POR MIGUEL MORA /
El hombre que moldeó la pseudo democracia italiana con su imperio mediático muere en Milán a los 86 años.
Enredado en mil follones, imputado en una veintena larga de causas judiciales por corrupción, acusado de los peores crímenes y pecados, y pese a todo adorado por millones de italianos, Silvio Berlusconi murió este 12 de junio de 2023 en el Hospital San Raffaele de Milán, la ciudad desde la que pasó de ser un anónimo cantante en cruceros por el Adriático a dueño de un imperio inmobiliario, futbolístico y televisivo (conectado desde sus inicios con la Logia P2 y la mafia siciliana de la que procedía su mano derecha, Marcello Dell’Utri), y de ahí a ser el Primer ministro más duradero y popular de la historia de Italia.
Berlusconi tenía 86 años, y llegó a esa edad con la cara embalsamada y naranja (nunca olvidaba maquillarse), estirado como un fajín, con mucho más pelo que hace 40 años, gozando de todo su poder adquisitivo (salvo aquellos 450 millones de multa por comprar a un juez), y recordando sus años de poder casi absoluto y de satirismo agudo, cuando le daba al bunga bunga por tierra, mar y aire e invitaba a las residencias de Estado (en Roma, Milán y Cerdeña) a primeros ministros y jefes de Estado junto a velinas (chicas guapas que aparecían en televisión como figurantes) y prostitutas de todas las edades –una de ellas, la menor marroquí Karima El Mahroug, apodada ‘Ruby Robacorazones’, le acusó en un juicio por prostitución de menores que duró más de diez años, aunque Berlusconi terminó siendo absuelto –“porque no tenía por qué saber que la joven era menor”–. Meses después, en 2013, fue condenado en firme por primera vez a cuatro años de cárcel y cinco de inhabilitación para cargo público, por evasión fiscal, y cambió la pena de prisión –dada su edad– por servicios sociales cuidando ancianos.
Astuto, escurridizo, simpático y muy peligroso, Berlusconi era la alegría de todas las fiestas –la gente esperaba que se fuera el exprimer ministro italiano Romano Prodi para relajarse un poco– y solía decir que él no tenía enemigos sino futuros socios. Cuando algo o alguien le molestaban, simplemente se lo compraba. Prototipo del político no profesional, nadie podrá negar que fue un líder populista excepcional, de un carisma y un tirón electoral muy superior a los conocidos antes, y una verdadera pesadilla para todos los adversarios que la izquierda intentó promover para frenarlo. Berlusconi practicaba ya el trumpismo antes incluso de que Trump soñara con ser Presidente de Estados Unidos. [Como dijo un eurodiputado democristiano dirigiéndose a uno alemán, “cuando vosotros todavía estabais subidos a los árboles, los italianos ya éramos maricones”].
Apodado Il Caimano, título de una memorable película de Nanni Moretti, por sus rivales, e Il Cavaliere por sus fans, Berlusconi dominó durante un veintenio largo la política y la cultura italiana y moldeó buena parte del país a su imagen y semejanza gracias al dominio oligopólico de Mediaset (a lo que sumaba sin pudor alguno la RAI cuando gobernaba). Presumía de conocer mejor que nadie las tripas de los italianos, y no le faltaba razón. Cuarenta años de teleberlusconismo obsceno y machista devastaron gran parte del otrora sano, brillante y admirado tejido cerebral nacional.
Su ascenso empresarial y político se produjo a caballo de la maquinación masónico-mafiosa urdida en los años setenta por el venerable maestro Licio Gelli bajo la atenta mirada de los divinos jerarcas democristianos reclutados por la criminal CIA. Tirando de chistes sexistas, de metáforas futboleras y de un vocabulario de no más de 250 palabras, y prometiendo que gestionaría la “Empresa Italia” como sus propias compañías, Berlusconi aprovechó el hundimiento de los partidos tradicionales provocado por el maxiproceso Manos Limpias para saltar a la arena política en 1992 (no hay que perderse la serie del mismo título).
Desde el principio supo conectar con sus paisanos más simples (los qualunquistas / apolíticos) agitando el fantasma del comunismo, y prometiéndoles que el mundo hortera y casposo de sus televisiones los liberaría del enervante fastidio de la realidad. Su imperio mediático fue el gran ariete de la batalla cultural vencida por la ultraderecha (con la inefable y fiel colaboración de la Iglesia católica más corrupta y sumisa al poder político) y a la vez una invencible cortina de humo: ideológica y misógina hasta la náusea, las televisiones de Berlusconi despreciaban la información pero despachaban toneladas de cerumen acultural y acrítico.
Un nuevo tipo de fascismo de rostro amable
Con una sencilla receta, repetida a veces y hecha de velinas, putas, coristas y amas de casa semidesnudas, concursos de tetas y torsos en islas desiertas, tertulias sobre lo inane, contrataciones en masa de familiares y amigos del otro bando, y abolición de las noticias, los hechos y los datos, B. construyó una realidad paralela, inexistente, deliberadamente ignorante y vacía: opio en dosis mareantes, telediarios de supermercado, Ángelus el domingo, cine de palomitas, revistas del corazón, negocios impunes para los capos del Vaticano y de Italia, y la evasión fiscal como filosofía, norma y estilo de vida.
