POR ATILIO A. BORON
I
Frederic Jameson merece con total justicia figurar en el elenco de los más prominentes pensadores marxistas de finales del siglo veinte y comienzos del veintiuno. No hay un ápice de exageración en Terry Eagleton cuando afirma que «ningún estudioso contemporáneo de la literatura puede igualar la versatilidad, la erudición enciclopédica, la fuerza imaginativa o la prodigiosa energía intelectual de Jameson». Sus reflexiones sobre la «lógica cultural del capitalismo tardío» encendieron un debate y estimularon la aparición de un conjunto de trabajos e investigaciones cuya mera enumeración agotaría los límites que nos hemos impuesto para la redacción del presente artículo. Su visión del «posmodernismo», como él mismo lo ha aclarado en numerosas intervenciones, está lejos de ajustarse al «canon posmoderno» pues Jameson nunca deja de reconocer la inquebrantable ligazón que todo sistema cultural tiene con la base material sobre la cual reposa, asunto este que es anatema para la filosofía o las ciencias sociales posmodernas. Por eso cuando él habla del capitalismo tardío está reconociendo que su inmenso complejo cultural es distinto de los que predominaron en las fases anteriores de este modo de producción –la del liberalismo competitivo- y la etapa del imperialismo clásico. El corolario es por consiguiente que el conjunto de productos culturales de esa época fue siendo progresivamente sustituido en la medida en que se modificaba el terreno sobre el cual aquéllos habían crecido y desarrollado. Y en ese punto las reflexiones de Jameson son incisivas y pertinentes. Podría argüirse no obstante que su extraordinaria erudición y su capacidad para analizar la cultura del capitalismo contemporáneo desde los más diversos ángulos –desde la dramaturgia a la arquitectura, los estilos de vida y las modas culturales, pasando por la sociología y el psicoanálisis- tiene un talón de Aquiles en el hermetismo que por momentos erige una valla entre él y sus lectores y, por consiguiente no cumple cabalmente su misión de empoderarlos para que puedan cambiar un mundo que así como está es insostenible. No sólo por la pandemia que nos agobia sino también por aquello que con toda razón el académico de la UNAM John Saxe-Fernández denominó el «colapso climático», expresión mucho más precisa para definir lo que el pensamiento complaciente apenas si consiente en hablar de «cambio climático».
Claro está que la anterior es una opinión sobre el estilo comunicacional de Jameson y tantos otros basada en mis preferencias personales y políticas que definen un modo ideal de ser intelectual, el «intelectual público», cuya producción debe ser comprensible no sólo para la elite intelectual y académica sino para el común de los mortales cosa ante la cual el estilo por momentos enigmático, impenetrable, de Jameson erige una barrera prácticamente infranqueable. Me apresuro a decir que de ninguna manera esta consideración personal desmerece la extraordinaria calidad de su obra sino que apunta a un aspecto que no debería ser considerado secundario: su impacto social. Tema discutible pero el autor de estas líneas incurriría en un imperdonable acto de deshonestidad si, en un texto como el que el lector tiene ahora en sus manos, se guardara de dar a conocer esta observación.
II
El punto de partida de la fecunda reflexión jamesoniana sobre la cultura del capitalismo tardío fue la lectura que hizo de la monumental obra de Ernest Mandel, Late Capitalism. El original en lengua alemana de este libro había sido publicado en 1972 y su intención, según lo manifestara su autor al inicio de su obra era «ofrecer una explicación marxista de las causas del largo ciclo de rápido crecimiento que experimentó la economía capitalista internacional después de la Segunda Guerra Mundial. Como se sabe, este auge de la economía capitalista tomó por sorpresa tanto a los economistas marxistas como a los no marxistas. Al mismo tiempo, nos ha interesado establecer los límites inherentes de este periodo, que garantizaban que sería seguido por otra larga onda de crecientes crisis económicas y sociales del capitalismo mundial, caracterizada por una mucho más baja tasa de crecimiento global».
Las predicciones del economista belga sobre la inexorable aparición de una onda larga recesiva en el capitalismo mundial se vieron confirmadas por los hechos. De lo anterior se desprende que el capitalismo contemporáneo ya no es lo que era en el momento en que Mandel escribía su obra, entre los años 1970 y 1972. Y tal como lo advertía con clarividencia en los primeros renglones de la «Introducción» a su libro el luminoso capítulo keynesiano habría de finalizar abruptamente, sus tiros de gracia propinados por el fin de la convertibilidad del dólar por oro decretada por Richard Nixon en 1971; la crisis del petróleo de 1973 y la súbita cuadruplicación de su precio y, además, el inicio de lo que diera a conocerse como la «estanflación», estancamiento económico combinado con inflación. Ese era el marco socioeconómico y político general en el cual aparecería la primera traducción de la obra de Mandel al inglés por la New Left Books en 1975.
