POR JULIO CÉSAR CARRIÓN CASTRO
La memoria colectiva del mundo occidental, está profundamente marcada por la violencia en nombre de la razón, la civilización y el progreso. Los ideales de la Ilustración han sido reducidos a los intereses del capital y del poder y, en una especie de “vergüenza prometeica”, vemos, como lo ha señalado Theodor W. Adorno en su ensayo La educación después de Auschwitz, que la barbarie pertenece al principio mismo de la civilización, y que la razón occidental se expresa también en los campos de concentración y de exterminio.
Una etiología del “Mal”
Sistemáticamente se ha venido estableciendo no sólo el deterioro y la decadencia de los mitos fundacionales, de las mentalidades tradicionales, del pensar y del sentir cristiano-feudal, que logró perdurar por miles de años, sino la propia paulatina aniquilación de los novedosos mitos en que se basó la naciente burguesía para confrontar el viejo régimen. El holocausto nazi y toda la reciente historia de occidente, certifican también la derrota de la individualidad, como proyecto espiritual en que se sustentara la pujante burguesía de la Ilustración.
El fallecido escritor húngaro Imre Kertéz, sobreviviente de Auschwitz y Premio Nobel de Literatura del año 2002, nos recuerda que el holocausto nazi representa el acontecimiento traumático más significativo de la civilización occidental. Precisamente se trató de suprimir por completo esas tesis y valores tan socorridos y nombrados, como la libertad, la igualdad, la justicia y los derechos humanos, reducidos a simple retórica publicitaria. Dice Kertéz: “No podemos negar que el mito de la razón del siglo XVIII fue el último gran mito creador europeo, y que su desvanecimiento o para utilizar una imagen más adecuada a nuestro tema su transformación en humo y cenizas, nos ha condenado a una orfandad psíquica y espiritual”. Lo más grave, lo peor de esta situación, es que estamos condenados a su reiteración, a su tediosa y cotidiana repetición; vemos cómo el horror de la muerte administrada, se ha convertido en cultura, en práctica justificada legalmente por distintos Estados y gobiernos; en comportamiento de vigencia universal y vemos como, “la sombra larga y oscura del holocausto se proyecta sobre toda la civilización en que ocurrió y que debe seguir viviendo con el peso de lo ocurrido y con sus consecuencias”.
La movilización total
El siglo XX está signado por la aparición y aplicación generalizada de la opción exterminista, como la expresión más peculiar del quehacer político-militar en Occidente, dado que significó que “el genio de la guerra se comprometió con el espíritu del progreso…” y el equipamiento militar de los Estados, llegó a disponer de las más sofisticadas armas de aniquilación masiva que le ha podido deparar la edad de las máquinas.
La cotidianidad de las guerras, provocó la más estrecha colaboración y hasta fusión, entre las actividades de la industria y los intereses militares; la inteligencia y la planificación de las empresas, terminaron puestas al servicio de la guerra como expresión de actos “nacionalistas” y “patrióticos”, con el fomento de los productos requeridos para la continuidad de los conflictos. Lo cual llevaría, inexorablemente, a que en los procesos bélicos ya “no exista distinción alguna entre combatientes y no combatientes”, como explícitamente lo denunció Ernst Jünger en su texto La movilización total.
La movilización total significa que “la representación armada de un país deja de ser el deber y el privilegio únicamente de los soldados profesionales y se convierte en tarea de todos los hombres aptos para las armas”. Fenómeno que adicionalmente condujo a la pérdida de las publicitadas libertades individuales, “ofensiva cuya tendencia tiene como objetivo -anotaba Jünger en 1930- que no exista nada que no quepa concebir como una función del Estado”.
Esta ha sido, además, la época del surgimiento de los hombres-masa; seres humanos subordinados a los derroteros de las modas, del espectáculo y del consumismo; especie de marionetas que marchan cual rebaños detrás de los cantos de guerra y de las ideologías mesiánicas. También es el tiempo del nacimiento del funcionariado, de aquellos individuos anónimos, dóciles e integrados que viven dentro del engranaje burocrático e impersonal de las maquinarias estatales, que los sujetan por completo, impidiéndoles todo asomo de libertad y autonomía, que les condiciona sus comportamientos, parcelando sus anhelos y quehaceres y definiéndoles totalmente la existencia. En resumen, seres humanos encerrados en las “jaulas de hierro” -Weber- o en las “madrigueras” -Kafka- de sus rutinas públicas y privadas, domésticas y laborales.
