Mundos y caminos de Changó

POR DARÍO HENAO RESTREPO*

En mis recuerdos más remotos de infancia, ahora que escribo sobre Changó, el poderoso dios yoruba, encuentro la letra pegajosa de Celina y Reutilio, A Santa Barbara, y el estribillo “Que viva Changó, que viva Changó, / Que viva Changó, que viva Changó, señores”. Esa letra animada por tambores afrocubanos sonaba con frecuencia en el viejo radio Philips de mi papá, por entonces trabajador del Ferrocarril del Pacífico, viajando a diario entre Cali y el puerto de Buenaventura. Los caleños la escuchamos y bailamos como un himno, y la seguimos escuchando y bailando, como en Cuba e Hispanoamérica.  Esta vivencia colectiva hace parte del sensorium de varias generaciones de caleños. Encierra muchas cosas que ahora me sirven para introducir el tema del dios tutelar de la novela de Zapata Olivella.

Una primera constatación. Nadie de mi generación sabía nada de Changó, como dios del panteón yoruba. Y mucho menos del proceso de sincretismo entre la religión yoruba y el catolicismo, como es el caso de Changó, emparentado en Cuba con la virgen Santa Bárbara. No existía, pese a ser Cali una ciudad de mayoría negra y mulata, reconocimiento y conciencia del legado religioso africano. Hablo de los años 60s y 70s. Aunque ya la obra de Zapata empezaba a circular; con su hermana Delia fundó las danzas folclóricas del Pacífico en el Instituto Popular de Cultura de Cali en 1961; realizaron correrías por los pueblos del litoral recogiendo las tradiciones ancestrales, allí se topó con la del Putas, que años después acompañaría como calificativo a Changó en el título de su novela.   En esos mismo años, en el Teatro Experimental de Cali (TEC) Enrique Buenaventura escribió y escenificó su trilogía del Caribe centrada en Haití – La tragedia del rey Christophe, Historia de la bala de plata y La isla de todos los santos -un esfuerzo por representar la cultura de origen africano de la isla que protagonizó la primera revolución negra triunfante de la historia. Tanto los hermanos Zapata como Buenaventura le dieron importancia a la dimensión mítico-religiosa de origen africano de la mano de autores del Caribe como Nicolás Guillén, Aimé Césaire y Franz Fanon. Se trataba de avances pioneros para la cultura colombiana, aunque seguían siendo asuntos que llegaban a pequeños círculos marginales.

La cultura negra, a pesar de vivida y gozada, aún estaba intelectualmente invisibilizada. Circunstancia que incluía a la academia universitaria, a donde la historia, la literatura y la cultura afrocolombiana comenzó a ser objeto de estudio, a los pocos, a inicios de los años 60s como lo rastrea el historiador cartagenero Alfonso Múnera en su libro Fronteras imaginadas. El baile, el deporte, la comida, el habla y múltiples manifestaciones de la vida cotidiana daban prueba palmaria del legado africano, así no tuviéramos conciencia de esta presencia. Con relación a Cuba y el Brasil, para señalar dos ámbitos emblemáticos, Colombia se demoró en entrar al despertar de los movimientos afroamericanos. Suplir esa falta de conciencia animó siempre el trabajo como investigador y creador de Zapata.

Changó, dios del trueno, del fuego, del rayo, de la guerra y de los sagrados tambores bata.

¿Cuántos descendientes de africanos guardan en América el recuerdo lúcido del esplendor y poderío de su etnia? No creo que sean muchos, pero esos son los profetas de la negritud. En cambio, son millones los afros, mulatos y zambos que andan con sus sombras adentro, creando, bailando, sin que tengan conciencia de su ritmo africano, zombis de la negredumbre. (Zapata, 2011,170).

La expresión “zombis de la negredumbre” con la cual Zapata denomina esa falta de conciencia, proviene, su primera palabra, del vodú haitiano, una loa de la familia de los Guedes, un muerto que no se fue para el cielo sino que se quedó viviendo en el monte; la segunda, la acuñó Rogerio Velázquez para designar los estudios sobre la negritud en Colombia. Y aplica como metáfora para ese legado africano asumido de manera inconsciente en sociedades como la caleña. Sus gentes se apropiaron de los ritmos afrocaribeños, en especial los de Cuba y Puerto Rico; luego su extensión metropolitana, esa fusión llamada “salsa”, irradiada desde las comunidades latinas de Nueva York. Estas músicas negras y mulatas conservaron y continúan trasmitiendo la cosmovisión religiosa de origen africano. Pese al desconocimiento de su significación están presentes en el imaginario popular caleño. Changó, Yemayá, Eleguá, Babalú-Ayé, entre tantas deidades, circulan en los ritmos y las letras que la gente baila y goza,  hacen parte del universo mítico recreado por  Zapata en su epopeya de los africanos en las Américas. Ese universo está detrás de todas esas músicas en Changó, el gran putas, una grandiosa ceremonia de candomblé, santería o vodú, a veces cruzadas, a la cual accedemos de la mano de Zapata, abridor de caminos, como Eleguá, para adentrarnos en la comprensión de esa gran vertiente de nuestra cultura: el legado africano

*Profesor Universidad del Valle.