POR ESTHER PÉREZ Y FERNANDO MARTÍNEZ HEREDIA /
“Estoy en Cuba, un país en que hay un horizonte de libertad, de creatividad, y en que la Revolución tiene la valentía de decir que también se equivoca”.
Publicado en la revista Casa de las Américas, No. 164, septiembre-octubre, 1987.
Paulo Freire nació en 1921. O, como él mismo dice, «poco después del triunfo de la Revolución de Octubre». Joven aún, pero casado ya con Elza, su compañera a lo largo de cuarenta años, comenzó a dirigir el Sector de Educación del Servicio Social de la Industria en Recife. De su experiencia en esta institución ha dicho Freire: «Me fui espantado y tratando de comprender la razón de ser del espanto… aprendiendo, de un lado, a dialogar con la clase trabajadora, y de otro, a comprender su estructura de pensamiento, su lenguaje, a entender lo que yo llamaría la terrible maldad del sistema capitalista». Allí, sin llamarla aun así, comenzó a hacer y a pensar la educación popular.
A principios de la década del sesenta, en Rio Grande do Norte, Freire concibió y comenzó a aplicar su método de alfabetización, basado en la comprensión del lenguaje popular y en el descubrimiento y la discusión de temas políticos, económicos, sociales e históricos relevantes para los que se alfabetizan. Una gran cantidad de educadores comprometidos con la causa popular acogió y comenzó a profundizar en la práctica esta propuesta pedagógica.
En junio de 1964, poco después del golpe militar en Brasil, Paulo Freire fue apresado por el ejército. De ahí saldría para el exilio en Chile y Europa, y compartiría sus experiencias de educador trabajando en diversos países (Guinea-Bissau, Angola, Cabo Verde, Sao Tomé y Príncipe, Granada, Nicaragua).
Poco después de concluir este doloroso y fecundo exilio, Paulo Freire nos visitó como invitado del Congreso de Sicología celebrado recientemente en Cuba. En esta primera estancia en nuestro país, nos concedió esta entrevista que fue más aún: un diálogo fraterno en que se abordaron algunos de los puntos fundamentales de su pensamiento y sus reflexiones más actuales.
Hacer una entrevista a quien ha dicho que no hay pregunta tonta ni respuesta definitiva resulta tranquilizador.
¿Dónde fue que dije eso? ¿Lo recuerdas?
En una intervención durante un Congreso de Educación Popular celebrado en Buenos Aires, donde exigió que lo llevaran a oír tangos.
Exacto, exacto.
Me pregunté qué exigiría usted cuando llegara a La Habana.
He venido con tan poco tiempo esta vez que no me ha alcanzado ni para plantear exigencias. Solamente he querido conocer personas y crear amistades.
Creo que pueden darse cuenta de lo que significa para mí, un brasileño, un hombre de ideas — aunque conserve ciertas ingenuidades de interpretación — que hizo una opción a favor de las clases populares, llegar a Cuba por primera vez. Creo que entienden la emoción que siento al pisar un suelo donde no hay un niño sin escuela, donde no hay nadie que no haya comido hoy. Como ustedes dos son de la generación que casi nació con la Revolución, quizás no comprendan la emoción que siento yo, que nací hace muchísimo tiempo, un poquito después de la Revolución de Octubre. Comparar, por ejemplo, esta realidad con la gente en mi país que no comió hoy, que no comió ayer, que no comió antes de ayer y que no va a comer mañana; la cantidad de niños que murieron hoy, que están muriendo ahora, y saber que estoy en una tierra donde nadie muere de hambre, donde hay una solidaridad en la posibilidad histórica, donde no hay una riqueza que te hiera ni una pobreza y una miseria que te humillen. Para mí es una emoción inmensa. Yo Ies confieso que lo único que me hace sufrir hoy en La Habana es no estar aquí con Elza, que fue mi mujer, mi amante, la profesora de mis hijos, la abuela de mis nietos.
Fue mi educadora y amaba a Cuba. Pero no hay que llorar, hay que cantar la alegría de estar en Cuba. La amabilidad de los cubanos es increíble. Es la amabilidad que nace de la alegría, de la felicidad. Sentí una gran emoción ayer al oír a Fidel, que hablaba como político y como pedagogo. Su discurso estaba lleno de pedagogía, de esperanza, de realidad. Yo creo que vine en un buen momento, aunque me pregunto cuál es el momento malo para venir a Cuba. Ese momento no existe.
