Un canto a la vida

POR LUZ MARINA LÓPEZ ESPINOSA

Así y de muchas otras formas -como en efecto ha venido siendo-, se puede llamar la proeza de los cuatro niños indígenas bajo el cuidado de la hermanita mayor, Lesly  Mucutuy  de trece años que sobrevivieron cuarenta días en las inhóspitas selvas del Guaviare en la Amazonía colombiana después de accidentarse la avioneta en la que viajaban. Y vale la pena recabar en ello para evitar que ese mérito se lo atribuyan otros.

Lo anterior, porque reconociendo el aporte de las Fuerzas Militares en el hallazgo de los niños con el advenimiento de un Gobierno que las está poniendo a retomar el lugar que les corresponde en la sociedad y que nunca ha debido dejar de ocupar,  el de servidora de ella bajo el mando del poder civil no de la clase privilegiada de la nación, lo que superando enraizadas vanidades no las ha de hacer sentir humilladas sino enaltecidas, aparte de ello decimos, los héroes de esa jornada son esos cuatro menores anónimos hasta entonces e ignorados de la Colombia profunda.

La aparición sanos y salvos de Lesly, Soleiny, Tien y Cristin de trece, nueve, cuatro y un año de edad – ¡una madre de trece años! -, es un hecho tan prodigioso que además de la épica que le es inherente, tiene ingredientes de carácter médico sociológico y antropológico que ya desconciertan y asombran a los expertos. ¡Ah! y uno de la mayor significación: pone de relieve ese fenómeno que “los blancos” miran con arrogante indulgencia, la espiritualidad indígena. Porque no nos engañemos: fue ella la que contra toda previsión permitió hallar a los niños. Y ese valor es lo que queremos resaltar en esta nota.

Oír el relato de las autoridades de los diversos pueblos ancestrales de las selvas del Guaviare, primera línea en la búsqueda de los menores que guiaron e ilustraron al personal de las fuerzas especiales del Ejército -que en la voz del brigadier general Pedro Sánchez les reconoció su mayorazgo en la gesta-, es una experiencia que maravilla y pasma. Y ello, porque sacude bruscamente el empirismo de la ciencia en la que “los otros” están formados con sus códigos de constatación física, evidencias y estadísticas. Es así como hemos sabido que cada noche los sabios y los mayores de las diferentes comunidades en sus distantes malocas y lugares sagrados invocaban a sus antepasados, dioses y espíritus tutelares con el yagé, el mambe, el tabaco y la chicha, en una profunda y recogida ceremonia. Y éstos en íntima comunión espiritual, durante el sueño y por otras señales de la naturaleza impenetrables para “blancos” entendibles para ellos, les indicaban el camino a seguir en la búsqueda de los niños y los pasos de éstos delimitándoles el territorio y cercándolo para que no se pudieran salir de él. ¿Mágico? Sí. Pero real; cierto. Por eso los buscadores tenían la certeza de que los hallarían y la seguridad de que la ruta seguida era la correcta. Más aún: el día en que los encontraron sabían que ese sería.

La avioneta accidentada en la selva del Guaviare en la que viajaban los niños.

Así, hijos que en verdad se sienten y son de la tierra y hermanos de cada ser viviente, después de esa plural invocación y mística comunicación entre las varias tribus, cada día al amanecer pedían el debido permiso a la madre selva para hollar su territorio, cosa que ocurría por primera vez en miles de años. Y cumplido esto con paso confiado seguían el sendero indicado por sus mayores ya en el sueño, en los fulgores primeros del sol, el resplandor de la luna o en el aullido de algún ignoto animal…

El asombro del que hablamos tal vez sea el de escuchar de esas cosas muchas veces pero apreciándolas sólo como un dato cultural, expresión de una cosmogonía extraña y ajena con sus mitos, usos y costumbres, sin suponer en momento alguno que ello tuviera incidencia real alguna en el escenario de la vida, máxime con un hecho donde está en cuestión. Porque la escucha escéptica cuando no displicente cuando intercambiamos opiniones con ellos, ha sido la tradicional actitud del “blanco” ante los valores, creencias y ritos de la cultura indígena. Así, nos acostumbrados a oír y lo tomamos como una muletilla sin dimensión filosófica y espiritual, éso de la “madre tierra”, la “autoridad de los mayores”, la “voz de los ancestros” y el “idioma del agua y el viento”. Qué lejos estamos de captar la sabiduría, la ciencia médica, biológica y ambiental y cómo no, el poder espiritual tras esas palabras.

Milagroso rescate de cuatro niños perdidos 40 días en la selva amazónica.

Tales las razones por las cuales los mamos que orientaban la búsqueda manifestaban una confianza que no tenían los demás observadores. Y decían cosas que parecían absurdas y contrarias: “la selva los protege”. Porque lo que para unos niños blancos y citadinos sería un verdugo que los llevaría en forma inexorable a la muerte, para los indígenas la selva precisamente por ser expresión de la madre naturaleza de la cual ellos también son parte, sustentaría sus vidas. Bella y elemental lógica.

Cuando Nicolás Ordóñez Gómez dirigente de la Asociación de Cabildos Indígenas del Alto Predio Putumayo fue entrevistado por el canal RTVC sobre la hazaña lograda por su comunidad y las otras de la selva al encontrar vivos a los niños entre ellos uno de un año, todo lo redujo y explicó en términos de sentida bondad y altruismo: “Es un llamado que nos hace a todos la madre tierra y la madre selva para despertar la conciencia colectiva. Porque hay humanos sin humanidad. Y porque más que encontrarlos a ellos, se trata es de encontrarnos a nosotros mismos. Reconocernos, perdonar y reconciliarnos con el ser vivo en todas sus manifestaciones”. Como un profeta bíblico se expresó. Y Jerson Vásquez, coordinador de la Guardia Indígena que estuvo en el hallazgo, también al mismo medio se refirió más en términos de la dramática realidad que padecen sus hermanos. Y clamó por el rescate de los otros niños indígenas, aquellos por los que muy pocos se interesan y buscan: los que en este mismo momento están extraviados en la selva de las ciudades pidiendo limosna.

Este episodio memorable en la vida nacional, producto del tenaz empeño del presidente de la República, Gustavo Petro, – una arista más, fortuita ésta -, en hacer de Colombia una potencia mundial de la vida, es un lenitivo esperanzador para una patria dolorida sobre la cual aún se ensaña el odio como lo vemos cada día en unos medios que parecen regodearse en ello. ¡Cuanto tenemos que aprender de esos nuestros pueblos originarios! Que tan pronto encontraron a los dos niños y dos niñas, de inmediato iniciaron una serie de susurros y cantos dando gracias a sus espíritus ancestrales, al sol y a las estrellas y a los animales de la selva, por haberlos guiado con bien y bendecido.  Sí. ¡Un canto a la vida!

@koskita

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