Como decíamos, las previsiones de Mandel fueron corroboradas por el movimiento de la historia. La fallida recuperación en clave crudamente neoliberal que comenzó a finales de los setenta y comienzos de los ochenta, bajo el influjo del resucitado Fondo Monetario Internacional y las siniestras figuras emblemáticas de esos tiempos como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, no logró rescatar a las economías capitalistas del bajón. Un moderado repunte se produjo a finales del siglo pasado e inicios del actual, mismo que fue bruscamente interrumpido con la mal llamada «crisis de las hipotecas», en realidad, estallido de la burbuja inmobiliaria generada por la banca oficial y el «sistema bancario oculto» (shadowbankingsystem) de Estados Unidos. El interludio neoliberal, que perduraría hasta nuestros días –aunque ya herido de muerte por la pandemia del Covid-19 que potenció ferozmente la crisis que carcomía al sistema desde el 2008- ajustó su comportamiento a lo que predijera Mandel y, de hecho, esa onda larga recesiva llegó, con algunas intermitencias puntuales según los países, hasta el día de hoy. En otras palabras, el «capitalismo tardío» desmintió los pronósticos pesimistas en boga a finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuentas del siglo pasado, basados en una lectura mecánica del texto de Lenin sobre el imperialismo que pronosticaban un derrumbe en la inmediata posguerra (y la reiteración de una nueva contienda protagonizada por potencias imperialistas y colonialistas rivales) y su lugar fue ocupado por un nuevo modelo capitalista basado en la hiper financiarización de la economía, la expansión planetaria de las relaciones capitalistas, el fenomenal incremento de la desigualdad dentro y entre las naciones y la arrolladora depredación ecológica. Sin detenernos a divagar en torno al mejor nombre para identificar al momento actual optamos por seguir las sugerencias de la economista inglesa Susan Strange, quien designó a esta nueva etapa como «casino capitalism», el capitalismo del casino financiero mundial.
III
Una transición de este tipo no podía haber pasado desapercibida para una mente tan alerta e incisiva como la de Jameson. Esta es la problemática que aborda en un pequeño libro que reúne sus reflexiones a unos veinte años de la aparición de su más famoso texto. Cabe preguntarse hasta qué punto el agotamiento del «capitalismo tardío» de Mandel y su reemplazo por una formación social que, aunque mantiene los rasgos estructurales del capitalismo exhibe una anatomía y una fisiología (si se nos permite esta analogía biológica) diferentes a las que les precedieron no pone en cuestión los análisis de Jameson. La respuesta es ambivalente: sí, en algunos aspectos; no en otros, como el propio Jameson se encarga de decirlo en el libro que acabamos de citar. Es obvio que la «lógica cultural» gestada en aquellos tiempos mantiene su presencia, pero con nuevos componentes y sin otros caídos en la obsolescencia o sin la prominencia que gozaban antaño. Al fundamentar su proyecto intelectual Jameson tomaba nota de que en su análisis del capitalismo Mandel había identificado tres momentos fundamentales de su evolución: «el capitalismo: de mercado, el estadio monopolista o del imperialismo y nuestro propio momento, al que erróneamente se denomina posindustrial, pero para el cual un nombre mejor podría ser el de capitalismo multinacional». Y prosigue afirmando que el capitalismo tardío o multinacional, o de consumo constituye la forma más pura de capital que haya surgido, produciendo una prodigiosa expansión de capital hacia zonas que no habían sido previamente convertidas en mercancías.
El largo período transcurrido desde el momento en que Jameson escribiera sus primeros ensayos ha sido testigo de cambios extraordinarios que no pueden sino aportar nuevos contenidos y nuevas formas de «organización de la cultura» (Gramsci). La combinación entre la contrarrevolución cultural y política del neoconservadorismo de los años ochenta, la expansión y consolidación del neoliberalismo como un sentido común epocal y, a caballo de todo esto, los formidables alcances de la cuarta revolución industrial (la informática, la digitalización, la robótica, la Internet de las cosas, la Inteligencia Artificial, etcétera) desarrollada de modo fulminante en los últimos años obliga a pensar que estamos en presencia de una nueva lógica cultural o que, tal vez, las tensiones y contradicciones del sistema cultural ha llegado hasta sus límites haciéndolo estallar en miles de fragmentos. Conclusión ésta que, sin duda puede ser considerada como apresurada o hasta temeraria, pero que va de la mano con lo ocurrido en las sociedades capitalistas contemporáneas.
IV
En la revisión de sus concepciones originales Jameson enfrenta estos nuevos desafíos. Por eso comienza subrayando una importante distinción entre «postmodernismo» y «postmodernidad». Si el primero fue un estilo cultural, que estima ya ha pasado de moda, el segundo en cambio es nada menos que la tercera fase del capitalismo, la fase actual, y, por lo tanto, reafirma que «la postmodernidad todavía está muy con nosotros». Este concepto lejos de sus resonancias culturalistas remite al capitalismo actual concebido como un «modo de producción» con sus correspondientes estilos artísticos y culturales. La profunda imbricación de economía, política y cultura que caracteriza al capitalismo actual (pero, digamos, no así al que Mandel analizara hace casi cincuenta años) lleva a Jameson a asignarle a la cultura una desmesurada (a juicio nuestro) potencia determinante toda vez que, según él, «en nuestro tiempo, todo lo que compramos desde automóviles a pasta de dientes a alimentos está tan profundamente culturizado por la publicidad y las imágenes que resulta imposible afirmar si estamos consumiendo una imagen o un objeto material». Pensamos que aquí se equivoca porque casi ningún objeto material, y mucho menos en una sociedad en donde la dimensión audiovisual ha adquirido tanta importancia, se constituye como objeto de deseo, o aspiración de consumo, sin la intervención de una imagen explícitamente elaborada mediante los aparatos de propaganda del capitalismo que crean la necesidad de consumirlo. A renglón seguido Jameson afirma que «globalización y postmodernidad» son lo mismo, las dos caras de nuestro momento histórico, «entonces la globalización es la base y la postmodernidad la superestructura de esta tercera etapa del capitalismo». La postmodernidad es otro nombre para designar al modo de producción capitalista en su fase actual.