Creo, sin embargo, que este es un momento especialmente bueno por más de una razón. Primero por el enorme interés que están despertando en Cuba las posiciones de los cristianos, las comunidades eclesiales de base y su creciente importancia en diversos puntos de la América Latina, y las experiencias de educación popular. Pero además, porque estamos viviendo un proceso autocrítico del conjunto de la sociedad que, por supuesto, pasa también por la educación. No sé si sabe que durante el último Congreso del PCC y el último Congreso de la UJC la educación fue un tema muy debatido. Después de la Campaña de Alfabetización que fue el hecho cultural más grande de la Revolución…
¡Exacto! Y para mí, la Campaña de Alfabetización de Cuba, seguida años después por la de Nicaragua, constituye uno de los más importantes hechos de la historia de la educación en este siglo.
Después de la Campaña, Cuba consiguió hacer masiva su educación, que, como usted decía, no haya niños sin escuelas, que ningún adulto que quiera estudiar no pueda hacerlo. Hemos estimulado fuertemente la educación de los adultos. Y sin embargo, la educación cubana atraviesa en estos momentos un período autocrítico.
En otras palabras, está siendo restudiada. Mira, yo percibía ayer en el discurso de Fidel toda la cuestión de la rectificación. Creo que es extraordinariamente importante la cuestión de la dimensión de humildad que creo que tiene que tener una revolución. En el momento en que una revolución no reconoce probables errores cometidos, esa revolución se pierde, porque se piensa a sí misma hecha por santos.
Precisamente porque son hechas por hombres y mujeres, y no por ángeles, las revoluciones cometen errores. En mi opinión lo fundamental es reconocer probables errores y rectificarlos. Para mí, el empuje hacia la rectificación es la prueba de la vitalidad. Es la humildad necesaria que una revolución tiene que tener. Y creo que esto es aplicable a la educación: es necesario revisar la práctica educativa para encontrar aquella que se corresponda más adecuadamente con el proceso revolucionario.
Uno de los grandes problemas que una revolución tiene en su transición, en sus primeros momentos de vida, consiste en que la historia no se hace mecánicamente; la historia se hace históricamente. Esto significa que el cambio, las transformaciones introducidas por la Revolución en su primer momento -en la medida en que se empieza a salir del modo de producción capitalista- , las relaciones sociales adecuadas al nuevo modo de producción, no se construyen de la noche al día. Se cambia el modo de producción y lo que hay de superestructural en el dominio de la cultura, incluso del derecho, y sobre todo de la mentalidad, de la comprensión del mundo — de la comprensión del racismo, por ejemplo, del sexo — la ideología, en fin, queda veinte años por detrás del modo de producción cambiado, porque está forjada por el viejo modo de producción que tiene más tiempo histórico que el nuevo modo de producción socialista.
Si la cuestión histórica fuera mecánica, yo ya habría hecho la revolución en Brasil. Yo no, claro, yo ayudaría a los Lula a hacer la revolución. Pero no es un proceso mecánico, sino histórico.
Uno de los grandes problemas que tiene una revolución en su transición, que a veces es muy prolongada, es el siguiente: la vieja educación, de naturaleza burguesa, llena de ideología burguesa, obviamente no responde a las necesidades nuevas, a la nueva sociedad aún no creada, la nueva sociedad comienza a crearse, por supuesto, durante el proceso de movilización popular, de organización popular para la revolución. Ahí empieza la creación de la nueva sociedad, pero está todavía no tiene un perfil definido a no ser teóricamente. Lo que sucede es que llegada al poder, la revolución se enfrenta a la permanencia de residuos de la vieja ideología, a veces hasta dentro de nosotros los revolucionarios, que estamos marcados, invadidos, por la ideología dominante, que se alojó en nosotros mañosamente. Lo que pasa entonces es que en el momento de la transición, la educación tiene poco que ver -no quiero decir «no tiene nada que ver», para no parecer demasiado exigente- con el proceso de construcción de la nueva sociedad, del nuevo hombre y la nueva mujer.
Hay que hacer una nueva escuela. Y el problema reside precisamente en que la nueva educación necesita de la nueva sociedad, y esa sociedad no está todavía parida. Hay un momento de perplejidad. El educador dialéctico, dinámico, revolucionario, tiene que enfrentar los obstáculos que su propio proyecto pedagógico, más revolucionario que lo que la media piensa que debería ser, le crea.
En esta fase de transición -la he estudiado-, no en los libros, sino a nivel de experiencia personal…
En Guinea-Bissau, por ejemplo.
En Guinea-Bissau, en Granada. Allí conversé durante seis horas con Maurice Bishop y leí posteriormente la reflexión de Fidel acerca de los errores cometidos. Y también en Angola, Sao Tomé, antes en Chile, en un proceso diferente. Y en Nicaragua. He andado por todas esas tierras, y afortunadamente invitado por las revoluciones, grandes y medias, no importan los tamaños de las revoluciones, lo que importa son los ímpetus revolucionarios. Por eso me dediqué a pensar un poco sobre estos problemas. Y lo que pasa es que siempre ocurre esto. No es casual que las universidades sean las últimas fortalezas en convertirse a la revolución. Están cargadas de la ideología anterior, son mantenedoras de la ideología anterior. Y lo peor es que a veces nosotros los revolucionarios sostenemos la ideología anterior.
