ser ella misma un reto o un desafío para la civilización en su conjunto. Como moneda lanzada al aire, las ya señaladas innovaciones técnicas de los orígenes de la modernidad abrieron la:
… posibilidad real de un campo instrumental cuya efectividad técnica permitiría que la abundancia [sustituyera] a la escasez en calidad de situación originaria y [de] experiencia fundante de la existencia humana sobre la tierra (16).
Lo que significa que en Europa en estos siglos se tuvo que responder a este reto, a este estímulo material, que planteaba la posibilidad de que la escasez no fuera principio y origen de toda relación humana con la realidad. En última instancia, insiste Echeverría, se configuró la oportunidad material y no ilusoria de otro modelo en el que “el desafío a lo Otro siga más bien el modelo de eros” (17).
Tal como lo ejemplificaría el molino de viento, durante un breve periodo de tiempo, se abrió la posibilidad de armonizar las necesidades humanas con las fuerzas naturales sin socavarlas, es decir, dar mejores condiciones de reproducción a la vida humana, pero en un sentido contrario a la experiencia concreta del mundo contemporáneo que acepta la destrucción como parte del juego, pues las innovaciones técnicas de la fase eotécnica no contraían de suyo el sacrificio de la naturaleza o lo Otro en pos del beneficio humano. Tal como lo percibió el delirante Quijote, los molinos se erigían monumentales representando el advenimiento de la modernidad, pero siglos antes de las letras cervantinas, la neotécnica representó la posibilidad de establecer nuevos pactos con la naturaleza. Así, a decir de Echeverría, ante el desafío, las realidades europeas respondieron bajo formas y ritmos diversos, gestando modernidades distintas, es decir, configuraciones históricas que eran re-formaciones de sí mismas (18). Estas formas concretas de la modernidad, sin embargo, no agotaron el potencial abierto por el nuevo campo instrumental, en todo caso, crearon formas en las que incluso ahora puede reconocerse vitalidad, en tanto “siguen constituyéndose conflictivamente como intentos de formación de una materia –el revolucionamiento de las fuerzas productivas– que aún ahora no acaba de perder su rebeldía” (19).
Estamos, entonces, ante la modernidad no como un hecho unívoco, unidireccional y homogéneo, dirigido por un centro con fines históricos preclaros, sino ante una realidad polimorfa que ha dado cabida a distintas modalidades efectivas de sí misma. Esto no niega el proceso de homologación de la experiencia moderna que en el tiempo presente es innegable, pues, como se ha dicho ya, en todo caso muestra que, de entre esas historias emergentes, una de ellas –la más funcional, dice Echeverría– es la que ha desplegado de manera más amplia sus potencialidades. La modernidad del capitalismo industrial es la versión que se resolvió históricamente como la predominante, y cuyo rasgo definitorio es su radical subordinación al proceso de acumulación capitalista. Es ella la modernidad “realmente existente”, adjetiva Echeverría en un sentido irónico, pero sólo lo es en la medida en que, a su paso y en el proceso de su consolidación, ha socavado, domesticado o destruido las otras posibilidades abiertas por los recursos de la neotécnica. Y, en esa misma trayectoria, ha reconfigurado o intenta permanentemente reconfigurar la totalidad del proceso de reproducción social, tanto en su sentido más amplio, como en los espacios y momentos más ínfimos de la vida cotidiana, para articularlos y someterlos a la demanda capitalista de producción e incremento constante de valor.
Por todo esto, el ejercicio crítico en el materialismo radical de Echeverría consiste en hallar la causa eficiente que pivoteó el surgimiento de la modernidad, al tiempo que confronta la narrativa que la coloca como el momento culmen de la larga historia de humanidad, o como el mejor de los mundos posibles ante los escenarios de barbarie que presuntamente la habrían precedido en los más diversos contextos culturales. Es decir, en oposición al discurso que insiste en que la modernidad-capitalista es el destino que se dio la racionalidad de occidente como la mejor elección civilizatoria, a pesar de los posibles perjuicios que hoy se puedan reconocer como efectos de su despliegue, tales como la destrucción de la naturaleza o la desigualdad en la distribución de la riqueza social.
