POR VIJAY PRASHAD /
Al término de la cumbre del Grupo de los Siete (G7) celebrada en mayo de 2023 en Hiroshima (Japón), los Ministros de Relaciones Exteriores de Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido y la Alta Representante de la Unión Europea (UE) hicieron pública una larga e informativa declaración. En una sección titulada “China”, los ocho funcionarios escribieron que “reconocen la importancia de entablar un diálogo franco con China y expresarle directamente nuestras preocupaciones” y que “reconocen la necesidad de colaborar con China en los desafíos mundiales, así como en ámbitos de interés común, como el cambio climático, la biodiversidad, la seguridad sanitaria mundial y la igualdad de género”. El tono diplomático de la declaración destaca en comparación con la acalorada retórica que estos países han adoptado en los últimos años y es mucho más suave que el lenguaje utilizado en la propia reunión del G7, en la que los jefes de gobierno esgrimieron la expresión “coerción económica”, dirigida indirectamente a China.
Una lectura atenta de los discursos de la reunión sugiere que existen diferencias de opinión entre los líderes de los países del G7, sobre todo en lo que se refiere a China y a sus propias políticas industriales internas. Ciertamente, varios Estados europeos están inquietos por las consecuencias económicas internas de la prolongación de la guerra en Ucrania y de un posible conflicto militar por Taiwán. Quizá sea esta inquietud la que llevó al presidente estadounidense, Joe Biden, a afirmar: “No buscamos desvincularnos de China, buscamos reducir riesgos y diversificar nuestra relación con China”.
Para Europa, la idea de desvincularse de China es inconcebible. En 2022, las cifras de la Unión Europea (UE) mostraban que China era el tercer mayor socio para las exportaciones e importaciones de la región, siendo la mayoría de los bienes importados por China productos manufacturados de gama alta y valor añadido. Las economías nacionales de Europa ya se han visto gravemente perjudicadas por la negativa de Occidente a negociar un acuerdo de paz en Ucrania, y quedar aisladas del floreciente mercado chino sería un golpe fatal.
La reunión del G7 pone de manifiesto las diferencias entre Estados Unidos y sus aliados (Europa y Japón), pero estas diferencias de intereses y opiniones no deben sobreestimarse. En el marco de nuestro trabajo en el Instituto Tricontinental de Investigación Social, hemos estado investigando y analizando la naturaleza de la cooperación entre Estados Unidos, Europa y Japón —la “Tríada”, como los llamó Samir Amin—. Aunque nuestra investigación sigue en curso, presentamos algunos de los datos en esta columna.
Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos construyó un sistema internacional basado en la subordinación e integración de Japón y Europa. Este proceso de subordinación e integración quedó patente en el aparato militar construido por Estados Unidos, cuyos ejes fueron la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), creada en 1949, y el Tratado de Seguridad entre Estados Unidos y Japón de 1951. El establecimiento de un sistema de bases militares estadounidenses en las potencias derrotadas —Alemania, Italia y Japón— permitió a Washington dejar de lado cualquier conversación sobre un proyecto militar o diplomático soberano para Europa o Japón (las rabietas de Francia, inspiradas por el sentido del gran destino francés de Charles de Gaulle, no condujeron a su retirada de la OTAN, sino solo a la retirada de las fuerzas francesas del mando militar de la alianza en 1966).
Actualmente hay 408 bases militares estadounidenses conocidas en los países de los Cinco Ojos (Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido e —porque comparten inteligencia entre sí— Israel), en Europa y en Japón. Sorprendentemente, solo Japón cuenta con 120 bases militares estadounidenses, mientras que Alemania alberga 119 de ellas. Es importante comprender que estas bases no son meros instrumentos de poder militar, sino también de poder político. En 1965 Thomas Hughes, de la Oficina de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado de EE.UU., redactó un importante memorándum titulado “La importancia de la OTAN: presente y futuro”. La OTAN, escribió Hughes, “sigue siendo esencial para EE.UU. como instrumento bien establecido y fácilmente disponible para ejercer influencia política norteamericana en Europa” y, en última instancia, “es importante para la protección de los intereses norteamericanos en Europa”. Este sistema ya se había implantado en Japón, como se detalla en este memorandum militar estadounidense de 1962. La red de bases militares estadounidenses en Europa y Japón es el símbolo de su subordinación política a Washington.
Con la firma del Tratado de Seguridad EE.UU.-Japón en 1951, el primer ministro japonés Shigeru Yoshida aceptó el dominio del Ejército estadounidense sobre su país, pero esperaba que el Estado japonés pudiera centrarse en el desarrollo económico. En Europa se articularon doctrinas similares.