Hay contradicciones fantásticas, por ejemplo, entre la escuela y la revolución en una transición revolucionaria. La escuela, al mismo tiempo que sueña con un empuje hacia una formación más profunda del alumnado, repite procedimientos característicos y adaptados a la pedagogía de la clase dominante. Es que en el fondo guardamos en nosotros, contradictoriamente, las marcas ideológicas, la posición de clase con que nacemos. Oye, pero hay que ser un buen marxista para entender estas cosas. Y no se trata de ser muy estudioso, muy lector, sino de tener una buena sensibilidad de la importancia de la carga, de la fuerza, del peso de la ideología. La ideología es material, no es solamente ideal. Tiene peso, tiene fuerza.
Entonces, yo creo que uno de los grandes desafíos de los educadores revolucionarios es lograr la transición entre la escuela que sirvió bien a la clase dominante antes de la revolución, y la escuela que ha de servir bien a las clases populares, a la sociedad ahora; y esa transición se hace revolucionándose, superando las marcas más fuertes de la tradición anterior. Para mí, una escuela revolucionaria tiene que ser una escuela de alegría, pero no de irresponsabilidad.
Es como el trabajo y la vida en el hogar. Yo tengo que despertar contento, porque voy al trabajo, y regresar feliz, porque vuelvo a la casa. Si no construyo esto con mi compañera, si no construyo esto en el trabajo, es que hay algo errado. La escuela, igualmente, tiene que ser un espacio y un tiempo de satisfacción. El acto de conocer que la escuela debe hacer, debe crear, debe estimular, no puede ser un acto de tristeza ni de dolor solamente. Y es obvio que conocer demanda sufrimiento, pero hay en la intimidad, en el movimiento interno del acto de conocer, una alegría, que es la alegría de quien conoce. La escuela tiene que crear esto; crear una disciplina seria, rigurosa, pero que no olvide la satisfacción. Y estas cosas no pueden ocurrir en la transición revolucionaria «de frentón», como dicen los chilenos. Esas cosas son rehechas. Por eso es que me siento muy contento cuando me dices que uno de los temas centrales del Congreso del PCC fue exactamente la pedagogía, es decir, la práctica educativa en Cuba, y hasta qué punto es posible revolucionariamente hacerla más dinámica, más creativa. Yo no tengo duda alguna de que la escuela es importante, la escuela es fundamental: no hay que superar, no hay qué suprimir la escuela. Pero hay que hacerla un espacio-tiempo de alegría, de satisfacción y de saber, y, por tanto, de disciplina. No puede ser un espacio de irresponsabilidad. Pero tampoco debe ser, sobre todo en una revolución, un espacio de autoritarismo. Hay que encontrar exactamente los caminos de la creatividad de los alumnos, de los niños y las niñas, un camino de libertad. La revolución se hace, precisamente, porque no hay libertad.
Para mí las experiencias de ustedes en Brasil consisten precisamente en crear espacios de libertad en un contexto en que esta no está dada. Esto, indudablemente, requiere por parte de ustedes de una creatividad enorme. Leía, por ejemplo, de las experiencias de Betto para, según sus palabras, «dotar de la palabra» a las personas que no cuentan con ella…
Exacto. Extraordinario…
Comienza por demostrarles a las personas que tienen boca.
Yo quedé absolutamente emocionado al oír a Betto en el libro que «hablamos» juntos. Y admirado de la creatividad de Betto, que es extraordinaria. Un educador sin capacidad de creación no puede trabajar. Por otra parte, quedé espantado de la necesidad de hacer aquello. A ciertos niveles de dominación los hombres y las mujeres se ven a tal punto disminuidos que casi se objetivan, como señalara Marx, casi se transforman en cosas.
Me resulta muy interesante tratar de vincular estas experiencias de ustedes con nuestra realidad, que es radicalmente diferente. Me hacía pues, la siguiente pregunta: ¿Qué es la educación popular? Confundirla con educación de adultos resulta una reducción enorme, ¿no es cierto? Se trata de una concepción completamente diferente de la escuela, de la enseñanza, del aprendizaje. ¿Se trata de dotar al pueblo de aquello con lo que contó y cuenta la burguesía, es decir, una pedagogía, una universidad, una escuela? ¿Cómo vincular estas cosas, entonces, con la realidad de una revolución en el poder, con su necesidad de extender la educación con los medios a su alcance al total de la población? Me parece que su experiencia de vida lo hace una persona especialmente capaz para responder a esta pregunta, porque comenzó usted en Brasil con la experiencia de alfabetización, pero se dio cuenta de que la alfabetización era un momento. Y después, tras la desgracia del exilio, tuvo la suerte de participar en proyectos educativos en varias partes del mundo en disímiles condiciones. Su experiencia en Guinea-Bissau, en Granada, en Angola, en Nicaragua, tiene que haberle dado una idea de los problemas que enfrenta la revolución en el campo educativo tras el advenimiento de las clases populares al poder.