Esta es la condición humana proclive a la “movilización total”; sociedades terriblemente homogeneizadas, centradas en individuos subordinados al anonimato de las masas; caracterizados por la pérdida de toda diferencia y de la pluralidad de opciones. Individuos que, como se mostró en el nazismo, en el fascismo, en el estalinismo y, más tarde, en este cotidiano mundo del neofascismo que vivimos -bajo acogedores nombres como “mundo libre”, “Estado social de derecho” o “democracia”– son capaces simplemente de cumplir las órdenes y los lineamientos establecidos por sus “superiores”; personas que acatan sin contradecir en nada, la anónima autoridad de los impersonales funcionarios que, a la postre, terminaron gobernando el mundo. Funcionarios que, bien lo sabemos, se encuentran hoy ampliamente diseminados en todas las estructuras político administrativas de las contemporáneas sociedades y en las más diversas organizaciones públicas y empresariales, tanto del capitalismo tardío como de lo que fue llamado el “socialismo real”, bajo formaciones políticas totalitarias o reputadas precisamente como “democráticas”.
Los comienzos del siglo XX también se caracterizaron por ser la época histórica en que se fomentó ideológicamente la discutida hegemonía de las clases medias. Cuando irrumpe en la escena política el descomunal espacio de la marginación social, con ejércitos de desplazados de los procesos productivos, grandes migraciones forzadas, restricciones legales a amplios sectores de la población, considerados “inferiores”, expulsados y obligados a vivir en guetos y suburbios. Época de múltiples formas de xenofobia; del antisemitismo, del racismo y de la persecución a los contradictores políticos. Acciones antipopulares, amparadas en leyes y normas, supuestamente de carácter “excepcional” que dicen establecer una “suspensión temporal” de todo orden jurídico, para legalizar lo ilegal y legitimar lo ilegítimo. Situación que ayer se realizó plenamente en los campos de concentración y de exterminio de los regímenes nazifascistas, y que actualmente se cumple con beneficio de inventario, no sólo en los campos de concentración que aún perduran, sino en todos los espacios de la vida social. Walter Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia se burlaría de esta farsa señalando: “ningún sacrificio es demasiado grande para nuestra democracia, y menos que nunca el sacrificio temporal de la democracia misma”. De esta manera se fue instalando, entre unas multitudes inmersas en la movilización total, propiciada por los poderes estatales, la persecución organizada contra los judíos, los gitanos, los negros, los trotskistas y los inmigrantes, en distintas latitudes y momentos de este oscuro siglo. (Cf: Carrión Castro Julio César. La animalización integral del hombre. Paradojas de los derechos humanos. Edit. León Gráficas Ltda. Ibagué, 2006. Pág. 58).
Se trata de la movilización de individuos sujetados a una administración total que explota, controla, disciplina y regula todas las actividades y procesos de la vida; es lo que tan apropiadamente llamó Michael Foucault el biopoder, objetivo fundamental de los dispositivos de la dominación que no se basta con el control del cuerpo individual, logrado con el concurso de instituciones como las cárceles, los cuarteles, los hospitales, los manicomios, las fábricas y las escuelas, sino que se amplía a una total regulación sobre la especie, sobre las masas poblacionales en general, con mecanismos como el fichamiento, el control natal, las políticas estatales de eugenesia y eutanasia, y ya con la inminente manipulación del genoma humano.
Control total que opera con dispositivos y tecnologías modernas que apuntan, paradójicamente, por una parte, hacia el mejoramiento, ampliación y fomento de la vida, siquiera para algunos sectores beneficiados, pero, por otra parte, propicia el exterminio y la muerte administrada para amplios sectores considerados inferiores, superfluos, innecesarios, “desechables”. Esto se logra mediante las guerras -incluida, por supuesto, la amenaza de la guerra nuclear que haría desaparecer toda forma de vida de la faz de la tierra-, las masacres, la exclusión, la marginalidad y ese cotidiano genocidio social que se expresa en los millones de seres humanos que mueren de hambre, por carencia de agua potable o por enfermedades que podrían ser fácilmente curables.
