POR GILLES DELEUZE (1925-1995)
Foucault nunca ha considerado la escritura como una meta, como un fin. Por eso precisamente es un gran escritor, que pone una alegría cada vez más grande en lo que escribe, una risa cada vez más evidente. Divina comedia de los castigos: es un derecho elemental estar fascinado hasta el ataque de risa ante tantas invenciones perversas, tantos discursos cínicos, tantos horrores minuciosos. Desde los aparatos antimasturbatorios para niños hasta los mecanismos de las prisiones para adultos, toda una cadena se despliega que suscita risas inesperadas, mientras que la vergüenza, el sufrimiento o la muerte no las hagan callar. Los verdugos raramente ríen, o su risa es de otro tipo. Vallès ya invocaba una alegría en el horror característica de los revolucionarios, que se oponía a la horrible alegría de los verdugos. Basta con que el odio esté lo suficientemente vivo para que de él se pueda sacar algo, una gran alegría, no ambivalente, no la alegría de odiar, sino la de destruir lo que mutila la vida. El libro de Foucault está lleno de una alegría, de un júbilo que se confunde con el esplendor del estilo y la política del contenido. Está ritmado por atroces descripciones hechas con amor: el gran suplicio de Damián y sus desahuciados; la ciudad apestada y su control; la cadena de los condenados a trabajos forzados que atraviesa la ciudad y dialoga con el pueblo; después, y por oposición, la nueva máquina aislante, la prisión, el coche celular, que hablan de otra «sensibilidad en el arte de castigar». Foucault siempre ha sabido pintar maravillosos cuadros como fondo de sus análisis. Aquí, el análisis se hace cada vez más microfísico, y los cuadros cada vez más físicos, expresando los «efectos» del análisis, no en el sentido causal, sino en el sentido óptico, luminoso, de color: del rojo sobre rojo de los suplicios al gris sobre gris de la prisión. El análisis y el cuadro van a la par; microfísica del poder y proyección política del cuerpo. Cuadros coloreados sobre un mapa milimétrico. Este libro puede leerse como una continuación de los libros precedentes de Foucault, pero también marca un nuevo progreso.
El izquierdismo se ha caracterizado, de una manera difusa o incluso confusa, teóricamente por un replanteamiento del problema del poder, dirigido tanto contra el marxismo como contra las concepciones burguesas, y prácticamente por una cierta forma de luchas locales, específicas, cuyas relaciones y unidad necesaria ya no podían proceder de un proceso de totalización ni de centralización, sino, como decía Guattari, de una transversalidad. Esos dos aspectos, práctico y teórico, estaban estrechamente unidos. Pero al mismo tiempo el izquierdismo no ha dejado de conservar o de reintegrar fragmentos elementales de marxismo, para enterrarse de nuevo en él, pero también para restaurar centralizaciones de grupo que restablecían la antigua práctica, incluido el estalinismo.
Quizá, de 1971 a 1975, el GIP (Grupo Información Prisiones) ha funcionado, bajo el impulso de Foucault y de Defert, como un grupo que supo evitar esos resurgimientos al mantener un tipo de relación original entre la lucha de las prisiones y otras luchas. Y cuando en 1975 Foucault vuelve a una publicación teórica, creemos que es el primero en inventar esa nueva concepción del poder que buscábamos sin acertar a encontrarla ni a enunciarla.
De eso trata Vigilar y castigar, aunque Foucault sólo lo indique en algunas páginas, al principio de su libro. Sólo algunas páginas, puesto que utiliza un método totalmente distinto del de las «tesis». Se contenta con sugerir el abandono de un cierto número de postulados que han marcado la posición tradicional de la izquierda. Habrá que esperar a La voluntad de saber para una exposición más detallada.
