POR MÓNICA PERALTA RAMOS
A partir del 2016, la política estadounidense sufrió una polarización creciente entre el establishment neoliberal de los partidos demócrata y republicano y un Donald Trump considerado por ambos como un peligro para la continuidad del sistema democrático. Las circunstancias que rodearon las elecciones del 2020 y la inminencia de nuevas elecciones presidenciales en noviembre han radicalizado este conflicto político. Sin embargo, tanto Trump como Biden comparten un objetivo estratégico central: recuperar la hegemonía mundial estadounidense, amenazada por la creciente importancia económica de China y la emergencia de un mundo multipolar que busca establecer relaciones comerciales y financieras al margen del dólar.
Más allá de matices y diferencias, los dos comparten una política exterior basada en el principio de “dividir para reinar”, controlando las regiones y países considerados de importancia estratégica para el desarrollo del poderío estadounidense. Ambos también definen a China como el principal enemigo de la seguridad nacional estadounidense y proponen enfrentar su creciente poder económico reindustrializando la economía de Estados Unidos. Esto implica una relocalización de las cadenas globales de abastecimiento, política iniciada por Trump al desatar, durante su presidencia, una guerra comercial contra China. Guerra que fue intensificada por el gobierno de Biden, quien además formuló un programa de desarrollo industrial destinado a sustituir al Consenso de Washington acordado en los años 80. Este último fue definido por Jake Sullivan, secretario de Seguridad Nacional, como una estrategia centrada en “la liberalización comercial como un fin en sí mismo, sobredimensionando la eficiencia de los mercados (…), privilegiando a ciertos sectores de la economía, como el financiero, mientras otros sectores esenciales como los semiconductores y la infraestructura se atrofiaron (…) golpeando seriamente nuestra capacidad industrial”.
Ahora se trata de sustituir este paradigma por otro que dará prioridad a la fuerte injerencia del Estado en el desarrollo de áreas de importancia crucial para el crecimiento de la industria.
A tal efecto, el gobierno de Estados Unidos promulgó tres leyes destinadas a modernizar y a ampliar la infraestructura del país y a incentivar con fuertes subsidios la producción en determinadas áreas tecnológicas de avanzada y especialmente en la transición hacia energías renovables y en la producción de semiconductores.
Límites a la reindustrialización estadounidense
Al final del mandato de Biden, estas iniciativas han concretado pocos resultados. Si bien promovían la creación de tres millones de nuevos empleos, hasta marzo de este año sólo se habían generado 700.000 puestos de trabajo. Asimismo, y afectada por las altas tasas de interés, la inversión privada no acudió en el volumen esperado, al tiempo que los subsidios impactaron sobre el déficit fiscal y no lograron incidir sobre el déficit comercial. Esto ocurrió en un contexto de inversión productiva centrada en la producción para la guerra. La índole de esta dinámica fue expuesta por el Presidente Eisenhower al advertir, en 1962, sobre la existencia de un “complejo industrial militar” con enorme incidencia sobre las decisiones que tomaba un Congreso estadounidense dominado por los lobbies de las corporaciones que producen armamentos.
La inversión en la industria de la guerra ha sido pues un eje central a la expansión de la producción estadounidense. En este contexto, el Consenso de Washington de los ’80 reafirmó la proyección global del poder financiero, tecnológico y militar, al tiempo que la vigencia de un dólar fuerte como moneda internacional de reserva impulsó la progresiva salida de las corporaciones estadounidenses en búsqueda de salarios bajos en otras regiones del mundo y, especialmente, en China. Esta supo aprovechar las circunstancias y, con fuerte intervención estatal en su economía, desarrolló su industria y fue controlando las cadenas de abastecimiento global impulsando su propio desarrollo tecnológico. Así, importantes sectores de la industria militar, eje de las exportaciones industriales estadounidenses, dependen hoy de cadenas de abastecimiento originadas en China.