Desde un pragmatismo cínico, los agentes promotores de este biopoder, pretenden presentarse como los hegelianos realizadores del espíritu, como la expresión culminante del devenir de la historia, aduciendo que el american way of life, con su desperdiciado consumismo compulsivo, es el género de vida propio de la posthistoria, y que ellos “prefiguran el presente eterno de la humanidad”. Por ello se permiten propalar al mundo entero el decálogo de sus “virtudes”, que en resumen constituye lo que se conoce como el “pensamiento único”.
Se trata ya (como lo ha expuesto claramente Pedro García Olivo en sus obras) de la instauración de un nuevo tipo de fascismo, de un demofascismo, heredero directo de la democracia representativa que, merced al ocultamiento y enmascaramiento de “todas las tecnologías de dominio, de todos los mecanismos coercitivos, de todas las posiciones de poder y autoridad, tiende a reducir al máximo el aparato de represión física y a confiar casi por completo en las estrategias psíquicas (simbólicas) de dominación”. De esta manera se realiza el ideal de establecer no sólo ese conformismo acrítico, sino de cumplir con la escatología del “progreso”.
La banalidad del mal
La noción del Mal, que antaño se representaba mediante la poderosa y escalofriante figura del diablo y que metafísicamente constituía un elemento de controversia y debate entre los filósofos y los teólogos, incluso superando toda la reiteración literaria a que hemos hecho referencia, ha adquirido un particular interés no exento de abstracciones teóricas, a partir de los análisis y las tesis expuesta por Hannah Arendt, referidas a la denominada “banalidad del mal”.
El mal, ente metafísico que ha acompañado por miles de años el devenir histórico de Occidente, pareciera que cobra otra eficiencia y una nueva vida, ahora de carácter pragmático. La teología siempre intentó explicar la existencia del mal, acudiendo a la teoría de la existencia incuestionable de un Dios bueno. Tanto la filosofía judía, como la cristiana, atribuyen el mal a la acción directa de la voluntad humana, que fue creada libre por Dios. El mal es, entonces, una violación a la ley de Dios por parte del hombre y en última instancia por influencia de ese personaje metafísico, supramundano, llamado Satanás.
Apartándonos de la hipótesis teísta, para tratar de explicar racionalmente el problema del mal, aceptando solamente hipótesis naturales y sociales, se podría ensayar un diálogo crítico con referencia al pensamiento contemporáneo, entendiendo que lo que se considera “el mal” posee raíces culturales, sociales, económicas y políticas. Sería este un ejercicio teórico y político que debe significar, por supuesto, la superación de todo optimismo metafísico, rebasar la idea de que nos encontramos en “el mejor de los mundos posibles”, como ya fue confrontado de manera profundamente crítica por Voltaire, que descartó mordazmente el desbordado optimismo de Leibniz y de Wolf.
En gracia de esta discusión y partiendo de la aceptación de que el mal existe al igual que existe el bien, aceptando también, que en líneas generales sabemos qué significa hacer el bien o hacer el mal, habría que modificar el cuestionamiento filosófico: se trata, específicamente, de averiguar ¿de dónde proviene el mal sociológico, la maldad humana? Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, luego de analizar, durante el juicio realizado a este criminal, las diversas situaciones y circunstancias reveladoras del holocausto nazi, de ese proceso de matanza administrada que comprometió a toda la sociedad alemana, llega a la desgarradora conclusión de que, “Eichmann no constituía un caso de enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de insania moral”, que “precisamente hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”. Asimismo, que la inmensa mayoría del pueblo alemán creía en Hitler, que eran plenamente conscientes de los lineamientos estratégicos de sus líderes y que confiaban en sus planes para la realización histórica de su destino como pueblo, que todos los jerarcas nazis encargados de este proceso masivo de exterminio, que eufemísticamente denominaron “la solución final”, poseían títulos universitarios, y que “la maquinaria de exterminio había sido planeada y perfeccionada en todos sus detalles mucho antes de los horrores de la guerra…”.