Es un momento difícil, que demanda de los educadores una enorme capacidad creadora; y demanda una virtud que yo vi en Amílcar Cabral. A mí, en este siglo, hay tres revolucionarios que me han impresionado.
Voy a citarlos a los tres, aunque esté siendo injusto con otros, y sé que hay montones de otros revolucionarios. Pero yo me quedaría con dos muertos y uno vivo que a mí me llenan de esperanza, de fe, de humanismo, en el sentido no burgués de la palabra. Los dos muertos son Amílcar y Che. Y el vivo es Fidel: A estos tres símbolos acostumbro llamarlos «pedagogos de la revolución», y establezco una diferencia entre el pedagogo de la revolución y el pedagogo revolucionario.
Yo hago un esfuerzo fantástico para ser un pedagogo revolucionario, y no sé si lo soy todavía, pero lucho para serlo. El pedagogo de la revolución es esto que ustedes tienen aquí, es Fidel. Amílcar lo fue también. Yo estoy escribiendo un ensayo sobre él con este título: «Amílcar Cabral, pedagogo de la revolución». Che Guevara fue también un pedagogo de la revolución.
Yo considero que los pedagogos revolucionarios, que tienen tanta responsabilidad como los pedagogos de la revolución, que no pueden traicionar a la revolución, como decía Fidel anoche, en una dimensión menor tienen que asumir con absoluta responsabilidad su tarea, que no es nada fácil. Esa tarea se desarrolla en los primeros años de la transición, y no me refiero solamente a los primeros diez años, o veinte años; creo que el tiempo de una revolución no se mide en décadas.
El hecho de que la revolución cubana tenga casi treinta años no significa que está hecha: nunca estará hecha. Eso es lo que pido: que nunca esté hecha, porque una revolución que está hecha yerra, cuando no está siendo, ya no es.
La revolución tiene que ser como decía ayer Fidel. Esta comprensión de la revolución es sustantivamente pedagógica. Pero tiene que ser encarnada pedagógicamente en métodos coherentes. Ahí está la revisión -no en el sentido peyorativo que esta palabra tiene- , la recreación, que la práctica educativa tiene que estar sufriendo siempre.
Porque la práctica educativa tampoco puede ser: para ser, tiene que estar siendo. Yo tengo que cambiar, yo tengo que marchar como educador y como político. Entonces, los métodos, las técnicas, tienen que estar al servicio de los contenidos. Primero en relación con los contenidos, segundo en relación con los objetivos. Y en estos momentos de transición revolucionaria, que son los más difíciles, precisamente por la carga que arrastramos del período anterior, de las experiencias en que fuimos formados y deformados, hay que desarrollar, incentivar, estimular una curiosidad incesante. La pregunta es fundamental. Yo tengo un libro reciente, realizado en colaboración con un chileno exiliado, que se llama Hacia una pedagogía de la pregunta.
Una de mis preocupaciones actuales es que la educación nuestra está siendo una educación de la contestación, de la respuesta, y no de la pregunta. Entramos en la clase, sean los alumnos niños o jóvenes, y empezamos a responder a preguntas que ellos no han hecho. Y lo peor es que a veces ni siquiera sabemos quiénes hicieron las primeras preguntas fundamentales de las que resultaron las respuestas que estamos dando.
Estamos dando respuestas a preguntas antiguas y no sabemos quiénes las hicieron. Y es como si estuviéramos empezando un discurso, y de hecho estamos dando respuestas. Yo propongo lo contrario: una pedagogía de la pregunta.
No tengo duda alguna de que la mujer y el hombre, al empezar a no ser solamente animales, al transformarse en este tipo de animal que somos, lo hicieron preguntando. Se engendraron socialmente preguntando. Cuando no se hablaba todavía el lenguaje que hoy tenemos, el cuerpo ya preguntaba. En el momento en que se hicieron humanos, el hombre y la mujer prolongaron sus brazos en un instrumento que les sirvió para seguir conquistando el mundo, y con el cual consiguieron su estabilidad y su alimento. En ese momento, independientemente de si hablaba o no, ya se preguntaban y preguntaban. Entonces, desarrollar una pedagogía que no pregunte, sino que sólo conteste preguntas que no han sido hechas, parece herir una naturaleza histórica, no metafísica, del hombre y de la mujer. Por eso defiendo tanto una pedagogía que, siendo conceptual, sea también una pedagogía dialógica, entendiendo que el diálogo se da entre diferentes e iguales.