La vigencia del petrodólar ha sido imprescindible para garantizar la hegemonía mundial de Estados Unidos y disciplinar a países considerados díscolos o enemigos de este país. Sin embargo, la fortaleza del dólar ha tendido a socavar las bases de la industrialización, un pilar también indispensable para garantizar la hegemonía mundial estadounidense. La preeminencia financiera de un dólar fuerte atenta contra la competitividad de los precios de las exportaciones industriales, al tiempo que promueve las importaciones y acrecienta la pérdida de empleo industrial.
A todo esto, se suma el “dilema de Triffin” [1] que, como señala Every del Rabobank, jaquea al dólar y explica la crisis del orden global: el próximo dominio hegemónico global deberá recaer sobre espaldas más grandes que las que tienen los Estados Unidos. Se podrá disentir sobre el futuro, pero no se puede ignorar que el orden global enfrenta hoy un masivo cambio estructural.
La inversión en la industria de guerra
La expansión de las inversiones en la industria de guerra estadounidense se dio en paralelo con la multiplicación de bases y operaciones militares a lo ancho y largo del planeta, las guerras sin fin y la multiplicación de países inviables. La contracara de estos fenómenos fue el aumento del gasto militar y su impacto sostenido sobre del déficit fiscal estadounidense. Hoy este gasto representa el 39% del gasto de los 15 países con mayor gasto militar del mundo. Asimismo, la expansión de la industria de guerra ha impulsado el creciente endeudamiento estadounidense: con 33.3 billones (trillones) de dólares de deuda, los Estados Unidos son hoy el país más endeudado del mundo y su deuda representa más de un tercio del endeudamiento global.
Por estos días, y luego de una ardua negociación, el Congreso estadounidense aprobó el desembolso de 95.000 millones (billones) de dólares de ayuda militar para Ucrania, Israel y Taiwán. De este paquete, 60.000 millones (billones) de dólares son destinados a la guerra en Ucrania. Sin embargo, el gobierno de este país sólo recibirá 9.500 millones (billones) de dólares de ese total en calidad de préstamos no reembolsables. El resto de la ayuda será destinada a la producción estadounidense de nuevo armamento y munición para reabastecer el stock propio y satisfacer las necesidades de la guerra en Ucrania. Así, el principal destinatario final serán las corporaciones y organismos pertenecientes al complejo industrial militar [2]. Asimismo, la adjudicación de 26.000 millones (billions) de dólares de ayuda militar a Israel también será destinado en su mayor parte a la producción estadounidense de armamento y municiones necesarios para abastecer las demandas propias y de la guerra en el Medio Oriente.
La inversión para la guerra también es reivindicada por conspicuos dirigentes de la OTAN y de la Comunidad Europea como una solución a la crisis del orden global. Draghi, expresidente del Banco Central Europeo, advirtió recientemente que la nueva política industrial estadounidense “busca atrapar la capacidad de producir alto valor agregado industrial de las corporaciones de otros países, incluidas las europeas, dentro de sus propias fronteras territoriales, usando para ello el proteccionismo para coartar a los competidores y reorientar las cadenas de abastecimiento global en su propio beneficio”. Europa, según Draghi, carece de una estrategia industrial y enfrenta la necesidad imperiosa de desarrollar su tecnología y la producción para la guerra. Esta advertencia fue reiterada por Panetta, miembro directivo del Banco Central Europeo, promotor de un desarrollo industrial centrado en la seguridad energética y en fuertes inversiones para la defensa.
La escalada militar y la guerra nuclear
La nueva ayuda militar a Ucrania coincide con el avance de las tropas rusas y la multiplicación de las pérdidas materiales y de vida humana en Ucrania. La posibilidad de un colapso inminente de este gobierno es reconocida por algunos medios y dirigentes estadounidenses, quienes consideran que la razón última de este fracaso reside en la incapacidad “de producir el armamento y la munición en las cantidades que Ucrania necesita para ganar la guerra”. Ni la economía estadounidense ni la europea pueden abastecer las demandas de una guerra convencional por cierto tiempo. Esto contrasta con la capacidad de la economía rusa de producir, incluso bajo severas sanciones económicas, lo que su ejército necesita en Ucrania.