Visibilizar estas contradicciones sería la función de la teoría crítica, lo que también vuelve innegable que la forma efectiva y vigente de la modernidad, es decir, su versión capitalista, ha alterado su fundamento, pues ella misma es el resultado de una serie de sucesiones históricas cuya “huella es irreversible: profunda, decisiva y definitiva” (20) , por lo que se vuelve necesario esclarecer cómo es que Echeverría sostiene la posibilidad de desidentificar modernidad y capitalismo, a partir del análisis de la especificidad de éste último.
Capitalismo y modernidades alternativas
Es conocido que la lectura de Echeverría de la crítica de la economía política de Marx toma como centro la contradicción entre valor de uso y valor, considerándola mucho más central que la contradicción capital–trabajo. Este esfuerzo por resituar el foco del análisis destaca un aspecto fundamental de lo que él denomina el “discurso crítico de Marx”, a saber, su intención explícita por detectar las condiciones de posibilidad de la realidad capitalista o, dicho de otro modo, el intento por desentrañar el funcionamiento de la formación económica moderna, plenamente identificable con la historia del siglo XIX (21). Esto supone un ejercicio teórico que, con el fin de determinar la especificidad de las formaciones históricas –modos de producción–, destaca lo particular de cada una de éstas, desde un contraste efectivo con los elementos comunes o generales que comparten entre sí y que se resuelven como constantes identificables gracias a un proceso de abstracción o separación analítica. Esto significa que, en tanto ejercicio teórico, encontrar la especificidad del capitalismo pasa por reconocer las determinaciones que éste comparte con otras formaciones históricas pero que, al mismo tiempo, le son opuestas. Se trata de ese ejercicio que Marx describió en la conocida Introducción general a la crítica de la economía política de 1857 del siguiente modo:
(…) todas las épocas de la producción tienen ciertos rasgos en común, ciertas determinaciones comunes. La producción en general es una abstracción, pero una abstracción que tiene un sentido, en tanto pone realmente de relieve lo común, lo fija y nos ahorra así una repetición. Sin embargo, lo general o lo común, extraído por comparación, es a su vez algo completamente articulado y que se despliega en distintas determinaciones. Algunas de éstas pertenecen a todas las épocas, otras son comunes sólo a algunas (…) (22).
Identificar estos elementos comunes, afirma el treverino, es imprescindible en la construcción de un camino adecuado para la teoría, puesto que de otra manera sería imposible comprender ninguna forma producción. De modo que se deben separar las determinaciones generales a fin de reconocerlas y distinguirlas de aquéllas que son propias y exclusivas de una forma particular. Este movimiento del pensamiento es el que está en el centro de la predisposición echeverríana por atender a la centralidad de la contradicción entre valor de uso y valor, puesto que remite a la forma general de la reproducción social y a la reproducción propiamente capitalista.
El valor de uso, afirma Marx, es producto del trabajo humano y está destinando a satisfacer una necesidad del mismo (23). Es él la presencia material del modo en el que los seres humanos nos relacionamos con la naturaleza. Es la expresión viva e históricamente determinada de los modos a través de los cuales los grupos humanos resolvemos nuestras más diversas apetencias, gracias a la transformación de nuestro entorno y de los recursos con los que contamos, mediante el uso de un determinado campo instrumental y de la técnica que hemos sido capaces de desarrollar en una época específica. Los valores de uso son por ello el vestigio material de la diversidad cultural y de la capacidad inventiva, individual y colectiva, de los seres humanos. Son también los entes con los cuales nos encontramos cotidianamente con el mundo: vestigio material del pasado y prefiguración de las posibilidades del futuro. Vistos de este modo general son también la demostración empírica del proceso de reproducción que es común a la socialidad humana; eso que Marx llama la reproducción social en general o natural, y que sirve a Echeverría para mostrar cómo los valores de uso son también el medio a través del cual este proceso, al tiempo que produce objetos, crea sentido de mundo.
De ahí que la cultura y la identidad sean entendidas por Echeverría no exclusivamente desde su dimensión simbólica, antes bien, ésta queda articulada de modo plurideterminado al entramado del proceso de la reproducción social, que siempre implica el ciclo de la producción y aquel otro que corresponde al uso o consumo de lo producido. Ambos polos adaptados a las posibilidades y los límites impuestos por un campo instrumental dado. El materialismo radical de Echeverría asume estas determinaciones en su complejidad y destaca el valor político que contienen, pues a través de ellas se decanta la capacidad humana de re-configurarse, en la medida en que se transforma el entorno, y, en tanto que, mediante el uso o disfrute del objeto creado, se reciben y admiten el propósito y los fines que motivaron dicha intervención. De modo que resurge la idea que atraviesa el materialismo de Marx sobre la capacidad ontocreadora del ser humano, que al transformar el entorno se reconfigura a sí mismo, pero vista ésta en tanto una relación social general.
