POR PATRICIA ARIZA FLÓREZ
La dramaturga colombiana Patricia Ariza, exministra de Cultura y directora del Teatro La Candelaria de Bogotá, evoca en sentida prosa la memoria que guarda del cantautor de música social, el chileno Víctor Jara, asesinado hace 50 años por los militares fascistas que participaron en el golpe de Estado pinochetista contra el gobierno popular y constitucional de Salvador Allende.
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Cuando Víctor Jara, en 1972, salía de un programa de televisión en Bogotá, en donde me dedicó la canción, ‘Te recuerdo Amanda’, llovía a cántaros. Es que cantarle a una cámara es algo muy frío, me dijo cuando empezó la grabación. ¿Puedo mirarla mientras canto?, me preguntó. Yo acepté, con pudor, su mirada durante la canción.
Afuera, saliendo del programa me preguntó si no había un carro dispuesto para llevarlo de regreso a la casa del amigo que lo hospedaba. No había carro. Me preguntó también, enojado, si yo sabía cuánto costaba su guitarra, le dije que no. Estaba realmente furioso. Yo le dije que esperara un momento y salí, calle abajo, corriendo, a buscar un taxi. Me empapé hasta el alma, pero llegué con el carro.
Él se subió con su guitarra de mil dólares y me ofreció un pañuelo para secarme. Bajamos por una avenida que atravesaba la ciudad y, cuando llegamos a la casa de un dirigente estudiantil, me pidió que me bajara, que debía tomar algo caliente de inmediato, que me iba a dar una pulmonía. Yo le dije que no, que no podía porque tenía una cita, una reunión. Él nunca supo que yo no me bajé, porque no tenía dinero para pagar el taxi.
Yo había sido la encargada por la Juventud Comunista de atenderlo y de organizarle las presentaciones en Bogotá. Todos, por esos años 70, éramos pobres de solemnidad. Nos alimentábamos de utopía y de espaguetis con margarina y eso era suficiente. No había dinero para taxis y casi nadie tenía carro. En efecto, me resfrié mucho y al día siguiente, me recibió muy amable y me regaló, como remedio, un enorme disco de pasta con sus canciones. Cantó en muchos lugares, en sindicatos, universidades, para los maestros y en el barrio Policarpa, un barrio que se construyó en un terreno, “recuperado”. Cada vez que paso por ahí, lo siento como propio ya que hice parte de la última invasión en el año 66.
En el teatro La Candelaria Víctor Jara hizo un concierto inolvidable. Al comienzo fue un poco distante con nosotros, hasta que vio “La Ciudad Dorada” y “Nosotros los Comunes”, nuestras primeras creaciones colectivas. Cambió tanto, tanto, que nos empezamos a volver muy amigos. Dijo que los chilenos eran muy parecidos a los colombianos y se fascinó con el teatro que hacíamos y con la música de aquí. También dijo que quería que fuéramos con nuestras obras a Chile que eran necesarias para la Unidad Popular. Y por supuesto le tomamos literalmente la palabra. Es que sentirse necesario para un artista, es lo máximo. Yo le dije que sí y que yo misma iría personalmente, aprovechando la oportunidad, a organizar la gira por toda Suramérica.
Y así sucedió un tiempo después. Me fui sola, ciudad por ciudad, conversando con los teatreros del camino, del alojamiento, de las funciones, de todo. Víctor Jara estaba muy cerca de Salvador Allende y organizó los contactos en Chile para que yo, durante tres semanas en Santiago, coordinara todos los detalles para recibir al grupo, mi grupo. Me alojé en la casa de Jorge Coulon uno de los Inti Illimani y recuerdo a su hijo pequeño de nombre Matías. Años después nos encontraríamos con los Inti, exilados en Italia, ellos vivían en Yensano, eran nuestros anfitriones y traductores. Su hijo Matías ya era un muchacho. Santiago García y yo nos alojamos en su casa. ¡Italia los amaba!
Yo, en Santiago, los escuchaba ensayar las canciones Simón Bolívar, Simón… y Run Run se fue p´al norte, no sé cuándo vendrá…vendrá para el cumpleaños, de nuestra soledad… Y los oía discutir todo el tiempo. Fue increíble conocer el proyecto de la Unidad Popular de la mano de los debates de los artistas, ver las paredes de Santiago llenas de murales de las Brigadas Ramona Parra y escuchar las canciones del movimiento de la Nueva Canción.