En esta etapa se complejizan enormemente las estructuras del capitalismo contemporáneo cuya raíz fundamental hoy se encuentra en el capital financiero, cuyo predominio fue potenciado por el formidable desarrollo de las nuevas tecnologías de información y comunicación. Son ellas, más la computadora y la Internet las que hacen posible las gigantescas transacciones del capital financiero a escala planetaria. En línea con las tesis de Ferdinand Braudel y Giovanni Arrighi, Jameson plantea -erróneamente a mi parecer- que la apoteosis del capital financiero ha rematado en la obsolescencia de la producción o de la economía real. Una cosa es que ésta se encuentre sometida a aquél; otra muy distinta es predicar su desaparición porque los papeles, los bonos, las acciones y los derivativos remiten todos, en última instancia y a través de una larga y compleja cadena de mediaciones, a la existencia de alguien que produce algo, sea un teléfono móvil, mil toneladas de soja o tres millones de barriles de petróleo. No obstante Jameson da en el clavo cuando afirma que la financiarización de la economía capitalista expresa la madurez de su desarrollo y el inexorable advenimiento de su fase otoñal.
Tras las huellas de Marshall McLuhan y otros autores, Jameson anota que estos cambios introdujeron modificaciones fundamentales en la subjetividad de los capitalismos actuales. Esta cuarta revolución tecnológica-industrial, como es a menudo denominada, modificó los parámetros espacio-temporales de nuestras sociedades. Jameson manifiesta una cierta ambigüedad en este asunto particular pues si por un momento llega a decir que «el espacio deroga al tiempo» poco después y en el contexto de su obra lo que aparece es la victoria del segundo sobre el primero, pues la instantaneidad no sólo de las febriles operaciones especulativas del capital financiero (que saltan de Singapur a Wall Street en un santiamén) sino de las comunicaciones del común de la gente permite no sólo acortar sino prácticamente hacer desaparecer el espacio, o la distancia espacial, como una barrera para el relacionamiento social.
Sería difícil subestimar la enorme importancia de este proceso por el cual el tiempo redimensiona a la baja o suprime la importancia del espacio. Es debido a ello que en varios escritos de análisis de las coyunturas recientes insistí en la importancia del «asociativismo digital» extraordinariamente potenciada por la pandemia y la cuarentena impuesta en casi todo el mundo. Ante la imposibilidad de viajar o de reunirse, la aplicación creativa de las nuevas tecnologías informáticas potenció la creación de innumerables eslabones de relacionamiento digital de movimientos sociales y fuerzas políticas anticapitalistas que hoy pueden conocerse recíprocamente, intercambiar valiosa información de sus luchas y desarrollar no sólo vínculos de mutuo aprendizaje sino también diseñar e implementar estrategias de acción colectiva inimaginables hace apenas unos pocos años. En el momento en que la cuarentena sea un doloroso recuerdo del pasado y las masas populares ganen la calle para luchar por la construcción de un nuevo orden socioeconómico y político nacional e internacional no sólo «postneoliberal» sino, ojalá, «postcapitalista», el «asociativismo digital» será un factor que potenciará enormemente la gravitación de las manifestaciones callejeras. Ante la inmutabilidad de los marcos institucionales del capitalismo para buscar nuevos horizontes políticos la calle recupera toda su centralidad, señalada por los clásicos de la filosofía política desde Platón a los clásicos del marxismo, pasando naturalmente por Maquiavelo. Sólo que ahora las siempre difíciles labores de coordinación de la acción colectiva de las grandes mayorías sociales se verán significativamente facilitadas por las nuevas tecnologías informáticas.
Pero según Jameson las fuerzas contestatarias deberían tener muy en claro que el capitalismo actual ha producido una «desdiferenciación de la economía y la política (que) transforma la naturaleza misma de ambas cosas, aboliendo su autonomía como ámbitos distintos y generando una contaminación general de la que a veces no somos lo suficientemente conscientes». Este constituye uno de los pasajes más enigmáticos y polémicos de su obra porque, ¿cuándo fueron la economía y la política ámbitos autónomos? La historia del capitalismo demuestra que desde sus primeras etapas en adelante, desde la acumulación originaria hasta la actualidad, la consolidación y expansión de ese modo de producción estuvo y está estrechamente ligada a los influjos que provienen del ámbito político La acumulación y la explotación capitalistas son impensables al margen de un Estado que legalice esos procesos, discipline a la fuerza de trabajo, eduque a las masas en el fatalismo y la sumisión y garantice que cualquier desafío de los oprimidos y explotados será efectivamente neutralizado apelando a los aparatos represivos. El reverso de esta medalla es el decisivo papel que juegan las determinantes económicas -siempre en última instancia- en la configuración de lo que Antonio Gramsci llamaba las «superestructuras complejas»: la cultura, la ideología y las relaciones de poder en el ámbito del Estado.
Dicho esto, la saludable preocupación de Jameson por superar al capitalismo lo lleva a endosar una actitud de crítica radical a la socialdemocracia, a quien le resta cualquier capacidad de superación de ese modo de producción, pero también a una izquierda que «sobrestima la política a expensas de la economía». Las consecuencias según nuestro autor es que «la cuasi- totalidad del actual pensamiento y teoría política de izquierdas se ha vuelto hacia el poder y el Estado, hacia las políticas democráticas y la crítica del sistema parlamentario, hacia fantasías de una nueva democracia universal y comunicacional a partir de Internet, eso cuando no acaba recayendo en antiguas visiones anarquistas de diverso tipo». Es preciso reconocer que hay aquí un cierto grado de verdad, porque en su afán por despegarse del «economicismo» y del «esencialismo» de ciertas versiones del marxismo vulgar, una cierta izquierda ha ido demasiado lejos y subestimado por completo el análisis de los fundamentos económicos del orden capitalista. Suponiendo, además, que el capitalismo admitiría sin resistencias una democratización ilimitada no sólo del Estado sino del espacio público y de los medios de comunicación. Pero, creo, hay otro sector de la izquierda que sería injusto hacerla objeto de la crítica que formula Jameson y que tiene un diagnóstico correcto de la estrecha interrelación entre economía, política y cultura como para caer en un esquematismo tan burdo como el que Jameson fustiga en su texto. La derecha, a su vez, no es inmune al rayo crítico de Jameson pues, según él, su proyecto es suprimir o neutralizar «la política como tal y permitiendo a la economía -es decir, al mercado- funcionar de la manera más puramente autónoma… (y como dijera) Hayek, que la política debería hacerse lo más aburrida posible, y que el Gobierno debería quedar restringido a expertos, con la menor consulta popular posible».