Me parece que se trata de una pedagogía profundamente respetuosa, de una pedagogía que tiene un respeto profundo por los considerados tradicionalmente ignorantes, no poseedores del conocimiento, poseedores de conocimientos «que no valen la pena», poseedores de conocimientos «que no hay que aprender».
Exacto, exacto. Te acuerdas ahora de las conversaciones mías con Betto, cuando él se refiere a una mujer que sentía inseguridad, porque pensaba que no sabía nada. Él le preguntó quién resolvería mejor su vida perdido en un bosque, un médico que ha pasado por la universidad y no sabe cocinar, o ella, que sabe matar una gallina. Esta afirmación tuya me lleva a una cuestión fundamental de la educación popular y a una reflexión fundamental de carácter político-filosófico. Se trata de la cuestión del sentido común y el saber riguroso, en otras palabras, de la relación entre sabiduría popular y conocimiento científico o académico.
Hablabas de mi respeto a este saber de experiencia que tiene el pueblo, y yo insisto en este respeto. Incluso insisto en que la educación popular tiene ahí su punto de partida, pero nunca su punto de llegada. Jamás dije que los educadores populares progresistas (y en Cuba diría los educadores populares revolucionarios, porque progresista es la forma que tiene de ser un educador revolucionario en un país todavía burgués; yo me considero en Brasil un educador popular progresista, y tengo la osadía de decir que si viviera en Cuba, yo sería un educador revolucionario; si fuera cubano, y aun siendo brasileño, porque soy también cubano, por el amor que le tengo a esta revolución, a este pueblo, a esta valentía, que históricamente fue posible y ustedes hicieron posible). Pero volviendo a la cuestión, estoy absolutamente convencido de que si bien el educador progresista y revolucionario no puede alojarse en el sentido común y quedar satisfecho con eso en nombre del respeto a las masas populares, tampoco puede olvidarse de que ese sentido común existe. No se puede negar su nivel de saber. Hay que saber incluso que el conocimiento científico un día fue ingenuo también y hoy día sigue siendo ingenuo. La sabiduría científica, la ciencia, no es un a priori, sino que se hace históricamente, tiene historicidad. Eso significa que el saber científico, riguroso, exacto, de hoy no será necesariamente el de mañana. Lo que sabíamos hace veinte años de la Luna fue superado por lo que se sabe hoy.
Cuando yo afirmo que es a partir de la sabiduría popular, de la comprensión del mundo que tienen los niños populares, su familia, su pueblo, que debe comenzar la educación popular, no estoy diciendo que es para quedarse ahí, sino para partir de ahí y así superar las ingenuidades y las debilidades de la percepción ingenua.
A esto llamaba usted en sus primeros escritos «concientización».
Exacto. Pero probablemente en mis primeros escritos, al llamarla concientización cometía un error de idealismo, que se encuentra fácilmente en mi primer libro. Consiste en lo siguiente: le daba tanto énfasis al proceso de concientización que era como si concientizando acerca de la realidad inmoral, de la realidad expropiadora, ya se estuviera realizando la transformación de esta realidad. Eso era idealismo.
Eso es lo que se encuentra en La educación como práctica de la libertad.
Exacto. Es ahí donde está la gran fuente de los momentos idealistas que marcaron el comienzo de mi madurez, yo soy un escritor tardío. He hablado mucho, soy un hombre de mi cultura. La cultura brasileña es todavía de memoria oral. Por eso hablé mucho antes de escribir. Y sigo hablando mucho. Soy más un productor oral que un escritor. Pero me gusta lo que escribo, también me gusta. Cuando escribo, lo hago como si estuviera hablando. Mi leer es mi escuchar.