En este contexto, recientemente, Blinken, secretario de Estado de Estados Unidos, admitió por primera vez que la nueva ayuda militar no impedirá la posibilidad de nuevas “conquistas tácticas” de Rusia en Ucrania. Al mismo tiempo, el Presidente de Polonia propuso instalar armas nucleares de la OTAN en su país. Frente a esto, el gobierno ruso advirtió sobre la posibilidad de una guerra nuclear en la que Polonia será un objetivo prioritario si alberga estas armas.
La posibilidad de un ataque nuclear también resonó fuertemente en el Medio Oriente. Ante la inoperancia de los organismos internacionales para cuestionar el reciente bombardeo israelí de un consulado iraní en Siria y el consiguiente asesinato de varios comandantes iraníes, el gobierno de Irán respondió atacando por primera vez el territorio israelí. Para ello utilizó varias oleadas de drones, seguidos por misiles hipersónicos que lograron traspasar el escudo de defensa antiaérea y los radares más potentes del mundo, causando daños menores a dos bases militares, una de las cuales alberga bombas nucleares.
Irán informó a los Estados Unidos y a Israel sobre el ataque varias horas antes de concretarlo. Este mostró la sofisticación del armamento iraní y permitió que Irán obtuviese información estratégica sobre el sistema de defensa israelí. Al mostrar su capacidad destructiva, Irán estableció una nueva relación de fuerza con Israel: expuso la vulnerabilidad de este país y les impuso un límite a futuros ataques a sus ciudadanos y/o embajadas.
De ocurrir, la represalia iraní será contra el territorio de Israel. A pesar de la intervención de aviones y barcos de Estados Unidos y países aliados para obstruir el ataque iraní, este logro saturar el sistema de defensa israelí con oleadas sucesivas de drones y misiles que tienen un costo muy bajo. Israel, en cambio, tuvo que gastar más de 1.000 millones (billones) de dólares activando sus defensas por varias horas para repeler un solo ataque, poniendo así en evidencia el costo insostenible y la incapacidad de producir el armamento necesario para impedir en el futuro varios ataques sucesivos de la misma índole.
La respuesta israelí a este ataque fue muy limitada y desato las críticas del Ministro de Defensa israelí y el cuestionamiento al liderazgo de Netanyahu, tanto dentro del gobierno como en la sociedad. El gobierno estadounidense intervino activamente para impedir que tanto Irán como Israel escalaran el conflicto al nivel nuclear. Esta vez lo logro, pero el conflicto permanece fuera de su control.
Notas
[1] En 1969, Robert Triffin identificó ante el Congreso estadounidense el problema principal de un sistema monetario basado en el dólar como moneda de reserva internacional: si los Estados Unidos ponían fin a sus déficits del balance de pagos, la comunidad internacional perdería la fuente de sus reservas internacionales. La falta de liquidez resultante podía precipitar creciente inestabilidad, lo que derivaría en una crisis de la economía mundial. Si, en cambio, los déficits estadounidenses continuaban imperturbables, un flujo continuo de dólares alimentaría el crecimiento económico mundial, pero el exceso de déficits estadounidenses provocaría sobreabundancia de dólares. La consiguiente pérdida de confianza mundial en esta moneda llevaría a los países a desprenderse del dólar, y eso generaría inestabilidad y una eventual crisis.
[2] Esto se agrega a los más de 100.000 millones (billones) de dólares ya gastados desde febrero del 2022 para abastecer las necesidades de la guerra en Ucrania produciendo armamento.
El Cohete a la Luna, Buenos Aires.