V
Una somera mirada a las transformaciones experimentadas por el capitalismo a partir del agotamiento del ciclo keynesiano nos permitirá apreciar mejor las aportaciones de Jameson. La indiferenciación de campos, de actividades, de experiencias, de esferas de la vida social que produjo el capitalismo actual difuminó por completo los contornos de la sociedad en la conciencia de sus sujetos. La respuesta que Margaret Thatcher brindara ante una pregunta que le hiciera una periodista del Woman’s Own en otoño de 1987 ilustra muy bien esta situación. Interrogada sobre el impacto que sus duras políticas de restructuración neoliberal tendrían sobre la sociedad, la Premier británica ofreció una respuesta extraordinaria por su contundencia y radicalidad. «La sociedad no existe» -dijo desafiante ante el asombro de la periodista. «Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias. Y ningún gobierno puede hacer nada excepto a través de su gente, y la gente tiene que preocuparse primero que nada de sí misma». El triunfo de la economía y los mercados aludido más arriba, a expensas de la exclusión de la política. «Meritocracia» se le llamaba a este talante ideológico en los años del macrismo en la Argentina. Pero la cosa es más grave, porque al responder de esta manera Thatcher develó el secreto que muy pocos teóricos y gobernantes conservadores o neoliberales están dispuestos a confesar: la reafirmación de una concepción que al exaltar hasta el infinito el egoísmo y el individualismo remata en una visión atomística de la sociedad que representa no otra cosa que su propia disolución. Sería el remate histórico de un contractualismo radical concebido en clave hiper-individualista cuyo desenlace no puede ser otro que el desvanecimiento de la sociedad, reducida a la sumatoria de un incalculable número de átomos individuales. O, en otras palabras, a una colección de millones de mónadas leibnizianas sin pasado ni futuro comunes y sólo relacionadas por el intercambio mercantil.
Ante este verdadero paisaje lunar de lo social que ha creado el capitalismo en su desenfreno terminal, ¿hasta qué punto las tesis de Jameson conservan hoy la relevancia que supieron tener en la época del capitalismo tardío? La guardan, efectivamente, cuando asegura que «ninguna sociedad previa ha tenido tan poca memoria funcional, tan poco sentido del pasado histórico como ésta». Pero cuando certifica la crisis, o el fin, de los grandes relatos, tesis aceptable con reservas hasta los primeros años de este siglo (porque ¿qué otra cosa fue el neoliberalismo sino un gran relato?) se interna en un campo minado porque la pandemia que azota el planeta hace que la humanidad entera se enfrente a un desafío inédito ante el cual el menosprecio posmoderno de la conciencia histórica, la totalidad, la verdad, los fundamentos estructurales de la sociedad y la praxis de los sujetos colectivos se desvanecen como la niebla matinal y abren de par en par las puertas para el retorno de las grandes narrativas, si bien con contenidos y formulaciones parcialmente novedosos y distintos de los anteriores. La proposición que afirma que «ya nadie cree en un cambio social a largo plazo; nuestro presente está confinado por una evaluación del pasado como una modernización fallida y por una concepción del futuro como un inminente desastre natural o ecológico» se convirtió en un anacronismo cuando los saberes convencionales se derrumbaron ante la tragedia del Covid-19 y el ya aludido colapso climático, fenómeno este íntimamente vinculado a la crisis sanitaria en curso. Al instalar el espectro de Tánatos amenazando la sobrevivencia de nuestra especie la pandemia produjo un súbito e inesperado despertar de la conciencia histórica y son cada vez más los que se convencen de que el capitalismo es un sistema histórico y además depredador y perverso. Y que tal vez otro espectro, el de alguna forma de comunitarismo, colectivismo o el «comunismo renovado o reinventado» de Slavoj Zizek, sea la única ruta de escape ante una catástrofe que podría adquirir proporciones bíblicas. Por otra parte, y ya refiriéndonos al período anterior al estallido de la pandemia, ¿qué sentido tienen en la cultura actual cuestiones tan caras a la interpretación de Jameson como el pastiche, la parodia y la ya mencionada crisis de la historicidad? En la era del Instagram, el Twitter, el TikTok, el Facebook y el WhatsApp: en un mundo «nano», del nanosegundo, la nanobiotecnología, la nanoinformática, la nanomedicina y la inteligencia artificial el postmodernismo del «capitalismo tardío» entra en un ocaso sin retorno y al ritmo del nanosegundo se derrumba como un castillo de naipes. Esto no significa que se reconstruya la trama cultural que caracterizó al modernismo entendido como las fases previas al «capitalismo tardío» sino que lo que existe hoy es un paisaje cultural muy distinto al que Jameson estudió y analizó tan cuidadosamente en su obra.