En la fase productiva sucede como si el sujeto humano intentara “decir algo” a ese “otro” que será el mismo en el futuro, “inscribiéndolo” en el producto útil; intención que se cumpliría en la fase consuntiva cuando él mismo, deviene “otro”, “lee” dicho mensaje en el útil producido. Para un ser cuya condición fundamental es la libertad, que produce y consume objetos cuya forma está en cuestión, hacerlo implica necesariamente producir y consumir significaciones (24).
Como animal semiótico, el ser humano tiene un carácter político en la medida en que, a través de la producción y el consumo, crea e interpreta signos en la estructura material de los valores de uso. Ese proceso sucede siempre codificado por el medio instrumental que le da concreción, pero que visto de esta manera general visibiliza el plano más amplio de la condición humana y común a toda formación histórica. Se trata del modo peculiar en el que Echeverría desarrolla la idea marxiana sobre el proceso de reproducción social en general, que sólo desde un plano abstracto puede ser visto en su forma genérica, puesto que su presencia efectiva sólo tiene lugar en formas concretas, es decir, ricamente determinadas. Tal como lo expresa Marx, ir de lo más simple para volver a la reproducción de lo concreto, como concreto espiritual o pensado (25), es el camino que nos habilita efectivamente para dar cuenta de los fenómenos más complejos. Así, para elucidar la particularidad y la sobredeterminación del modo de producción capitalista, se requiere, como momento teórico necesario, la consideración sobre el proceso de reproducción social en general, que Echeverría entiende como un proceso de producción de mundo, es decir, de sentido de mundo.
Ahora bien, lo que caracteriza al capitalismo es que, sobre el modo general en el que los seres humanos nos creamos a nosotros mismos, monta un dispositivo que reconfigura o altera los fines y la mecánica en que esta dinámica se resuelve. Hay que tener cuidado con la imagen de la superposición, pues no nos debe conducir a la idea de que hay espacios de suyo neutros o esencialmente impermeables a su influjo, en todo caso, se debe considerar que la determinación capitalista –como toda determinación– es el movimiento de la contradicción en su seno o de su autonegación. Lo que el capitalismo determina en el proceso de reproducción social en general es que la dialéctica entre el sistema de capacidades y el de necesidades en las que se resuelve toda formación social, no responda a un fin distinto al de la valorización del valor. Ésa es su aspiración más radical, ser capaz de permear la totalidad: desde los espacios más ínfimos de la vida cotidiana, hasta los procesos colectivos con los que se organiza e institucionaliza el entramado social. Tal como lo describe Marx en El capital respecto de la relación que se establece entre valor de uso y valor, el capitalismo se convierte en una forma parasitaria del proceso de reproducción social, al que confronta, altera o incluso destruye, aunque jamás de forma absoluta, puesto que para su propia realización en cuanto valor requiere de la materialidad y del sustrato vivo que sólo el valor de uso contiene. Esto explica la centralidad que otorga Echeverría a esta contradicción y su ambigüedad constitutiva. Así, el capitalismo es producto de un proceso histórico de múltiples tramas en continua renovación, que regula la vida social en grados e intensidades diversas, y no un hecho dado o el punto culminante de un ciclo irreversible.
La historia del capitalismo se puede narrar, entonces, si se atiende cabalmente al hecho de que sus elementos centrales resultaron de la caducidad de los principios que animaron la producción de la riqueza hasta entonces conocidos, así como de la alteración de las relaciones sociales. El mercantilismo que ya se había extendido en Europa sólo adquiere el grado de desarrollo que hoy conocemos hasta que el proceso de subsunción pasa de ser una extensión de la jornada de explotación del trabajador en la búsqueda de incremento de la tasa de plusvalía, a convertirse en un proceso que coordina toda la organización de la producción a modo de que ésta facilite el incremento de la ganancia. El intercambio mercantil propiamente capitalista, dice Echeverría, tiene lugar sólo hasta que este proceso subordina realmente la transformación de la naturaleza y la restauración del cuerpo social. De esta manera y en este contexto, la humana capacidad de autoconstitución debe someterse a la realización de la dinámica del valor, de suyo incesante, irracional y desestructuradora de la organicidad tradicional.