Postulado de la propiedad, el poder sería la «propiedad» de una clase que lo habría conquistado. Foucault muestra que el poder no procede de ese modo, ni de ahí: no es tanto una propiedad como una estrategia, y sus efectos no son atribuibles a una apropiación, «sino a disposiciones, maniobras, tácticas, técnicas, funcionamientos»; «se ejerce más que se posee, no es el privilegio adquirido o conservado de la clase dominante, sino el efecto de conjunto de sus posiciones estratégicas». Por supuesto, este nuevo funcionalismo, este análisis funcional no niega la existencia de las clases y de sus luchas, sino que construye un cuadro completamente distinto, con otros paisajes, otros personajes, otros métodos que aquellos a los que la historia tradicional, incluso marxista, nos tiene acostumbrados: «innumerables puntos de enfrentamiento, núcleos de inestabilidad cada uno de los cuales implica sus riesgos de conflicto, de luchas, y de inversión al menos transitoria de las relaciones de fuerza», sin analogía ni homología, sin univocidad, pero con un tipo original de continuidad posible. En resumen, el poder carece de homogeneidad, pero se define por las singularidades, los puntos singulares por los que pasa.
Postulado de la localización, el poder sería poder de Estado, estaría localizado en el aparato de Estado, hasta el extremo de que incluso los poderes «privados» sólo tendrían una aparente dispersión y seguirían siendo aparatos de Estado especiales. Foucault muestra, por el contrario, que el Estado aparece como un efecto de conjunto o una resultante de una multiplicidad de engranajes y de núcleos que se sitúan a un nivel completamente distinto, y que constituyen de por sí una «microfísica del poder». No sólo los sistemas privados, sino piezas explícitas del aparato de Estado tienen a la vez un origen, métodos y ejercicios que el Estado, más que instituir, ratifica, controla o incluso se contenta con garantizar. Una de las ideas esenciales de Vigilar y castigar es que las sociedades modernas pueden definirse como sociedades «disciplinarias»; pero la disciplina no puede identificarse con una institución ni con un aparato, precisamente porque es un tipo de poder, una tecnología, que atraviesa todo tipo de aparatos y de instituciones a fin de unirlos, prolongarlos, hacer que converjan, hacer que se manifiesten de una nueva manera. Véanse si no unas piezas o engranajes particulares, la policía y la prisión, tan características del aparato de Estado: «Si la policía como institución ha sido claramente organizada bajo la forma de un aparato de Estado, si ha sido incorporada al centro de la soberanía política, el tipo de poder que ejerce, los mecanismos que emplea y los elementos a los que los aplica son específicos», se encargan de introducir la disciplina en el detalle efímero de un campo social, poniendo así de manifiesto una amplia independencia con relación al aparato judicial e incluso político. Con mayor motivo, la prisión no tiene su origen en las «estructuras juridicopolíticas de una sociedad»: es todo un error hacerla depender de una evolución del derecho, aunque sea el derecho penal. En tanto que gestiona el castigo, la prisión también dispone de una autonomía que le es necesaria, pone a su vez de manifiesto un «suplemento disciplinario» que excede un aparato de Estado, incluso cuando es utilizado por él. En resumen, el funcionalismo de Foucault se corresponde con una topología moderna que ya no asigna un lugar privilegiado como origen del poder, que ya no puede aceptar una localización puntual (lo que supone una concepción del espacio social tan nueva como la de los espacios físicos y matemáticos actuales, como ya sucedía en el caso de la continuidad). Se señalará que «local» tiene dos sentidos muy diferentes: el poder es local puesto que nunca es global, pero no es local o localizable puesto que es difuso.