Incluso, asevera Hannah Arendt, algunos judíos, como obedientes ciudadanos cumplidores de la ley, colaboraron eficientemente en proyectos de construcción de cámaras de gas. En conclusión, dice, que todo este proceso criminal se cumplió bajo el ordenamiento jurídico y legal, de un Estado que asumió el crimen como un deber, y como fundamento de realización de su proyecto histórico. Aunque este estudio no se presentó como un tratado sobre la naturaleza del mal, si buscaba explicar las consecuencias deshumanizantes que tiene la conversión de los seres humanos en simples “ruedecillas de una maquinaria administrativa” que les lleva a la total trivialización o “banalización” del genocidio, lo que significa, según Hannah Arendt que Eichmann “…actuó en todo momento dentro de los límites impuestos por sus obligaciones de conciencia”. Se trató, pues, de un individuo común y corriente, superficial, promedio, que pareciera estar supeditado al imperativo categórico kantiano, un personaje que asumió sus actos dentro del marco moral trazado de manera regulada y homogeneizada, por el Estado nacionalsocialista. Un ser humano, como tantos, diseñado y formado por la escuela, conforme a los intereses del poder.
El demonio del “progreso” es aliado del fascismo
La fuerza ideológica del nacionalsocialismo está centrada en su proyecto modernizador; el fascismo está orientado hacia el progreso tecnológico y operativo, se trata de una ideología progresista.
El fascismo y el progreso comparten el mismo concepto de historia como lo develó Walter Benjamin, en sus Tesis sobre la historia: (Tesis 8). La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No en último término consiste la fortuna de éste en que sus enemigos salen a su encuentro, en nombre del progreso, como al de una norma histórica. No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo XX. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de éste: que la representación de historia de la que procede no se mantiene.
Benjamin señala de qué manera expresiones políticas, al parecer diferentes como el fascismo y la socialdemocracia, comparten una misma opinión y unas mismas experiencias sobre los procesos históricos. Esta concepción “moderna” del pensamiento y de la historia, los hace cómplices ya que no representan más que los intereses de las clases dominantes. Esa modernidad del fascismo, de la socialdemocracia o la del régimen estalinista, es la misma del “progreso” capitalista y su óptica es la del dominio sobre el mundo, sustentándose en una íntima relación con los desarrollos científico-tecnológicos y en el fomento de la industria militar, que ha llevado hasta la puesta en marcha del exterminismo, como opción de guerra y de dominio.
Allí donde el infierno era metáfora, una realidad imaginaria, finalmente se trocó en realización humana, demasiado humana, y no se trata ahora de buscar patologías perversas en el comportamiento de quienes propiciaron el desarrollo y montaje de estos centros de horror infernal, de estos centros de exterminio, pues, como lo atestiguó el sobreviviente Primo Levi, en los lager o campos de concentración como el de Auschwitz, no encontró demonios sino funcionarios, claro, sádicos y psicópatas los había también, pero no era lo más representativo, eran funcionarios; “seres humanos medios, medianamente inteligentes, medianamente malvados: salvo excepciones no eran monstruos, tenían nuestro mismo rostro, pero habían sido mal educados. Eran en su mayoría gente gregaria y funcionarios vulgares y diligentes: algunos fanáticamente persuadidos por la palabra nazi, muchos indiferentes, o temerosos del castigo, o deseosos de hacer carrera, o demasiado obedientes” (Levi Primo. Los hundidos y los salvados. El Aleph Editores, Barcelona 2005. Página 269). (Según Alice Miller no se trataría de una “mala educación”, sino todo lo contrario, de una educación que no falló, que fue un éxito rotundo y perfecto, como lo recomiendan las tesis de la pedagogía para la obediencia y la subalternidad acrítica).
Se trató de la institucionalización del asesinato, de la creación de fábricas de muerte y esto se logró con la participación de personas corrientes, individuos formados por la pedagogía establecida y con los patrones legales, financieros, académicos y empresariales, forjados ya por los desarrollos de la mentalidad burguesa: la llamada “solución final”, Auschwitz, no fue más que una expresión o manifestación de lo posible según las tesis del progreso.
