POR YOLANDA DÍAZ*
Texto del prefacio para la reedición de El Manifiesto Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels por la editorial española Galaxia Gutenberg.
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El pensamiento de Karl Marx parece escrito, con tinta indeleble, sobre el viento de la Historia. Reaparece siempre, en los contextos de crisis económica y social, con toda su lucidez y su capacidad de estimular la reflexión. Su mirada sobre los mecanismos de la producción capitalista sigue arrojando comprensión y luz sobre los principales problemas de nuestro mundo y de nuestro tiempo.
Hay muchos marxismos en Marx, muchas refutaciones y rescates. Ópticas poscolonialistas u ortodoxas, visiones que condenan su sesgo patriarcal o que celebran su relación con la naturaleza y el medio ambiente. En cualquier caso, como teórico social, Marx desbarató los esquemas ideológicos de la clase burguesa, del capitalismo, reventando las costuras y trampas de su lenguaje y, a la vez, de su capacidad de dominar.
En Galicia utilizamos el sintagma “mover os marcos” para referirnos a una práctica severamente condenada, que consiste en alterar, con nocturnidad y alevosía, las lindes y marcas físicas que rodean un terreno o una parcela agrícola. A veces esos marcos no existen físicamente: ha desaparecido la piedra, el árbol, o se ha secado el pequeño arroyo que delimitaba la propiedad. Pero esa sabiduría ancestral de la frontera pervive en la memoria oral, casi en el inconsciente colectivo.
Marx y Engels, en El Manifiesto Comunista, movieron los marcos invisibles del pensamiento occidental. A la vista de todo el mundo, a plena luz del día. Ambos abrieron una nueva conversación. Con un espíritu tan esperanzado como revolucionario, trastocando convenciones y denunciando injusticias atávicas.
Marx ha sido caricaturizado y simplificado en innúmeras ocasiones. El mismo lenguaje que él contribuyó a desmantelar le ha jugado malas pasadas. Las traducciones, por ejemplo, realizadas a lo largo de los años sobre el original alemán, han instituido sintagmas y lugares comunes, como el de “dictadura del proletariado”, que no se corresponden con el sustrato exacto de sus tesis.
También sus metáforas han opacado, en ocasiones, las categorías a las que aluden.
El Manifiesto Comunista es un texto de propaganda, político, convendría no olvidarlo. Y, sin embargo, sorprende en él su alma literaria, su estilo límpido, asertivo, en el que se transparentan las cuatro manos de dos amigos, entrelazando sus juicios y sus anhelos. Es un texto fraternal, no sólo por su factura compartida, sino también por su carácter de carta abierta a la humanidad y a las clases trabajadoras.
Marx, conocedor y hablante de varios idiomas, leía habitualmente a Homero, a Shakespeare y a Cervantes. También a Dante. Declamaba pasajes enteros de La divina comedia, una devoción compartida con Engels, que homenajeó al poeta en el prólogo a la edición italiana de El manifiesto comunista, en febrero de 1893: “¿Nos brindará Italia a un nuevo Dante que anuncie el nacimiento de la edad proletaria?”, se pregunta Engels. Y a Balzac, cómo no. Marx admiraba su capacidad de prospectar en lo más profundo del alma humana y de las transformaciones sociales de su tiempo.
El yerno de Marx, Paul Lafargue, autor de aquel visionario ensayo, El derecho a la pereza, citó en determinada ocasión la predilección del viejo Karl por una obra del escritor francés, La obra maestra desconocida, en la que el filósofo de Tréveris se veía milagrosamente reflejado. Decía Lafargue: “En esta obra un pintor genial se atormenta de tal forma por el deseo de reproducir las cosas tan exactamente como se reflejan en su mente, que pule y retoca su cuadro una y otra vez hasta que al fin resulta que no ha creado sino una masa informe de colores, la cual sin embargo representa a sus ojos velados la más perfecta reproducción de la realidad”.
