POR ARTURO ESCOBAR
La controversia de las últimas semanas en Colombia sobre el decrecimiento ilustra las enormes y complejas dificultades que involucra la transformación de un discurso o ideología tan arraigado como el crecimiento económico. Hablar en contra del crecimiento significa ir a contracorriente de todo un modelo civilizatorio que erige a la “economía” como el valor central de las sociedades, con el crecimiento como motor central, pues esta economía solo sabe crecer y acumular.
El decrecimiento es un concepto, un imaginario, un movimiento, y una propuesta ética y política. En esto se parece al buen vivir y al vivir sabroso. Son propuestas radicales, pues van a las raíces del sistema que tiene a la humanidad al borde del abismo. Frente a la obsesión productivista y desarrollista de gobiernos, empresarios y políticos, estos conceptos-movimiento buscan recuperar el sentido de los límites y hacer tangible la meta de una prosperidad sin crecimiento y una abundancia frugal. No se trata solamente de vivir con menos, sino de vivir diferente y más felices, con un relacionamiento diferente entre el mundo humano y no humano. Su propósito es construir sociedades con menos crecimiento por diseño, no por desastre. Vivir con sencillez para que otros puedan sencillamente vivir.
¿Por qué es necesario considerar estas propuestas seriamente? Porque siete décadas de política económica desarrollista centrada en el crecimiento no han producido el tan cacareado “desarrollo”, a pesar del progreso material logrado por un segmento pequeño de la población; porque dejó de tener sentido seguir aceptando un sistema económico basado en el uso intensivo de materiales y energía, cuyos resultados principales son acelerar la vida, subordinarnos cada vez más a las pantallas, precarizar los trabajos y arrasar el planeta, todo esto para que los ricos del mundo afiancen su control en detrimento de la mayoría; y porque el crecimiento ha contribuido grandemente a mantener sistemas jerárquicos de explotación y dominación, todo lo cual se acrecentó durante las décadas neoliberales de desprotección social, en particular detrimento de las mujeres y las economías populares, campesinas y comunitarias.
La preocupación por el crecimiento surgió con la teoría económica moderna a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Pero aún durante este período había una cierta conciencia de los límites naturales de la producción, como nos recuerda el economista ecológico de la Universidad del Valle Mario Pérez en su Prólogo al excelente volumen Decrecimiento. Vocabulario para una nueva era (2018). A medida que el capitalismo se consolidaba, esta preocupación por los límites desapareció; la economía neoclásica dejó a la naturaleza por fuera de las ecuaciones de producción, legitimando la hipótesis del crecimiento infinito. Con la Gran Depresión de final de la década de 1920 regresó el crecimiento al pensamiento económico. Pero la consolidación del imaginario del crecimiento solo tuvo lugar con las teorías del desarrollo de las décadas de los 50s y 60s, cuando se empezó a ver a los países pobres como “estancados” y atrapados en un círculo vicioso de baja capacidad de inversión, ahorro y productividad.
Había que modernizar las sociedades y empujar a los campesinos a las ciudades, y solo un crecimiento acelerado basado en la industrialización podría lograr tan radical transformación. El desarrollo se veía como la solución mágica para sacar a los países del “Tercer Mundo” de su “pobreza”, y salir del “subdesarrollo” se convirtió en una obsesión para las élites de Asia, África y América Latina. Aún estamos atrapados en este insólito y absurdo sueño, a pesar de todas las evidencias en su contra.