Se trató del exterminio masivo de seres humanos por parte de una maquinaria tecnológico-racional que operó conforme a los postulados del desarrollo y el progreso industrial capitalista; “vale la pena reseñar que fue en tales campos de exterminio donde se exhibió mejor el fundamento de la racionalidad instrumental del capitalismo: allí se organizó como un proceso de producción el asesinato masivo, mostrando la enorme eficiencia de los genocidas, el gran rendimiento de los hornos crematorios instalados en serie y la rentabilidad de esa especie de reciclaje que significó la recuperación de joyas y vestidos, del cabello y hasta de las piezas dentales de las víctimas del holocausto nazi para ser utilizados de nuevo en el proceso de la industria y el consumo”. (Cf. Carrión Julio César. Pedagogía, política y otros delirios (Sombras de humo). Universidad del Tolima. Ibagué. 2006. Página 43).
En fin, si se analiza el funcionamiento de los campos de concentración y de exterminio, fácilmente se capta la racionalidad implícita en cada una de sus actividades. Se trató de fábricas de muerte y destrucción, que incorporaban necesariamente los elementos de una racionalidad administrativa, fríamente ordenada y planificada, como los mismos procesos productivos del sistema capitalista. Hemos visto cómo la sociedad occidental y cristiana se fue acostumbrando a las masacres y al exterminio, a partir de la aparición de la llamada “guerra total”, durante la Primera Guerra Mundial, con el empleo de toda la racionalidad instrumental e industrial puesta al servicio de la muerte, lo que significó, asimismo, poner de manifiesto la irracionalidad de esa orgullosa racionalidad ilustrada, mostrar que la violencia exterminista ha sido desde siempre empleada, ya en las masacres perpetradas contra los pueblos aborígenes, en el tráfico de esclavos negros, en las muchas guerras de conquista e invasión, en las guerras colonialistas, o en los permanentes genocidios que hacen parte del panorama político contemporáneo.
Enzo Traverso escribió: “Las guerras totales también desvelaron una hipocresía acerca de la noción de derecho público europeo propio del contexto de civilización y de progreso que se había alcanzado en Europa en el siglo XX, en la medida en que estas guerras reproducían en el mundo occidental, algunos rasgos de las guerras coloniales del siglo XIX; unas guerras que siempre fueron concebidas como guerras de conquista y de exterminio, durante las cuales nunca se podía establecer una distinción entre combatientes y civiles. La gran novedad del siglo XX es, pues, que las características de las guerras coloniales se reprodujeron en el corazón mismo de Europa occidental, pero con unos medios técnicos de destrucción mucho más poderosos que los utilizados en el siglo anterior en Asia o en África. La guerra total fue un gigantesco laboratorio antropológico en el cual se diseñaron las condiciones fundamentales de los genocidios modernos y del exterminio industrial del siglo XX. Durante la Primera Guerra Mundial, los soldados, por ejemplo, dejaron de aparecer como los héroes de las guerras tradicionales y se proletarizaron; a la hora de combatir, estaban simplemente incorporados a una máquina en la cual tenían que ejecutar tareas parciales, al igual que un obrero puede trabajar en una oficina o en una fábrica”. (Memoria y conflicto. Las violencias del siglo XX, Enzo Traverso)
En esta perspectiva debemos ver las violencias de la Segunda Guerra Mundial y las que han seguido, como una continuidad de esa imparable violencia que caracteriza todo el proceso de expansión y dominio de la burguesía: el fascismo, el nazismo y, en medio de la guerra, los campos de concentración y de exterminio, “no pueden ser interpretados y analizados solamente como una recaída en una barbarie ancestral, sino también como la expresión de una barbarie moderna, de una violencia que no se puede concebir fuera de las estructuras y de los elementos constitutivos de la civilización industrial, técnica, occidental y moderna”.
Ya nadie puede afirmar seriamente que las diversas formas de muerte administrada, en campos de concentración y de exterminio, mediante las guerras químicas, el empleo de armas convencionales y no convencionales, por el uso de bombas y otras formas de aniquilación masiva, represente una evidente presencia del infierno o del demonio metafísico, ni siquiera se puede decir que sea una especie de “regresión” a supuestas etapas bárbaras de la historia, sino que debemos aceptar esto como una clara expresión de la llamada civilización industrial occidental.
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