El proceso de consolidación del modo capitalista de reproducción social, afirma Echeverría, requiere de una “infrasatisfacción siempre renovada del conjunto de las necesidades sociales” (27) que en cada caso reactivan el ciclo de producción y consumo de forma artificial, es decir, como resultado de una combinación fortuita de cualidades que se generan en virtud de la producción y el incremento del valor, por tanto, no resultan de un “proyecto” o de la dialéctica de la dinámica social (28). Así, la historia del capitalismo emparentado con la modernidad, es la historia de la respuesta que se constituyó como hegemónica al reto presentado por la neotécnica.
El proceso que lleva a la generalización del telos de la valorización del valor, inducido por el modo capitalista de la reproducción de la vida social, es sin duda el proceso dominante en la historia de la moderinización europea; pero está lejos de ser el único. Otras propuestas de vida moderna que reinvindican otros telos propios de la “forma natural” de la vida humana aparecen junto a él y lo acosa una y otra vez a lo largo de esa historia (…). (29).
Son propuestas sobre las que este proceso “no ha dejado de vencer”, dice Echeverría, parafraseando la Tesis VI de las conocidas Tesis de la historia de Walter Benjamin (30). Son esos brotes experimentales del momento “auroral” de modernidad, tanto como aquellos otros que sobreviven sobrederminados por la dinámica de acumulación capitalista, pero que incluso en estatus de derrotados ejercen una “gravitación enigmática y fascinante” para quienes saben pasar la mano a contrapelo en el lomo de la historia (31).
Esa historia que se revela en el mundo actual en que tendemos peligrosamente al llamado “punto de no retorno” respecto de los efectos ambientales del calentamiento global. Esa tendencia que parece ser la prueba más ominosa de la univocidad de un destino común que se presenta como inexorable, ante el cual el discurso crítico de Bolívar Echeverría nos conmina a pensar que otra modernidad o modernidades son posibles y deseables. Es decir, la apertura crítica a sostener la vigencia del mundo abierto que generó la modernidad sin ligar su potencial al sentido destructivo que le ha dado el capitalismo. Emancipar de la dinámica de la acumulación del valor, aquella serie de comportamientos y fenómenos que son típicamente modernos y que no tienen parangón o antecedente en las sociedades tradicionales, y que potencialmente son formas que podrían establecer relaciones en las que, por ejemplo, la relación entre individuo y sociedad no se resolviera exclusivamente por las vías a las que la ha condenado la sociedad de mercado, y que por el contrario dieran paso a formas de comunidad que no socavaran la libertad individual, o que no se encerraran en identidades fijas e incuestionables –como la nacionalista–, dando cabida a múltiples formas de cosmopolitismo. Es decir, al fomento de la politicidad como resultado de la coordinación colectiva y soberana de los sujetos, en condiciones materiales que, dado el desarrollo material contemporáneo, permiten sostener la posibilidad histórica del establecimiento de relaciones sociales más justas y equitativas.
