POR ALEJANDRO QUINTERO GALEANO /
“El sistema no teme al pobre que tiene hambre, teme al pobre que sabe pensar”.
– Paulo Freire
Cuando se tensionan las contradicciones sale a la luz, de forma contundente, las realidades que se encontraban intencionalmente ocultas. Hoy en nuestro país las ejecuciones extrajudiciales –mal llamados “falsos positivos”-, los cuerpos de la escombrera en Medellín con la operación orión (dejando la fosa común más grande a cielo abierto en una ciudad principal), la convivencia de paramilitares y fuerza pública, la utilización por los políticos de los paramilitares –no al contrario-, y su relación con el narcotráfico en Colombia, entre otros tantos aberrantes hechos, son realidades indiscutibles para la mayoría de la población. Sin embargo, la derecha y extrema derecha siguen intentando la política del negacionismo y el silencio.

Empero, ese esfuerzo ante la cantidad de las pruebas se torna insuficiente, por lo tanto, acuden a la justificación de la violencia, ejercida por la unidad de la legalidad del Estado con la ilegalidad (paramilitares), a pesar del establecimiento de la política de ejecuciones extrajudiciales, del ataque a la población civil, del llenar de fosas comunes el país, de la utilización para los asesinatos y las masacres de métodos denigrantes, de lesa humanidad, como la motosierra, la mutilación, la decapitación, el empalamiento, el ácido, los hornos crematorios, la depredación por animales salvajes, los ríos inundados de muertos con el “corte de franela”, etc. Todo ello, detrás de un engañoso nombre: “la seguridad democrática”. ¿Cuál es el soporte ético para que grupos de derecha –diferentes a sus beneficiarios políticos- y algunos ciudadanos del común, sigan defendiendo, a pesar de las evidencias, semejantes atrocidades?
Con el trabajo avanzado de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y el Informe Final realizado por la Comisión de la Verdad -ambas instituciones producto del Acuerdo de Paz con las Farc y por obvias razones, ampliamente rechazadas por sectores de derecha-, es imposible negar dichos crímenes oficiales en asocio con la ilegalidad. Si con los gobiernos uribistas no avanzó mucho ese trabajo de la JEP, por interposición política: “haremos trizas el acuerdo de paz”, en el presente Gobierno se le ha dado un respaldo a su labor independiente, saliendo a la luz pública los primeros resultados de sus investigaciones.
Hannah Arendt en su trabajo sobre la ‘banalidad del mal’, incluía en esta categoría, no únicamente a quién ejecutaba los crímenes, sino también a los beneficiarios (políticos y empresarios) y a la población que apoyaba esos delitos contra la humanidad [1].

Hoy nuestra sociedad y sobre todo los sectores uribistas justificadores de la violencia del narco-paramilitarismo, de los victimarios, deberían plantearse una reflexión moral frente a su actuar [2]; pero, por el contrario, continúan con la política del relativismo y el maniqueísmo moral –a su favor- y el odio al diferente (raza, género, posición económica, ideológica), como base justificadora de la violencia y la exclusión. Nuestra sociedad ha sido sometida, a través de los medios de comunicación corporativos, a la construcción de un relato a favor de esas élites basado en la emoción y el miedo, más no en la razón. Sin embargo, la mayoría de la población, esa otra que ha sufrido en carne propia los desmanes de la guerra y sus consecuencias, las víctimas, han encontrado en el trabajo de la JEP la luz de la esperanza para que salga a flote su verdad, verdad difundida al país por los medios de comunicación alternativos.
Hoy, por fin, con el montón de evidencias salidas a flote, se derrota el negacionismo a favor de los victimarios y se reivindica la verdad de los sectores históricamente atropellados, la memora de las víctimas, con esas verdades podemos afirmar y gritar a alta voz: “Las cuchas tienen la razón”.
Como consecuencia la polarización en Colombia se acentúa. Los sectores históricamente oprimidos han tenido la posibilidad de hacer escuchar su verdad y defenderla, en los escenarios nacionales e internacionales, de unirse, organizarse y defender sus banderas; mientras que los otros sectores fory la pasividad de los uniformados pese a los repetidos ataques contrasta de manera elocuente con el ensañamiento que las fuerzas del orden despliegan contra quienes realizan protestas pacíficas para denunciar el genocidio perpetrado por Israel contra el pueblo palestino.
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La irrupción de la ultraderecha en las ciudades inglesas es un resultado previsible del discurso y las conductas deshumanizantes de los gobiernos conservadores hacia los migrantes.
En una perspectiva más amplia, se le puede enmarcar en la creciente normalización del fascismo que tiene lugar en gran parte del planeta. Con este término se denota a una ideología que exalta la pretendida superioridad racial de los pueblos caucásicos, hace un culto de la violencia, criminaliza o estigmatiza la pobreza y la diferencia –étnica, sexual, religiosa, política, por discapacidad o de otro tipo– y usa el racismo para convertir el malestar social con la desigualdad económica en odio hacia grupos marginados o marginables.
Tal como la Alemania nazi culpó a los practicantes de la religión judía de la precaria situación nacional en el periodo de entreguerras, hoy las ultraderechas occidentales azuzan y explotan la islamofobia y el racismo para culpar a los migrantes indocumentados de todos los males causados por el neoliberalismo. El paralelismo no es un recurso retórico, sino una realidad que las comunidades racializadas viven en carne propia. El Holocausto fue preparado por una propaganda ubicua que pintaba como infrahumanos a los judíos, y en la actualidad este operativo de deshumanización se ve en la masacre cotidiana de hombres, mujeres, ancianos y niños palestinos, tolerada, financiada y armada por Occidente; así como en los discursos de políticos y voceros de la ultraderecha que califican a los migrantes de plaga e invasión ante el silencio cómplice de las autoridades obligadas a sancionar las incitaciones al odio.
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En el continente americano, figuras como Donald Trump, Javier Milei, Nayib Bukele, José Antonio Katz, Álvaro Uribe y Jair Bolsonaro se distinguen por glorificar la violencia de Estado y relativizar o negar los crímenes cometidos contra activistas de izquierda, pobres y personas indígenas o negras.
A uno y otro lado del Atlántico, la única forma de evitar un regreso del fascismo consiste en dejar atrás eufemismos como polémico o “ultraconservador” al referirse a estos individuos y desenmascarar los intereses oligárquicos que hay detrás de su inquina contra los diferentes.
La Jornada, México.