Pero la cuestión que se plantea -y esto es muy importante en la teoría del curriculum, por ejemplo- es que hay que conocer cómo el pueblo conoce, hay que saber cómo el pueblo sabe. Hay que saber cómo el pueblo siente, cómo el pueblo piensa, cómo el pueblo habla. El lenguaje popular tiene una sintaxis, una estructura de pensamiento, una semántica, una significación de los significados que no puede ser, que no es igual a la nuestra, de universitarios. Y hay que conocer esto. Hay que vivir todas estas diferencias en las escuelas de niños populares. Imagínate que un niño popular brasileño, por ejemplo, que escribe un trabajito en su escuela en el primer grado y usa una sintaxis de concordancia estrictamente popular, escriba: «A gente chegamos”, y la profesora lo tacha con un lápiz rojo y le dice: «Equivocado». Para mí esto es un absurdo. Es como si mañana tuviéramos una revolución popular en Brasil y mi nieta llegara a mi casa y me dijera: «Mira, abuelo, yo no entiendo nada. Escribí ‘A gente chegou’ y la profesora me lo tachó y escribió ‘A gente chegamos’,» Y ella me diría: «Mira abuelo, tú dices ‘A gente chegou’. Y mi madre, mis hermanos, mis vecinos -los vecinos son de ‘clase’- mis amigos dicen ‘A gente chegou’. Yo no comprendo nada». Hace cuatrocientos ochenta años que hacemos esto contra el pueblo en Brasil. Esto crea problemas que no son estrictamente lingüísticos, sino problemas de personalidad, de estructura de pensamiento. Si tú me preguntas: «Paulo, ¿y te parece entonces justo, legítimo, que las masas populares no aprendan, no aprehendan, la sintaxis llamada erudita?», yo te respondería: No, es necesario que la aprendan, pero como un instrumento de lucha.
Las masas populares brasileñas, los niños populares, tienen que aprender la sintaxis dominante para poder luchar mejor contra la clase dominante. No porque sea más bella la sintaxis dominante, no porque sea mejor y más correcta, porque yo te diría un poco enfáticamente que para mí el lenguaje popular, tanto allá como acá, es muy rico, precisamente por el uso de las metáforas, de la simbología.
El lenguaje popular es mucho más poético, porque necesita ampliar el vocabulario y lo hace a través de la metáfora. Yo no quiero parecer populista, lo que quiero es defender el derecho que el pueblo tiene a ser respetado en su sintaxis y en su estructura de pensamiento. Y en segundo lugar, defender el derecho del pueblo a aprender y aprehender las sintaxis dominante para poder trabajar mejor políticamente contra los dominantes. Esta es una de mis luchas.
Y yo encuentro que esto tiene que ver con la escuela revolucionaria, con la escuela en Cuba. Una pedagogía revolucionaria en Cuba — y no me estoy refiriendo a lo que se hace en Cuba, sino a lo que creo que se debe hacer en cualquier sociedad que hace una revolución — tiene que ser una pedagogía que siendo viva, dinámica, provoque, desafíe a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes en la universidad para lograr la creatividad, el riesgo.
¿Cómo hacer una pedagogía revolucionaria que no se fundamente en el riesgo? Sin correr riesgos es imposible crear, es imposible innovar, renovar, revivir, vivir. Y por ello el diálogo es arriesgado, porque la posición dialógica que se asume frente al alumno descubre los flancos, abre el espacio del profesor.
Puede que el profesor resulte investigado por el alumno y puede que no sepa. Y hay que tener la valentía de decir simplemente: «Aunque yo sea diferente a ti como profesor, yo no sé esto». Y es reconociendo que no se sabe que se puede empezar a saber.
Volviendo atrás. Al inicio, entonces, concebía usted la concientización como el paso de la conciencia ingenua a la conciencia crítica. Después introdujo usted el concepto de -no conozco si existe la palabra en español- la «politicidad de la educación».
Así es. Y si no existe la palabra habría que crearla. La politicidad de la educación reforzaría la comprensión de la concientización.
¿Qué cosa es la politicidad de la educación?
Hoy hablé mucho de eso con los sicólogos. Mira, en términos simples: si los que estamos sentados alrededor de esta mesa salimos de aquí con ayuda de la imaginación, nos situamos frente a una clase y empezamos a analizar la práctica docente que se realiza — imaginemos que se trata de una profesora de 1ro., 2do., o 3er. grado — y comenzamos a preguntarnos sobre lo que pasa en el aula, inmediatamente captamos determinados elementos constituyentes de la práctica con respecto a la cual estamos tomando una distancia para poder conocerla. Descubrimos que no hay práctica educativa sin profesor; descubrimos que no hay práctica educativa sin enseñanza; que no hay práctica educativa sin alumnos; que no hay práctica educativa sin objeto de conocimiento o contenido. Hacen falta muchísimas otras cosas, pero vamos a quedarnos con estas.
En el momento en que se comprueba que toda práctica educativa es un modo de enseñanza; que el profesor enseña alguna cosa que debe saber, y por tanto que debe haber conocido antes de enseñar y que debe re-conocer al enseñar, uno comprende que toda práctica educativa es cognoscitiva, que supone un acto de conocimiento, que no hay práctica educativa que no sea una cierta teoría del conocimiento en práctica. Pero uno se pregunta: ¿Qué conocer en la práctica educativa? Y esta pregunta lleva directamente a la cuestión del curriculum, a la cuestión de la organización programática de los contenidos en la educación, en el campo de la biología, de la sociología, de la lengua, de los estudios sociales. Hay un conjunto de contenidos, de programas, que se relacionan y lo ideal es conseguir cierta interdisciplinaridad.