VI
La idea de la «sociedad» siempre resultó sospechosa para los teóricos del neoliberalismo. Su sólo nombre evocaba resonancias de socialismo, socialización, colectivismo, inclusive comunismo. Tal como lo señalara Jameson la formulación más radical de este talante en los años de la segunda posguerra fue obra de Friedrich von Hayek. Para este, la sociedad es apenas una extensión de los individuos y son sus acciones e interacciones las que la constituyen. Por lo tanto, aquella no existe independientemente de estos. De ahí que defina a la sociedad como «una multitud de hombres cuando sus actividades están mutuamente ajustadas entre sí. La sociedad no existe independientemente de los individuos y es el nombre del conjunto de sus interacciones. Los hombres en una sociedad pueden perseguir exitosamente sus metas porque saben qué esperar de sus pares». El remate de este razonamiento es que «la sociedad no sería un sujeto colectivo político ni ético; no podría ser interpelada y no se le podría atribuir responsabilidad ni deber alguno». Por consiguiente, la sola exigencia de reclamar del gobierno políticas que favorezcan la «justicia social» merece de parte de von Hayek las peores vituperaciones porque «el éxito de los individuos en las sociedades depende de su superioridad adaptativa innata».
Fue precisamente el abandono de estas concepciones las que en Occidente terminaron por convalidar el poder «excesivo y nefasto» de los sindicatos y, de manera más general, del movimiento obrero. Esta deriva colectivista del capitalismo a partir de la Gran Guerra terminó por socavar las bases de la acumulación privada con sus presiones reivindicativas sobre los salarios y con su presión parasitaria para que el Estado acrecentase cada vez más los gastos sociales. De ahí la execración que los neoliberales efectúan de los sujetos y las estrategias colectivos en pos de una inalcanzable «justicia social» que para Hayek es un «funesto espejismo». Y eso es así porque las acciones e iniciativas tomadas por una miríada de agentes los cuales no sólo no se conocen entre sí, sino que, además, en esa multitud «nadie tiene la responsabilidad ni el poder para asegurar que las acciones aisladas de una enorme masa de individuos producirán un resultado particular para una cierta persona».
Dadas estas condiciones no sorprende constatar la «impaciencia» (la furia, más bien) de Hayek con quienes utilizan irresponsablemente la expresión «justicia social», porque tal cosa no es sino una fórmula vacía, un verdadero nonsense, una «insinuación deshonesta», un término «intelectualmente desprestigiado» o «la marca de la demagogia o de un periodismo barato que pensadores responsables deberían avergonzarse de utilizar». Para nuestro autor la lamentable persistencia de esta demagógica consigna sólo puede ser producto de la deshonestidad intelectual de quienes se benefician de la confusión política por ella generada.
Resumiendo, el capitalismo contemporáneo no precisa de una sociedad más que para reproducir la fuerza de trabajo que necesita para la incesante ampliación del proceso de acumulación. Fuera de ello todo lo demás son obstáculos o molestos impedimentos. La completa atomización y apatía política de la sociedad es altamente conveniente para la serena marcha de sus negocios y la fragmentación posmoderna del universo cultural señalada acertadamente por Jameson – es un poderoso agente que acentúa el fetichismo y, por lo tanto, la invisibilidad de la sociedad burguesa y sus dispositivos de dominación y explotación.
Tal como Jameson lo observara para la etapa del «capitalismo tardío» la escena cultural está lejos de ser homogénea o, menos aún, uniforme. La fragmentación y el estallido de los particularismos y las diversidades, desde los agentes sociales y sus géneros hasta los valores, símbolos, gustos estéticos, modos del lenguajes, estilos arquitectónicos, formas de expresión y sociabilidad en la vida cotidiana, aficiones, «lifestyles» y todas las expresiones literarias y artísticas imaginables conviven, no sin dificultades, con una tendencia contraria que pugna por lograr la creciente homogeneización de la cultura en el «capitalismo de casino». ¿Cómo negar la creciente gravitación a nivel global de los efectos de una misma comida (la «junkfood» estadounidense) y un modo de comer, el «fastfood» usamericano, que pone fin a la mesa como espacio de convivialidad, de confraternidad y con-sororidad, un rito que fomenta la sociabilidad reemplazado por un rápida ingesta de una comida en un acto que hasta podría ser calificado como anti-social? En fin, gravitación también planetaria que lleva a millones en todo el mundo –especialmente las jóvenes generaciones a usar una misma indumentaria (empezando por los «blue jeans» y todo lo que vino después), disfrutar de una misma música, adoptar un mismo estilo de vida, relacionarse con el mundo exterior a través de un teléfono inteligente y cultivar –no todos, por supuesto, pero sí una distintiva mayoría- unos mismos valores hedonistas, consumistas e individualistas y, «lastbutnotleast», un intenso desprecio por la política. Este lamentable sistema cultural termina facilitando el funcionamiento de los dispositivos de la explotación y la dominación a escala planetaria. La generalizada subsunción del trabajo al capital y la facilidad del desplazamiento de este por los cuatro rincones del globo –el tiempo que derrota al espacio, una vez más- se potencia cuando en vez de sociedades con historias, estructuras, tradiciones, identidades y legislaciones propias del capital debe vérselas con una masa indiferenciada de vendedores de fuerza de trabajo y consumidores de los bienes y servicios que producen sus gigantescas corporaciones. Una sociedad intencionalmente embriagada de «presentismo» por los poderes dominantes, cuya conciencia alienada la lleva a ignorar el pasado (que serían «sólo documentos», acota Jameson) con el ineluctable resultado de repetir sus errores y a desdeñar cualquier proyecto de transformación a futuro que pondría en riesgo el deseo de «existir ahora, en el presente, sin ningún tipo de sacrificio por el futuro». No podríamos concluir esta sección sin mencionar las consecuencias que se derivan de las transformaciones del proceso de trabajo a partir del abandono de algunas de las grandes conquistas de la época del «capitalismo tardío», del keynesianismo. El avance de la precarización laboral y la transformación del trabajador sometido formalmente a un régimen salarial con su empleador (y, eventualmente, protegido por una contratación colectiva y el poderío de sus sindicato) en un «contratista» privado o un «free lancer» que trabaja bajo la figura del «cuentapropismo» y que es despojado de todos sus viejos derechos (vacaciones pagas, antigüedad, jubilación, seguro médico, regulación de la jornada de trabajo, etcétera) ha alterado profundamente la fisonomía del capitalismo contemporáneo y la relación de fuerzas a favor del capital. No tenemos tiempo ahora para ahondar en estos aspectos, pero no cabe duda de que son mutaciones preñadas de graves consecuencias para el bienestar público y con un sesgo claramente conservador.