El vehículo político que transformó Italia se llamó El Pueblo de la Libertad, pero era solo una apropiación indebida del pueblo y de la libertad. Como profetizó Pasolini, se trataba de un nuevo tipo de fascismo de rostro amable y consumista: sin tanques ni sangre, diseñado con logos y colores llamativos, lleno de cuerpos aceitosos, mercantilizados, operados. Lo plástico, lo artificial y la mentira como única alma.
Su ascenso coincidió con la caída de muchos de los héroes que amaban la verdad y la justicia. El propio Pasolini, Falcone, Borsellino, Calvino, Montanelli, Biagi, Monicelli, Rossi y tantos otros. Así, el fértil corazón rojo del país dejó poco a poco de bombear decencia y lucidez, y el terreno quedó expedito para el advenimiento de la corte del rey bufón.
Si la verdad no existía en los buenos tiempos de Sciascia, menos aún existió durante ese nuevo ventennio televisado, cuando un solo hombre manejaba el 90 % de los medios audiovisuales y más del 50 % del Parlamento con su inmenso poder económico, su ejército de peones vociferantes y un engrasado equipo de periodistas y editores dedicados a modificar la realidad y a elaborar dossieres que anularan la disidencia con la máquina del fango.
Todo bajo la estrecha vigilancia del pacto, secreto a voces, Milán-Roma-Palermo (a las que luego se uniría Nápoles). Desde Craxi a Berlusconi y Dell’Utri, de Riina y Provenzano a Sandokán, de Andreotti y Cossiga a Sindona y Calvi, de Marcinkus a Dziwisz, de Gianni Letta a Bisignani, y de D’Alema a Bossi o a Casini, el poder en Italia había estado dominado demasiado tiempo por una inmortal filosofía mafiosa andreottiana: a veces es preciso hacer el mal para que acabe imponiéndose el bien (suyo), y la política y la Iglesia son (y siempre lo serán) inmunes a la acción de la Justicia.
La política italiana estuvo marcada a fuego durante mucho tiempo por dos intocables: uno era el bibliófilo siciliano Marcello Dell’Utri, siempre en la sombra, un tipo que en vez de hablar levantaba el dedo medio, como Umberto Bossi; y el otro era su amigo de primera hora, Il Cavaliere, cuyo poder solo empezó a flaquear cuando su mujer, Veronica Lario, que acabó separándose de él tras uno de sus escándalos sexuales, escribió en una carta abierta que era un hombre enfermo y que había acabado con la dignidad de las mujeres.
Para desgracia de los italianos, la Resistencia, los liberales, los intelectuales y la izquierda real fueron asumiendo su derrota hasta casi desaparecer: ora el abrazo de la curia, ora las comisiones millonarias, ora la inteligencia improductiva de D’Alema y Veltroni, ora los calcetines de cachemir de Fausto Bertinotti, ora los cenorrios de lujo en los salones chic…
Como decía el maestro de periodistas Giancarlo Santalmassi, uno de los pocos liberales que subsisten, unos eran capaces de todo, y los otros eran unos incapaces. Quitando a Giorgio Napolitano y a alguna otra gloriosa excepción, marginal, la izquierda italiana se hizo el harakiri en bloque y ahora trata de empezar de cero para recuperarse. Durante una cena con Andrea Camilleri, Paolo Flores D’Arcais y sus parejas, los dos intelectuales debatían interminablemente sobre la mejor forma de acabar con Berlusconi, cuando la mujer de Camilleri, octogenaria y sabia, les interrumpió diciendo: “¡Dejaos de cháchara, la única forma de acabar con él es matarlo!”.
La tragedia es que la lacra zafia y antidemocrática que Berlusconi impuso como modelo se contagió a otros países y dejó a Italia, que hace solo 50 años era la vanguardia cultural de Europa y quizá del mundo, desprestigiada, desmoralizada y dispuesta a abrazar incluso el fascismo que hoy gobierna de nuevo el país. Por supuesto, la Primera ministra actual es una exministra de Berlusconi, que últimamente lamentaba a gritos el desenlace diciendo: “¡Pero si a estos los legitimé yo!”. Quizá su mayor mérito como gobernante fue dar un paso atrás cuando Bruselas le impuso tomar las mismas medidas de austeridad que al español Rodríguez Zapatero. Berlusconi se fue a casa y le dejó el marrón a Mario Monti.
Desinhibido y macarra (algunos recordarán el show misógino que dio en una cumbre Italia-España celebrada en Cerdeña con ZP), Berlusconi fue una especie de Calígula posmoderno habituado a vivir en mansiones que serían el sueño húmedo de cualquier camorrista de baja estofa. Tan indigno de la historia y la finezza italianas que ni siquiera el agudísimo radar de los cineastas de los años cincuenta, sesenta y setenta pudo anticiparlo. Solo combinando los peores tipos interpretados por Sordi, Tognazzi y Gassman era posible entrever la señal. Hoy, por fin, Il Caimano descansa en paz. Las ruinas culturales y políticas de su dominio, sin embargo, se han extendido por el mundo y tardarán todavía un tiempo en ser reconstruidas.
.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.