Pero en el momento en que uno se pregunta sobre qué conocer, cuando uno se sitúa frente a los contenidos, a los programas, uno de inmediato se plantea, ¿a favor de quién se conoce esto?, ¿a favor de qué? Y cuando uno se pregunta, ¿qué hago yo como profesor?, ¿a favor de quiénes trabajo?, ¿a favor de qué trabajo? hay que preguntarse de inmediato, ¿contra quiénes trabajo?, ¿contra qué trabajo? Y la contestación de esa pregunta pasa por la calidad política del que se la plantea, por el compromiso político del que la hace.
En ese momento se descubre eso que yo llamo la politicidad de la educación, que es la cualidad que la educación tiene de ser política. Esto es, ni hubo nunca, ni habrá, una educación neutra. La educación es una práctica que responde a una clase, sea en el poder o contra el poder. Esto es la politicidad.
Si lees nuevamente el primer libro mío tú no descubres esto. Y ahí estaba una de mis debilidades, una de mis ingenuidades. Mi alegría es que soy capaz de reconocer mis debilidades. Por eso es que no me parece correcto que me hagan críticas basadas en un libro, cuando he escrito más de catorce. O si no, hay que decir que se está criticando sólo el primer libro, pero eso no quiere decir que se está criticando el pensamiento de Paulo Freire. Para eso, hay que leer toda mi obra, todas mis entrevistas, todo lo que he hecho, porque si no, no es correcto. Recientemente, una muchacha que vivió largo tiempo en la revolución de Nicaragua y que pasó cuatro horas conmigo en Brasil, publicó una entrevista con una introducción en la que hacía una crítica a las críticas a Paulo Freire. Y publicó un libro muy lindo donde muestra el error de mucha gente.
¿Es Rosa María?
Sí, Rosa María Torres. ¿Tienen el libro? ¿No? Ahora que he venido les voy a mandar la colección completa de mis obras y de críticas sobre mi obra, las buenas y las malas.
Excelente. Tengo dos cosas más que quería precisar. La primera: ¿diría usted que la educación popular en su práctica y en su teoría es el intento de hacer una pedagogía de las clases populares en contra de una pedagogía de la burguesía?
Exacto, exacto. Tu pregunta contiene mi respuesta. A Rosa María, cuando me preguntó esto con otra formulación, le dije que para mí la educación popular es algo que se desarrolla en la interioridad del esfuerzo de movilización y de organización de las clases populares para la toma del poder; su propósito es la sistematización de una educación nueva e incluso de metodologías de trabajo diferentes a las burguesas.
Pero ahora podrías hacerme otra pregunta que me adelanto a formular: «Paulo, ¿piensas que todo lo que la burguesía ha hecho está equivocado?» La respuesta es «no». Otra cosa sería erróneo, estrecho. Yo nunca olvido las afirmaciones de Amílcar Cabral sobre la cultura. Él les decía a sus compañeros de lucha en Guinea Bissau -y no lo estoy citando literalmente- «la cuestión no es la negación absoluta de las culturas extranjeras, sino la aceptación de las cosas adecuables a nuestra sociedad».
Eso lo dijo Martí de una manera muy bella. Dijo «injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas».
¡Exacto! Entonces, mira, no se puede negar la importancia de los movimientos de la escuela nueva que han surgido paso a paso con el desarrollo de la revolución industrial y que no pueden ser reducidos a una sola experiencia de escuela nueva. Hay varias expresiones de escuelas nuevas en un movimiento general grande, en el que se encuentran desde la locura maravillosa de un Ferrer, español, anarquista, que influyó extraordinariamente sobre la educación en Nueva York, y en Brasil también a comienzos de este siglo. Ferrer fue asesinado por el estado español en 1910. Estas experiencias, repito, van desde Ferrer hasta posiciones más intermedias como la de Montessori, basada en la idea de la libertad. O la exageración de la escuela de Hamburgo, con sus maestros camaradas, que eran todos iguales a los alumnos, con lo cual se llegaba casi a la irresponsabilidad, pero que era, al mismo tiempo, una cosa muy linda. Yo no estoy a favor de esto, entiendes, yo no estoy a favor de esto, pero lo que quiero decir es que no se puede hacer una crítica general y estrecha. Para mí, eso no sería científico, no lo acepto, creo que es ideológico. Y no se trata de que crea que la ciencia no tiene ideología, porque la tiene, pero quiero más ciencia que ideología, respetando el valor y la fuerza de la ideología cuando se trata de la ideología proletaria.