Para ello, Echeverría no apela a la formación de un modelo social que resulte de un acto de rompimiento radical y absoluto con el pasado, puesto que el mito de la revolución, como momento de escisión histórico pleno para la formación de un novísimo orden social, ya ha mostrado sus límites y contradicciones, sino a la presencia efectiva, aunque limitada, de experiencias concretas de otros modos de ser modernos, que han resistido, se han forjado o han tenido una existencia efímera ante la modernidad realmente existente. En ese sentido, también apela a aquella genealogía que interpela a la memoria y que provoca la mirada atenta para observar en el presente –en el tiempo del ahora, como diría Benjamin– las manifestaciones de otras formas de ser modernos u modernidades alternativas. Se trata de las experiencias que se vislumbran en los intersticios, en los puntos de fuga, los lapsus o quiebres, que por momentos efímeros o de más larga duración, dan a los sujetos individuales y colectivos la conciencia empírica de que hay otros modos de relacionarnos con nosotros mismos, con los otros y con nuestro entorno. Así como aquella otra experiencia que nos indica que es posible cultivar la vida colectiva en una perspectiva libertaria sin desechar el pasado y sin renunciar al futuro. De modo que la idea de la vigencia y la posibilidad de una modernidad o modernidades alternativas no se alimenta del romanticismo paseista que vive el presente sólo como pérdida, ni de la utopía inalcanzable que renuncia de forma efectiva a un futuro mejor, sino de las prácticas que en el estrecho tiempo de la vida cotidiana o de acontecimientos de más larga duración –sin descartar tampoco la idea de la revolución–, ratifican otros modos de ser modernos; unos que tiendan a:
… perderle el respeto a lo fáctico; [a] dudar de la racionalidad que se inclina ante el mundo ‘realmente existente’, no sólo como ante el mejor (dada su realidad) sino como ante el único mundo posible, y confiar en otra, menos ‘realista’ y oficiosa, que no esté reñida con la libertad. (32).
Notas
- Bolívar Echeverría, “¿Qué es la modernidad?”, en: Cuadernos del Seminario Modernidad. Versiones y dimensiones, Cuaderno 1, UNAM, México, 2009, pp. 8 -9.
- Ibid, p. 9.
- Ibid, p. 10.
- Ibid, p. 11.
- Ibid, p.12.
- Bolívar Echeverría, “Modernidad y capitalismo (15 Tesis)” en: Las ilusiones de la modernidad, UNAM/El equilibrista, México, 1995, p. 150.
- “(…) Lejos de no estar preparada en la historia, la edad de la máquina moderna no puede ser comprendida sino en término de una preparación muy larga y diversa. La noción de que un puñado de inventores británicos hicieron de repente zumbar las ruedas del siglo XVIII es demasiado burda incluso para servirla como cuento de hadas a los niños”. Lewis Mumford, Técnica y civilización, Alianza, Madrid, 1992, p. 128.
- Ibid, p. 129.
- Ibid, p. 130.
- Ibid, p. 131.
- Ibid, p. 132.
- Ibid, p. 135
- Ibid, p. 136-137.
- Ibid, p. 140 -141.
- Ibid, p. 141.
- Echeverría, Tesis sobre modernidad y capitalismo, p. 151.
- Ibid. p. 150.
- Ibid, p. 151.
- Ibid, p. 152.
- Ibid, p. 152.
- Bolívar Echeverría, “La comprensión y la crítica (Braudel y Marx sobre elcapitalismo)” en: Las ilusiones de la modernidad, UNAM/El equilibrista, México, 1995, p. 120.
- Karl Marx, Introducción general a la crítica de la economía política de 1857, Siglo XXI, México, 2006, p. 35.
- Marx, Karl, El capital, Siglo XXI, México, 2007 p. 44.
- Echeverría, “Lección III. Producir y significar” en: Definición de la cultura, México, FCE / Itaca, 2000, p. 74.
- Karl Marx, Introducción… Op. Cit. p. 51.
- Bolívar Echeverría, Tesis sobre modernidad… Op. Cit., p. 154.
- Ibid, p. 166.
- Echeverría, “La modernidad americana (claves para su comprensión)” en: La americanización de la modernidad, ERA /UNAM, México, 2008. p. 31.
- Ibid, p. 19.
- “…Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos están a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha cesado en vencer”. Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, Contrahistorias, México, 2005, p. 20.
- Bolívar Echeverría. La modernidad americana… Op. Cit., p. 19.
- Bolívar Echeverría, Tesis sobre modernidad… Op. Cit., p. 152.
Bibliografía
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Echeverría, Bolívar. “La comprensión y la crítica (Braudel y Marx sobre el capitalismo)” en: Las ilusiones de la modernidad. UNAM/El equilibrista, México, 995.
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Mumford, Lewis, Técnica y civilización. Alianza, Madrid, 1992.
*Licenciada y Magister en Filosofía, candidata a Doctora en Filosofía Política (UNAM). Investigadora de la UAM-Xochimilco, profesora del Colegio de Filosofía de la UNAM y del Centro de Estudios Sociológicos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales también de la UNAM.
Tierra Firme, Revista de Historia y Ciencias Sociales, No. 119, Caracas, Venezuela.
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