VII
Una de las consecuencias de estas transformaciones ha sido el florecimiento de las identidades y, en paralelo, el desvanecimiento de los mecanismos de explotación que afectan al colectivo social, si bien de manera distinta según las diferentes clases y grupos sociales que lo componen. Este tema fue felizmente analizado por Ellen Meiksins Wood.
Wood en varios de sus escritos, principalmente en su gran obra de síntesis: Democracia contra capitalismo. La renovación del materialismo histórico. En ella la autora examina distintos aspectos de lo que llama «la política de la identidad», que al exaltar la singularidad de las diferencias y la necesidad de su tolerancia y respeto, involuntariamente -¿o no, cuestión abierta a debate?- desaparece del horizonte de visibilidad la diferencia fundamental que estructura a la sociedad capitalista: aquella que opone a propietarios de los medios de producción contra quienes sólo tienen como recurso para sobrevivir la venta de su fuerza de trabajo. Es debido a esto que no es una exageración la que comete Daniel Bernabé cuando titula un libro dedicado a este tema como La trampa de la Diversidad. Remitiendo no por casualidad a ciertos enunciados de Margaret Thatcher, Bernabé asegura que la exprimera ministra británica supo instrumentar una parábola semántica mediante la cual no por obra del azar la palabra inglesa «unequal» adquiere como connotación más significativa y corriente lo «diferente» en lugar de lo «desigual». Al fin y al cabo, en el discurso neoconservador del cual ella fue una de las más importantes exponentes prácticas esta operación no podía tener otro fin que el de, precisamente, ocultar la desigualdad constitutiva del sistema capitalista y sugerir que aquélla era apenas una diferencia más, lo que precisamente criticaba con razón Meiksins Wood más arriba. En un discurso pronunciado ante la Conferencia del Partido Conservador dijo: «Todos somos diferentes. Nadie, gracias a Dios, es como cualquier otra persona, por mucho que los socialistas pretendan lo contrario. Creemos que todos tienen derecho a ser diferentes, pero para nosotros cada ser humano es igualmente importante».
La contracara de esta fragmentación y disolución de la sociedad en el discurso neoliberal es la despolitización que induce el capitalismo a través de sus aparatos ideológicos. Nada más propicio para asegurar la serenidad y previsibilidad de la acumulación capitalista que la existencia de una enorme masa popular atomizada, desorganizada, desinformada y despolitizada, preocupada tan sólo por asegurar su sustento renunciando a cualquier estrategia colectiva por concebirla como imposible o inconveniente dada la parafernalia de contradictorias identidades y confiando ciegamente en la eficacia de sus propios esfuerzos. Supuestamente la disciplina, austeridad y contracción al trabajo de sus individuos los harían merecedores del largamente anhelado ascenso social. No por casualidad la indiferencia y la apatía políticas fueron exaltadas por los teóricos de la Comisión Trilateral, especialmente por Samuel P. Huntington, como importantes aportes a la estabilidad de las «democracias» -en realidad plutocracias ocultas tras un inconsecuente aparato electoral lastrado por tasas crecientes de abstencionismo- como síntomas de la salud de ese régimen político.
La fatal combinación entre la deserción de los individuos de sus tradicionales encuadramientos colectivos (partidos, sindicatos, movimientos sociales de diverso tipo) y el aluvión de «posverdades» (y «plusmentiras») de una prensa que hace tiempo dejó de hacer periodismo para convertirse en instrumento de propaganda a favor del capital ha cambiado para siempre el paisaje cultural que caracterizaba al capitalismo tardío. Aquí se corrobora la descomposición de los imaginarios colectivos que le otorgaban sentido y una valoración positiva a la acción emprendida por las organizaciones populares al paso que avanza la señalada disolución simbólica de la idea misma de sociedad y de nación, de convivencia, de comunidad de origen y destina; en suma, que diluye la representación de la sociedad acerca de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. En un panorama cultural de este tipo la noción misma de ciudadanía o de miembro de una clase, la clase obrera, por ejemplo, pierde sentido. La falsa ruta de escape ante la incertidumbre y la inseguridad que todo esto provoca no deja otra opción que la salida individual.