El propósito del decrecimiento, como leemos en el breve y útil compendio A favor del decrecimiento (G. Kallis, S. Paulson, G. D’Alisa y F. Demaria, 2020), es “reorientar la vida y la sociedad hacia el bienestar”. El libro busca demostrar “cómo los recursos disponibles pueden compartirse e invertirse de manera diferente, para asegurar una vida plena para todos con menos dinero, menos explotación y menor degradación ambiental”. El fundamento de la propuesta decrecentista es la necesidad de disminuir la cantidad de materia y energía utilizadas por las sociedades –y por tanto, las transacciones de mercado– como prerrequisito para atenuar el impacto de la economía sobre el planeta. Como el vivir sabroso, el decrecimiento no procura “una privación forzada, sino asegurar a todo el mundo lo suficiente para poder vivir con dignidad y sin miedo, experimentando la amistad, el amor y la salud; una sociedad donde poder dar y recibir cuidado, y disfrutar del tiempo libre y de la naturaleza”. El decrecimiento resuena con propuestas tales como el ingreso básico y los servicios básicos universales, la disminución del tiempo de trabajo, las transiciones energéticas, y la restructuración de la movilidad urbana. Plantea la construcción de instituciones que sepan vivir bien sin crecimiento.
El decrecimiento se construye a través de prácticas tales como las economías populares, comunitarias y solidarias; la defensa de ríos, lagos, bosques y montañas como comunes; redes digitales de apoyo para la vida digna; nuevas formas de cooperativismo; agroecología y soberanía alimentaria; y ciudades en transición, entre otras. Muchas luchas ambientalistas, anti-patriarcales y anti-racistas se oponen al crecimiento concentrador y explotador. Como afirma el catalán Joan Martínez Alier –reconocida autoridad mundial sobre la economía del decrecimiento-, para avanzar en este camino es importante crear alianzas entre los movimientos ambientalistas liderados por los pobres del Sur con los del Norte.
Una de las preguntas más frecuentes es si el decrecimiento es aplicable a América Latina. ¿Acaso no es necesario el crecimiento para disminuir la desigualdad y la pobreza? Pensemos: si dos siglos de capitalismo y siete décadas de desarrollo basados en el crecimiento no lo han logrado, ¿por qué habría de lograrse esta meta ahora cuando las problemáticas son más apremiantes que nunca? Si bien es cierto que la idea del decrecimiento nació en Europa, el principio de la interdependencia indica que todo el planeta tiene que decrecer, aunque este decrecimiento tomará formas y temporalidades distintas en cada sociedad. En países como Colombia, es obvio que muchas cosas tienen que crecer, como la salud, la educación, la vivienda digna, las agriculturas campesinas, etc., y muchas decrecer, como el extractivismo minero-energético, lo cual redundaría en muchos otros beneficios (ver columna anterior sobre este tema).
Estas metas, sin embargo, no se lograrán maximizando el PIB, buena parte del cual termina en los bolsillos de los ricos y las corporaciones. Nadie está diciendo que el final del crecimiento será una transición fácil. El gran desafío es cómo desacelerar la actividad económica al mismo tiempo que se asegura y se mejoran las condiciones de vida de la mayoría, reduciendo al máximo la pobreza, disminuyendo la desigualdad y proporcionando condiciones para enfrentar las crisis ambientales. Todo esto implica estimular economías alternativas –ecológicas, feministas, comunitaria y populares–, tanto en la teoría (pluralizar las ciencias económicas) como en las prácticas de gobiernos, empresarios y comunidades. Esta es una dimensión crucial para las transiciones socioecológicas vislumbradas por el Pacto Histórico, y tiene mucho sentido que el gobierno introduzca estos debates tanto a nivel nacional como internacional.
En última instancia, el decrecimiento, el buen vivir y el vivir sabroso son desafíos frontales al cuestionado mito fundante de la economía moderna, de acuerdo con el cual el ser humano es por naturaleza egoísta, competitivo y acumulador de cosas, sin considerar que esto supone la devastación ambiental y el empobrecimiento de la mayoría. Los tres conceptos abogan por una nueva comprensión de la sociedad y del humano centrado en el cuidado de la vida; buscan recuperar el placer de la coexistencia. Queda la pregunta: ¿qué debemos abandonar para cultivar estas otras formas de vivir?
El Espectador, Bogotá.
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