Postulado de la subordinación, el poder encarnado en el aparato de Estado estaría subordinado a un modo de producción como infraestructura. Sin duda es posible hacer que los grandes regímenes punitivos se correspondan con los sistemas de producción: concretamente los mecanismos disciplinarios son inseparables del empuje demográfico del siglo XVIII, y del crecimiento de una producción que trata de aumentar el rendimiento, componer las fuerzas, extraer de los cuerpos toda la fuerza útil. Pero resulta difícil ver en ello una determinación económica «en última instancia» incluso si se dota a la superestructura de una capacidad de reacción o de acción compensatoria. Toda la economía, por ejemplo el taller, o la fábrica, presuponen esos mecanismos de poder que ya actúan internamente sobre los cuerpos y las almas, que ya actúan dentro del campo económico sobre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. «Las relaciones de poder no están en posición de exterioridad respecto a otros tipos de relaciones… no están en posición de superestructura… están presentes allí donde desempeñan un papel directamente productor». El microanálisis funcional sustituye lo que aún queda de piramidal en la imagen marxista por una estricta inmanencia en la que los núcleos de poder y las técnicas disciplinarias forman otros tantos segmentos que se articulan entre sí, y gracias a los cuales los individuos de una masa pasan o permanecen, cuerpos y almas (familia, escuela, cuartel, fábrica, y si es preciso prisión). «El» poder tiene como características la inmanencia de su cuerpo, sin unificación trascendente, la continuidad de su línea, sin una centralización global, la contigüidad de sus segmentos, sin totalización diferente: espacio serial.
Postulado de la esencia o del atributo, el poder tendría una esencia y sería un atributo que cualificaría a aquellos que lo poseen (dominantes) distinguiéndolos de aquellos sobre los que se ejerce (dominados). El poder carece de esencia, es operatorio. No es atributo, sino relación: la relación de poder es el conjunto de las relaciones de fuerzas, que pasa tanto por las fuerzas dominadas como por las dominantes: las dos constituyen singularidades. «El poder inviste (a los dominados), pasa por ellos y a través de ellos, se apoya en ellos, del mismo modo que ellos, en su lucha contra él, se apoyan a su vez en las influencias que ejerce sobre ellos». Analizando las lettres de cachet, Foucault muestra que «la arbitrariedad del rey» no va de arriba abajo como un atributo de su poder trascendente, sino que es solicitada por los más humildes, parientes, vecinos, colegas que quieren que se encierre a un pobre provocador de altercados, y utilizan al monarca absoluto como un «servicio público» inmanente capaz de regular los conflictos familiares, conyugales, vecinales o profesionales. La lettre de cachet aparece, pues, aquí como el antecedente de lo que llamamos «ingreso voluntario» en psiquiatría. Pues lejos de ejercerse en una esfera general o apropiada, la relación de poder se implanta allí donde existen singularidades, incluso minúsculas, relaciones de fuerzas tales como «disputas de vecinos, discordias entre padres e hijos, desavenencias conyugales, excesos del vino y del sexo, altercados públicos y no pocas pasiones secretas».
Postulado de la modalidad, el poder actuaría a través de la violencia o de la ideología, unas veces reprimiría, otras engañaría o haría creer, unas veces policía y otras propaganda. Una vez más, esta alternativa no parece pertinente (se ve con toda claridad en un simple congreso de un partido político: puede suceder que la violencia esté en la sala o incluso en la calle; pero la ideología siempre está en la tribuna; y los problemas de la organización, la organización de poder, se deciden al lado, en la sala contigua). Un poder no procede por ideología, ni siquiera cuando se apoya en las almas; en el momento en el que influye sobre los cuerpos, no actúa necesariamente a través de la violencia y de la represión. O más bien la violencia expresa perfectamente el efecto de una fuerza sobre algo, objeto o ser. Pero no expresa la relación de poder, es decir, la relación de la fuerza con la fuerza, «una acción sobre una acción». Una relación de fuerzas es una función del tipo «incitar, suscitar, combinar…». En el caso de las sociedades disciplinarias, se dirá: distribuir, señalizar, componer, normalizar. La lista es indefinida, variable en cada caso. El poder más que reprimir «produce realidad», y más que ideologizar, más que abstraer u ocultar, produce verdad. La voluntad de saber mostrará, al considerar la sexualidad como un caso privilegiado, cómo se puede creer en una represión sexual que actúa en el lenguaje si uno se atiene a las palabras y a las frases, pero no si se extraen los enunciados dominantes, especialmente los procedimientos de confesión que se ejercen en la iglesia, en la escuela, en el hospital, que buscan a la vez la realidad del sexo y la verdad en el sexo; como la represión y la ideología no explican nada, sino que suponen siempre un agenciamiento (agencement) o «dispositivo» en el que actúan, y no a la inversa. Foucault conoce perfectamente la represión y la ideología; pero, como ya Nietzsche había visto, éstas no constituyen el combate de las fuerzas, sólo son el polvo levantado por el combate.