Estas tendencias que hoy saltan a la vista fueron tempranamente avizoradas hace más de un cuarto de siglo por algunos analistas latinoamericanos. Norbert Lechner explicaba ya en 1994 como el «avance del mercado redefine el significado de la política». Proliferaron en aquella época interpretaciones varias en el ámbito de las ciencias sociales latinoamericanas que registraban el tránsito de una ciudadanía formal, propia del carácter ritual de los capitalismos democráticos, a una más sustantiva pero desgraciadamente sostenida en el consumo. La sustitución del ciudadano o la ciudadana por el consumidor era la prueba más flagrante del fracaso del proyecto democrático ensayado una vez que las dictaduras fueron abandonando la escena política. Lechner fue crítico de aquellas teorizaciones que empobrecían el valor de la democracia pero insistía con razón en que esta resignificación inducida por la dinámica de los mercados no podía ser explicada en clave economicista sino que obedecía al «auge de la cultura audiovisual». En aquellos momentos lo audiovisual pasaba por un dispositivo hoy casi por completo en desuso: la televisión, condenada al museo de antigüedades, como decía Friedrich Engels, como «la rueca y el hacha de bronce» al ser reemplazada por los teléfonos celulares y todos los dispositivos asociados a la fenomenal expansión de la Internet. El problema es que «la televisión facilita el acceso masivo a la imagen y desplaza a la palabra y ello afecta a la política, que tenía como soporte tradicionales precisamente el discurso y la lectura». Nuestro autor remite a la obra de uno de los primeros analistas de la comunicación que hubo en la Argentina, Oscar Landi, quien en un texto pionero de 1992 se interroga acerca de los efectos que la televisión ejercería sobre la política. Su respuesta fue premonitoria y Lechner la sintetizó de este modo: «por una parte produce una escisión entre la representación institucional y la representación simbólica de la política. La televisión escenifica la política acorde a sus reglas», modificando –perversamente, agregamos nosotros- «el carácter del espacio público. Por otra parte, produce una nueva mirada sobre la política». Este proceso comunicativo mediado por la televisión -y en la actualidad por los grandes medios de comunicación hegemónicos, con sus múltiples tentáculos entre los que se encuentran las redes sociales- «fija la agenda política, constituye actores, genera expectativas y, sobre todo, instalan la legitimidad y la reputación públicas. Todo esto descansa cada vez más sobre el impacto instantáneo de ciertas imágenes».
Las reflexiones precedentes suscitan hondas preocupaciones sobre una nueva lógica cultural que ahora, más que antes, descansa sobre un torrente interminable de productos audiovisuales y en donde la televisión es la fuente menos importante si se la compara con las redes sociales. Todo ello potenciado exponencialmente por la pandemia del Covid-19 que multiplicó el uso de las redes sociales y la internet como jamás antes. Consternado por la situación vigente a finales del siglo pasado el politólogo italiano Giovanni Sartori observaba que «en la televisión el hecho de ver prevalece sobre el hecho de hablar. Como consecuencia, el telespectador es más un animal vidente que un animal simbólico. Para él las cosas representadas en imágenes cuentan y pesan más que las cosas dichas con palabras. Y esto es un cambio radical de dirección, porque mientras que la capacidad simbólica distancia al homo sapiens del animal, el hecho de ver lo acerca a sus capacidades ancestrales, al género al que pertenece la especie del homo sapiens».
Un clima cultural y político con las características arriba señaladas deja a la población trabajadora, a las clases y capas populares, en una situación de grave indefensión. Allí el «killinginstinct» de los empresarios, tan exaltado en las Escuelas de Negocios de Estados Unidos y sus satélites de ultramar, encuentra un terreno ideal para dar rienda suelta a su vocación predatoria. Instinto que no sólo ha servido para empobrecer a las grandes mayorías populares y precarizar sus condiciones de existencia tanto en el mundo desarrollado como en la periferia del sistema sino que también ha sido un factor decisivo en la degradación de los sistemas democráticos, cada vez más convertidos en corroídas fachadas cuyas formalidades no alcanzan a ocultar que detrás de ellas ha emergido una plutocracia que cada día gobierna más abiertamente y en flagrante contradicción con el ideal democrático.
VIII
Esta triple involución: de una cultura que estalla como un espejo roto que impide el reconocimiento (o la necesaria reconstrucción) de una identidad nacional; de una sociedad que se desintegra en sus átomos individuales sólo movidos por impulsos egoístas y, finalmente, de una democracia que se desliza por el tobogán que culmina en la plutocracia no ha ocurrido sin tropezar con resistencias plebeyas. En algunos países de Latinoamérica éstas han sido vigorosas y en la primera década de este siglo dieron origen a numerosos gobiernos de izquierda o progresistas que pudieron contrarrestar, al menos parcialmente, las aristas más letales de la contrarrevolución neoliberal. En otros la resistencia fue menor, pero aun así existió. Y todo lleva a pensar que con el agravamiento de la crisis general del capitalismo -estallada en el 2008 y que catorce años más tarde todavía arroja sombras cada vez más espesas sobre la economía mundial que el Covid-19 no hizo sino agigantar- será apenas una cuestión de (corto) tiempo el resurgimiento de la protesta social y la resistencia ante el holocausto social perpetrado por el capitalismo una vez que el confinamiento obligatorio para combatir la pandemia haya llegado a su fin. Las protestas multitudinarias contra las políticas y los gobiernos neoliberales marcaron a fuego los últimos meses del 2019 y amenazaban con precipitar grandes cambios. La pandemia impuso un paréntesis obligatorio que salvó a algunos gobiernos que estaban prácticamente desahuciados y disminuyó la presión que existía sobre otros. De todos modos, todo indica que cuando al Covid-19 sea un triste recuerdo del pasado las impostergables tareas de reconstrucción económica y social transitarán por un sendero completamente distinto al recorrido en el pasado. Si de algo podemos estar absolutamente seguros es que la ecuación Estado-Mercados será redefinida en términos favorables al primero y en detrimento de los segundos. Será un Estado más fuerte y ojalá que más democrático, pero eso dependerá de las fuerzas sociales que luchen por ello. Y el cambio político vendrá de la mano de un cambio cultural, de una «reforma intelectual y moral» diría Antonio Gramsci precipitada por la tragedia y el descrédito en que cayeron las ideas y valores fundadores del neoliberalismo a causa de la letal combinación de la pandemia con una profunda depresión económica.