Quizás a través de ese mismo prisma, el de una obra en perpetuo crecimiento y transformación, sea más apropiado abordar, hoy día, la lectura de El Manifiesto Comunista de Marx y Engels. No como un dogma estático, imperturbable, monocolor, anclado en su propia razón, sino como una clave interpretativa, tan borrosa como exacta, que nos permite pulir y retocar, una y otra vez, nuestra visión del mundo y de las cosas.
En este sentido, El Manifiesto Comunista es uno de esos libros mágicos e inagotables, nacidos para perdurar, que consiguen retratar la realidad y, al mismo tiempo, transfigurarla. Creo que Marx y Engels fueron, ellos mismos, conscientes de la condición procesual de su obra, o por lo menos de la impredecible variabilidad de una ecuación, que, en nombre del comunismo y de un ideal revolucionario, se resuelve con la derogación de las verdades eternas y la conquista de una democracia genuina. Así se ha ido reflejando en los diferentes prólogos a las ediciones internacionales del libro: un juego de muñecas rusas que esconde, en su interior, los subtextos y paratextos que lo conforman.
Aproximarse, con este prefacio, a esa genealogía interpretativa es, además de una responsabilidad, un orgullo, encarnado en un profundo respeto y admiración por las voces y las aportaciones de Marta Sanz, Wendy Lynne Lee, José Saramago, Santiago Alba Rico, Iván de la Nuez y José Ovejero, al cargo de la edición y de la traducción.
José Mesa y Leompart, al frente de La Emancipación de Madrid —semanario en el que también participó el ferrolano Pablo Iglesias— fue, en 1872, el autor de la primera versión de El Manifiesto Comunista publicada en España. Ese texto no procede directamente del original alemán sino que atravesó, previamente, el francés y el inglés para llegar a nuestro idioma.
La redacción de El Socialista, en la calle Hernán Cortés, número 8, de Madrid, vio nacer, en 1886, otra de las primeras ediciones de El manifiesto comunista en España. El edificio no existe ya y nada, en esa estrecha vía, perpendicular a la calle Fuencarral, sitúa en aquel lugar el origen de la proclama solidaria de Marx y Engels. Reivindicar tal memoria es una tarea política, al parecer impensable en una capital amnésica, cuyos gobernantes no han dudado en retirar del espacio público las placas y honores al socialista Francisco Largo Caballero.
Conmueve pensar en aquellos primeros ejemplares, hojas de papel, volando de mano en mano, guardadas, como oro en paño, bajo el uniforme de trabajo o en los pliegues de una falda. Palabras grabadas para siempre en las pupilas y en los corazones de aquellas mujeres y aquellos hombres cuya esperanza nos debe aún hoy interpelar, pues su esperanza es, al fin y al cabo, la misma que la nuestra.
El “tiempo del ahora”, afirmaba Walter Benjamin, es ese momento concreto en el que el pasado colisiona con el presente y resurge en él. Quizás como esa gran ola que se gesta lejos de la orilla, donde no alcanza la vista, en el medio del mar, y que acaba por romper en la roca bajo nuestros pies. Ahora.
Esta nueva entrega de El Manifiesto es, en ese sentido, un acto de memoria y de redención, que se suma, felizmente, a la conmemoración en 2021 del centenario del Partido Comunista de España (PCE). Un PCE, fundado en 1921, que sufriría, a lo largo de su convulsa vida, guerras, represión, exilio y clandestinidad.
En todo ese tiempo, El Manifiesto Comunista ha continuado desarrollando su carácter programático, al compás del siglo, de las crisis económicas globales y de las grandes revoluciones. Enfrente ha estado siempre el capitalismo, en cualquiera de sus diversas y voraces mutaciones, dispuesto a fagocitar, corromper y desintegrar la misma realidad que lo constituye, pero sin poder escapar nunca a las teorías de Marx y al poder transformador de este texto. Un libro que nos habla de utopías, encriptadas en nuestro presente, y en el que late, hoy como ayer, una tan vital como apasionada defensa de la democracia y la libertad.
*Yolanda Díaz es vicepresidenta segunda del Gobierno de España en funciones, ministra de Trabajo y líder de la formación política de izquierda, Sumar.
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