Chile era por entonces, un hervidero de creatividad y de rebeldía cívica. Cuando llegaron los candelarios al aeropuerto ¡no lo podían creer! Yo los esperaba orgullosa con dos carros negros de placas oficiales. Es que nunca nos habían esperado en ningún lugar con carros presidenciales, nunca. Y mientras estuvimos en Santiago, los almuerzos fueron, ¡ni más ni menos, que en el Palacio de La Moneda! No almorzábamos con la familia presidencial, claro, sino con los empleados y escoltas. Nunca los olvidaremos. Algunos eran unos jóvenes del MIR, fornidos y llenos de mística. No cuidaban al Presidente por trabajo, daban la vida por él. Y, en efecto la dieron. Todos murieron defendiéndolo en el golpe militar. Nunca olvidaré que nos enseñaron varios ejercicios de defensa personal. La gira no fue sólo presentarnos, fue recorrer el Chile de los trabajadores, ir a los centros mineros, a Chuquicamata, al Teniente donde había una mina de los Kenneccott (propietarios de una compañía cuprífera estadounidense), que por esa época estaba expropiada o abandonada por sus antiguos dueños. En El Teniente nos alojamos en una mansión increíble. Era la mansión de ellos, de los Kenneccot. Yo dormí con Santiago en la alcoba principal. Era todo un palacio tomado por los trabajadores. Para nosotros todo aquello era un asombro. Apenas nos estábamos estabilizando como grupo y allí en Chile se nos fue llenando el alma de mística. Todavía a algunos nos queda. Hacíamos funciones en los atrios de las iglesias, en el desierto, en los barrios de la periferia de Santiago, en los municipios.
Chile fue para nosotros un largo recorrido y una intensa y larga conversación con la gente acerca de cómo defender un proceso revolucionario. Es que el peligro acechaba. Hablábamos del papel de la cultura y del teatro en la revolución. Los chilenos temían el golpe, pero creían que armarse era una locura y muchos confiaban plenamente en el Ejército. Recuerdo mucho una vez que vimos un desfile militar en Santiago; daba mucho miedo tanta disciplina, tanto lujo y tanto orgullo de la tradición germánica de los milicos chilenos.
Algunos iban con el paso de ganso, como en las películas de la Segunda Guerra Mundial. Es que nosotros, los colombianos, estábamos acostumbrados a un Ejército distinto, mestizo y además desigual. Un Ejército como diría Ernesto Cardenal, “sin disciplina ni desorden”. Los militantes comunistas chilenos nos decían que la cúpula no era confiable y tenían toda la razón.
¡Fue una gira increíble! Algo así como estar en un país donde el viejo orden se derrumbaba ante nuestros ojos y el nuevo no terminaba de construirse, pero todo funcionaba a la perfección porque había afecto y pasión.
Regresamos a Colombia por tierra. El viaje de regreso duró 150 horas. Pasamos derrumbes, aguantamos sed, pero estuvimos también en grandes mesas con poetas y escritores servidas con viandas y vino. Todos traíamos decenas de discos de pasta de los Quilapayún, los Inti, Violeta, el Temucano, Isabel, Ángel. Y, por supuesto, de Víctor Jara.
Ya en Bogotá, meses después, recibimos un día al maestro Enrique Buenaventura, que venía de Caracas días después del golpe en Chile, del duro golpe, del terrible golpe. Enrique trajo una noticia que nos rompió el corazón. No lo podíamos creer. Dijo que en Chile estaban matando la gente de la Unidad Popular, que habían matado brutamente un cantante. ¿Cómo se llama?, le pregunté. A esas alturas sabíamos ya de los centenares, de los miles de muertos y desaparecidos. El maestro Buenaventura no recordaba el nombre del cantante. Yo sentí algo, como una punzada en el corazón. Era el dolor que produce el presentimiento. Dijo que al cantante, que era muy conocido, lo habían golpeado, pero que él, seguía cantando. Averígüelo maestro, por favor, le dije. Hicimos una llamada a Caracas donde los amigos chilenos de Enrique se lo confirmaron. Era Víctor Jara, lo habían matado a punta de golpes, de bala y de odio.
Tuve que ir al baño a vomitar y desde entonces, cuando escucho Te recuerdo Amanda, pienso en la calle mojada de Bogotá. Hoy tantos años después del golpe, leí que cogieron a los asesinos y que los llevaron presos. Demasiado tarde, pero se hizo justicia. Yo no olvido a Víctor ni la canción, ni la lluvia ni a Amanda.
Te recuerdo Víctor, la calle mojada…
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