De ahí que para que estas resistencias sean coronadas con el éxito será necesario librar una firme contraofensiva en el terreno de las ideas y la cultura. Habrá que «repolitizar» la vida social y demostrar la falacia de las soluciones procedentes de la «antipolítica» o de quienes dicen proceder del exterior del mundo de la política, como Donald Trump en Estados Unidos, Mauricio Macri en Argentina, Sebastián Piñera en Chile o Jair Bolsonaro en Brasil. Casos en los que el capital pasa a gobernar por su cuenta prescindiendo de sus molestos, y a menudo ineptos, representantes políticos cuya mediación resulta cada vez más innecesaria en la misma medida en que crece la penetración de los medios de comunicación en las conciencias y los corazones de la población. Repolitización, pues quien abandona la política deja el terreno en manos de su enemigo de clase. La «antipolítica» es un componente decisivo de la nueva lógica cultural del «capitalismo de casino» que consagra una nueva y más perversa forma de «hacer política». Esta oculta el hecho de que las masas no tendrán salvación posible al margen del trazado de una estrategia de acción colectiva -es decir, política- de resistencia al capitalismo y al imperialismo y de la creación de un nuevo orden poscapitalista. Estrategia colectiva de lucha que, vale recordarlo, hizo posible que durante los años de oro del «welfarestate» keynesiano -el «capitalismo tardío» de Jameson- en algunos países del mundo desarrollado los sectores populares hubiesen experimentado una mejoría en sus condiciones de existencia y una importante ampliación de sus derechos sociales, seriamente recortados en los últimos años.
El «presentismo» al que aludiera Jameson nos obliga a extremar los recaudos en relación con la viabilidad práctica de estrategias reformistas o revolucionarias evitando caer en los errores del voluntarismo o en la infructuosa espera del evolucionismo economicista a la Bernstein. La ruptura y el desconocimiento, cuando no el desprecio, por el pasado y el recelo que suscita una política que intente «tomar el cielo por asalto» fueron rasgos inocultables del pasado. Y hablamos del ayer porque creemos que la pandemia ha removido algunos de los cimientos sobre los que se apoyaban aquellas creencias y actitudes. La humanidad se enfrenta a inéditos desafíos y lo que ayer parecía sensato y prudente comienza a ser visto por algunos sectores de nuestras sociedades como desatinado y hasta aberrante en el momento actual.
Dado lo anterior parece oportuno finalizar estas reflexiones inspiradas en la obra de Jameson con una alusión a un poco conocido texto de Antonio Gramsci – «Odio a los indiferentes»– en el cual el fundador del Partido Comunista Italiano (PCI) manifestaba su desprecio por quienes como Poncio Pilatos se lavan las manos y miran hacia otro lado en medio de la tragedia del mundo contemporáneo; odio a los apáticos y los que hacen un culto de la despolitización y predican el repliegue de las masas sobre sus intereses egoístas. «Odio a los indiferentes» –decía Gramsci- «porque creo que vivir es tomar partido. Quien verdaderamente vive no puede dejar de ser ciudadano ni de tomar posición. La indiferencia es abulia, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso, odio a los indiferentes. La indiferencia es el peso muerto de la historia». Los aparatos ideológicos del Estado, y sobre todo la prensa concentrada que ha hecho de la mentira su rasgo más distintivo, elogian sin cesar la indiferencia, el escapismo, el repliegue individualista que condena a las grandes mayorías nacionales a una terrible derrota. Estas alabanzas no son otra cosa que la administración edulcorada de la medicina abstencionista que necesitan los capitalistas para dominar sin sobresaltos. En cierta forma lo había expresado George Soros, en vísperas de la primera elección de Luiz Inácio «Lula» da Silva en Brasil, en el 2002 cuando advirtió a los brasileños que no se excitaran demasiado sobre las próximas elecciones presidenciales de ese país porque «en el capitalismo global moderno sólo votan los estadounidenses, los brasileños no votan». Y en otra ocasión Soros fue más lejos al decir que «los mercados votan todos los días y obligan a los gobiernos a adoptar medidas impopulares, desde luego, pero indispensables. Son los mercados los que poseen el sentido del estado». La fórmula es bien clara: «antipolítica + antipartidos = gobierno de los mercados». Contra eso debemos luchar. La postura de Gramsci reconoce el influjo nada menos que del Dante cuando en La divina comedia sentenció que el círculo más horrendo del infierno lo había reservado Dios para quienes en tiempos de crisis moral habían optado por la neutralidad. Pocas expresiones del gran florentino son más apropiadas que éstas para describir la condena que merecen el talante neutro y prescindente de las masas adormecidas por el fetichismo consumista y una lógica cultural que sin ser idéntica a la del pasado conserva muchos de sus rasgos y acentuó algunos de los más negativos. Actitud que también prevalece entre amplios estratos de intelectuales y políticos ganados por esa prédica disolvente, conformista y desmovilizadora que, al exaltar la vivencia del momento, el «presentismo», promueven una neutralidad que condena a la sociedad a una progresiva barbarización de sus condiciones de existencia. Todo esfuerzo que se haga para evitar tan terrible desenlace será poco porque, como lo recordara el comandante Fidel Castro en más de una ocasión, no sólo es el capitalismo el que está en cuestión sino la propia humanidad la que está en peligro. La célebre consigna de Rosa Luxemburgo es hoy más válida que nunca: «Socialismo o barbarie». Por ahora el mundo se está inclinando hacia la barbarie, y no debemos escatimar esfuerzos para detener esa marcha hacia el abismo.
Referencias bibliográficas
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