
POR OMAR ROMERO DÍAZ /
En un planeta desgarrado por la avaricia, el odio y la lógica de la muerte, pocos nombres resuenan con la autenticidad ética de José ‘Pepe’ Mujica. No fue santo, ni infalible, ni buscó erigirse como guía de multitudes. Pero en su radical sencillez, en su terquedad humanista, nos dejó un legado que hoy resulta urgente y esencial. Mientras el mundo corre hacia su abismo climático, social y moral, Mujica nos ofreció otra ruta: la de la coherencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace.
No fue el poder lo que definió su grandeza, sino su renuncia a él. En tiempos donde la política es muchas veces el arte de acumular privilegios, Mujica hizo de la renuncia una forma superior de rebeldía. Rechazó el oropel, el séquito y la hipocresía. Eligió vivir con lo justo no como gesto de mártir, sino como acto de profunda libertad porque entendía que la abundancia que no se comparte se convierte en miseria espiritual. Su austeridad no era marketing: era denuncia viva contra el inicuo sistema que mide la dignidad por el consumo.
Pero Mujica no fue solo símbolo, fue acción concreta. Entendió que la paz en Colombia no era asunto local, sino reto continental. No acudió a los foros como conferencista estelar, sino como hermano del dolor ajeno. Apoyó la paz sin cálculo electoral, porque sabía desde las entrañas de su pasado guerrillero que las armas no construyen futuro. Su voz, muchas veces pausada y otoñal, tenía la fuerza de quien ha tocado fondo y ha vuelto a levantarse con dignidad.
América Latina lo reconoció como uno de los suyos, no porque hablara de integración, sino porque la vivía. Respetaba la soberanía de los pueblos, pero alertaba contra los monstruos globales que devoran nuestras selvas, contaminan nuestras aguas y condenan a nuestros jóvenes a una vida sin horizonte. “Amazonía, no Amazonas”, decía, porque sabía que el lenguaje también es territorio.

¿Y qué decir de su mensaje a los jóvenes? En un mundo que les vende éxito como fama rápida y dinero sin alma, Mujica les habló del valor del tiempo, de la necesidad de fracasar para crecer, de construir una vida con propósito. Les dijo: no se vendan, no se traicionen, no olviden que la libertad no es acumular, sino soltar. Que la felicidad no se compra, se cultiva.
Su muerte física es apenas una anécdota biológica. ‘Pepe’ Mujica ya había traspasado los límites de la carne: es ética encarnada, es semilla en cada lucha justa, es memoria viva en cada resistencia. Es el abuelo de una América Latina que aún puede ser faro, si decide caminar con los pies en la tierra y el alma en la utopía.
En tiempos oscuros, Mujica es la luz que no enceguece, sino que guía. El mundo, aunque aún no lo sepa del todo, ha perdido a su último sabio. Pero también ha heredado su llama. Y ahora, nos toca a nosotros sostenerla.