En la posguerra comenzó a formarse un bloque económico entre Estados Unidos, Europa y Japón. En 1966, Raymond Vernon publicó en el Quarterly Journal of Economics un importante artículo titulado “International Investment and International Trade in the Product Cycle”, en el que mostraba cómo las grandes corporaciones internacionales construían una estructura secuencial: los bienes se producían y vendían primero en Estados Unidos, luego en Europa y más tarde en Japón, tras lo cual se vendían finalmente en otras partes del mundo. En 1985, Kenichi Ohmae, director ejecutivo de la oficina de Tokio de la consultora global McKinsey, arrojó más luz sobre este acuerdo en su libro Triad Power: The Coming Shape of Global Competition. Ohmae explicaba cómo las empresas internacionales tenían que operar simultáneamente en Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. La creciente intensidad de capital, los elevados costos de investigación y desarrollo, la convergencia de los gustos de los consumidores y el auge del proteccionismo hacían imprescindible que las empresas internacionales trabajaran en estos países, que Ohmae denominaba colectivamente la Tríada, y luego buscaran mercados y oportunidades en otros lugares (donde vivían siete de cada diez personas del mundo).
Samir Amin utilizó ese término —Tríada— con un propósito muy diferente. En 1980, escribió sobre la “consolidación gradual de la zona central del sistema capitalista mundial (Europa, Norteamérica, Japón, Australia)”, y poco después empezó a referirse a esta “zona central” como la Tríada. Las élites de Europa y Japón subordinaron sus propios intereses nacionales a lo que el gobierno estadounidense había empezado a llamar sus “intereses comunes”. En la década de 1970 surgieron nuevas instituciones y términos que dieron forma a estos “intereses comunes”, como la Comisión Trilateral (creada por David Rockefeller en 1973 con sedes en París, Tokio y Washington) y el concepto de “diplomacia trilateral” (que reunía a Europa Occidental, Japón y Estados Unidos bajo una visión diplomática unificada del mundo).
Los intelectuales de estos círculos trilaterales veían a Estados Unidos como la potencia central con sus Estados vasallos (Europa y Japón) facultados para mantener el control sobre los Estados tributarios (como Corea del Sur) con el fin de mantener estable el resto del mundo. Zbigniew Brzezinski, uno de los arquitectos de la Comisión Trilateral y asesor de Seguridad Nacional del presidente estadounidense Jimmy Carter, utilizó un lenguaje mucho más duro. En The Grand Chessboard: American Primacy and Its Geostrategic Imperatives [El gran tablero: la primacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos] de 1997, Brzezinski escribió: “Por decirlo con una terminología que recuerda a la época más brutal de los antiguos imperios, los tres grandes imperativos de la geoestrategia imperial son impedir la colusión y mantener la dependencia de seguridad entre los vasallos, mantener a los tributarios dóciles y protegidos, y evitar que los bárbaros se unan”. Se puede adivinar quiénes son los bárbaros en la imaginación de Brzezinski.
En los últimos años, el concepto de Tríada ha caído en desuso. Pero es necesario recuperar este término para comprender mejor el orden mundial actual. El campo imperialista no se define únicamente desde el punto de vista geográfico; tanto el término más antiguo, Tríada, como el más utilizado actualmente, Norte Global, son conceptos geopolíticos. La mayor parte del mundo —el Sur Global— se enfrenta ahora a un sistema imperialista dirigido y dominado por Estados Unidos que tiene sus raíces en una estructura militar integrada. Este sistema está compuesto por tres grupos: (1) Estados Unidos, el Reino Unido y otros Estados formados por colonizadores blancos angloamericanos; (2) Europa; y (3) Japón. El Norte Global alberga a una minoría de la población mundial (14,2 %), pero es responsable de una clara mayoría del gasto militar mundial (66,0 %). Según el Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz, el gasto militar mundial total alcanzó los 2,2 billones de dólares en 2022, siendo la Tríada y sus socios cercanos responsables de 1,46 billones de esa cantidad (el gasto militar de China es de 292.000 millones de dólares, mientras que Rusia gasta 86.000 millones). Es este inmenso poder militar el que permite a la Tríada seguir afirmándose sobre los pueblos del mundo, a pesar de su debilitamiento en la economía mundial.
En los últimos años, Estados Unidos ha fomentado el rearme japonés y la concentración militar alemana, desalentados ambos tras la Segunda Guerra Mundial, para que estos “vasallos” puedan reforzar la Nueva Guerra Fría parroquial de Washington contra Rusia y China, así como contra los nuevos Estados asertivos del Sur Global. Aunque algunas élites de Europa y Japón son capaces de ver las crisis internas de sus países que están siendo aceleradas por la agenda de la política exterior estadounidense, carecen de la confianza cultural y política para valerse por sí mismas.
En 2016, la alta representante de la Unión Europea, Federica Mogherini, expuso el concepto de “autonomía estratégica” de Europa respecto a Estados Unidos en la Estrategia Global de la UE. Tres años después, el francés Emmanuel Macron afirmó que la OTAN sufría “muerte cerebral” y que “Europa tiene capacidad para defenderse”. Hoy está claro que ninguna de las dos afirmaciones —la autonomía estratégica de Europa y su capacidad para defenderse— se sostiene. Los modestos retornos del gaullismo en Francia no ofrecen el tipo de valentía que necesitan los líderes europeos y japoneses para romper con los pactos trilaterales que se establecieron hace setenta y ocho años. Hasta que llegue ese coraje, Europa y Japón seguirán atrincherados en sus condiciones de vasallaje, y la Tríada seguirá vivita y coleando.
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