Postulado de legalidad, el poder de Estado se expresaría en la ley, concibiéndose ésta unas veces como un estado de paz impuesto a las fuerzas brutas, otras como el resultado de una guerra o de una lucha ganada por los más fuertes (pero en los dos casos la ley se define por el cese obligado o voluntario de una guerra, y se opone a la ilegalidad que ella define por exclusión; los revolucionarios sólo pueden invocar otra legalidad que pasa por la conquista del poder y la instauración de otro aparato de Estado). Uno de los temas más profundos del libro de Foucault consiste en sustituir esta oposición demasiado simple ley-ilegalidad por una correlación más sutil ilegalismos-leyes. La ley siempre es una composición de ilegalismos que ella diferencia al formalizarlos. Basta con considerar el derecho de las sociedades comerciales para ver que las leyes no se oponen globalmente a la ilegalidad, sino que unas organizan explícitamente la manera de eludir los otros. La ley es una gestión de los ilegalismos, unos que permite, hace posible o inventa como privilegio de la clase dominante, otros que tolera como compensación de las clases dominadas, o que incluso hace que sirvan a la clase dominante, otros, por último, que prohíbe, aísla
y toma como objeto, pero también como medio de dominación. Así, los cambios de la ley, a lo largo del siglo XVIII, tienen como fondo una nueva distribución de los ilegalismos, no sólo porque las infracciones tienden a cambiar de naturaleza, basándose cada vez más en la propiedad que en las personas, sino porque los poderes disciplinarios dividen y formalizan de otra forma esas infracciones, definiendo una forma original llamada «delincuencia» que permite una nueva diferenciación, un nuevo control de los ilegalismos. Ciertas resistencias populares a la revolución del 89 se explican evidentemente porque ilegalismos tolerados u organizados por el antiguo régimen devienen intolerables para el poder republicano. Pero las repúblicas y las monarquías occidentales tienen en común el haber erigido la entidad de la Ley como supuesto principio de poder, a fin de atribuirse una representación jurídica homogénea: el «modelo jurídico» surge para ocultar el mapa estratégico. Sin embargo, bajo el modelo de la legalidad continúa actuando el mapa de los ilegalismos. Foucault muestra que la ley no es ni un estado de paz ni el resultado de una guerra ganada: es la guerra, la estrategia de esa guerra en acto, de la misma manera que el poder no es una propiedad adquirida de la clase dominante, sino un ejercicio actual de su estrategia.
Diríase que, por fin, algo nuevo surgía después de Marx. Diríase que una complicidad en torno al Estado se había roto. Foucault no se contenta con decir que hay que repensar ciertas nociones, ni siquiera lo dice: lo hace, y de ese modo propone nuevas coordenadas para la práctica. En el trasfondo retumba una batalla, con sus tácticas locales, sus estrategias de conjunto, que, sin embargo, no proceden por totalizaciones, sino por relevo, conexión, convergencia, prolongamiento. Se trata indudablemente del problema ¿Qué hacer? El privilegio teórico que se otorga al Estado como aparato de poder supone, de alguna manera, la concepción práctica de un partido dirigente, centralizador, que procede a la conquista del poder de Estado; y a la inversa, esa concepción organizativa del partido se justifica gracias a esa teoría del poder. Otra teoría, otra práctica de lucha, otra organización estratégica es lo que está en juego en el libro de Foucault.
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