Pero volviendo a tu pregunta, te digo más que antes. Creo que si uno parte hacia la educación popular sin la intención de construir una pedagogía de las clases populares, temprano o tarde, va a descubrir que ella aparece en su práctica. A partir de ahí, o desiste o sigue adelante. Esto no significa, sin embargo, que la creación de una pedagogía popular niegue los avances logrados por la pedagogía burguesa.
Pero por otra parte, no pienso que incluso la pedagogía que pudiéramos llamar burguesa, porque ha sido creada dentro de la dominación burguesa, pueda ser en su totalidad catalogada de burguesa. O sea, la pedagogía popular no puede remitirse al conocimiento popular del que hablábamos, como su única fuente, sino que tiene que remitirse también a la protesta contra las sociedades burguesas que dentro de las mismas se ha generado.
Exacto. Si no hace esto, no es dialéctica y corre el riesgo de perderse, yo estoy totalmente de acuerdo con lo que hay de afirmación en tu pregunta. Las pre guntas casi siempre traen una afirmación, y yo estoy de acuerdo contigo. Ahora, en una sociedad como la nuestra, la sociedad brasileña, la educación popular hoy en día tiene que orientarse en el sentido de cómo movilizar, orientar. La educación popular tiene que colocarse en el centro, en la interioridad de los movimientos populares, de los movimientos sociales. De ahí, para mí, la necesidad de que los partidos revolucionarios olviden su tradicionalismo.
Los partidos de izquierda en este fin de siglo, o se hacen nuevos, revitalizándose cerca de los movimientos populares sociales, o se burocratizan.
Uno de mis esfuerzos en el Partido de los Trabajadores, en el que milito, es mi trabajo en una semilla de universidad popular. Dirijo este centro de formación, del cual tuve el honor de haber sido nombrado presidente. Porque en el fondo fui nombrado. Un día llegó una comisión de líderes sindicales y me dijeron que yo era el presidente. Y yo les dije: «Ustedes me están nombrando, nadie me ha elegido». Pero acepté. Lo que ha hecho este instituto en sus seis meses de vida, a nivel latinoamericano incluso, en términos de la formación de la clase trabajadora, es una cosa que da alegría.
¿Cómo se llama el instituto, Paulo?
Instituto de Cajamar, que es la municipalidad en que está ubicado. Yo soy el presidente del Consejo. Lula es miembro del Consejo. Y el lunes antes pasado pasamos el día completo todos juntos discutiendo los programas del centro, y yo me responsabilicé con él; porque el instituto comenzó muy poco después de la muerte de Elza, que era mi amor, fue y es mi vida, mi amante, la madre de mis hijos, la abuela de mis nietos, la infraestructura de la familia. Yo soy superestructura solamente. Te imaginas lo que le pasa a una superestructura cuando le falta la infraestructura. Yo estoy un tanto perdido, pero vivo y lucho por seguir vivo. Esta es la opción que hice. Pero, como te decía, el instituto se creó muy poco después de la muerte de Elza y en aquel momento me resultaba difícil. Ahora asumí el compromiso de hablar por lo menos una vez en todos los cursos que se organicen para la formación de cuadros de la clase trabajadora. Es emocionante conversar con un líder obrero que pasó muchas experiencias y te dice después: «Yo antes tenía la intuición de que este era el camino; ahora lo sé». Hay un grupo de intelectuales, académicos, en Brasil, que han optado por las clases trabajadoras y que no se sienten propietarios de la sabiduría de la revolución. Porque esta es una cosa que los intelectuales han tenido que aprender: la humildad de no ser los propietarios del saber revolucionario. Hay que aprender también con la clase trabajadora, con los obreros, con los campesinos. Una dosis de humildad no le hace daño a nadie.
Yo estoy viendo cómo esta politicidad de la educación, y en general como la educación popular de hoy significa un gran avance de las masas populares en la América Latina capitalista diferente a la expansión de las matrículas de los sesenta, frente a los mecanismos de tecnificación de las décadas pasadas, que eran todos propiedad de la burguesía. Veo cómo está surgiendo también de ahí una comprensión muy fuerte de que es en el terreno de la política que se van a decidir los dilemas fundamentales, en definitiva. Pero esta comprensión no consiste meramente en «saludar» a los políticos, sino en formar parte del movimiento político. Ya usted mencionaba antes que esto le exige transformaciones al partido político.
Exacto. Esta es una de mis preocupaciones. En un libro que salió recientemente en Brasil y también en Argentina, hecho con un filósofo chileno, en un cierto momento discutimos esta cuestión.
Yo tengo la convicción de que estos últimos años del siglo serán decisivos en lo que respecta a la preservación de los partidos de izquierda. Sin pretender hacer vaticinios, la impresión que tengo es que los partidos de izquierda tienen que renovarse apartándose de su tradicionalismo. Si me pides que elabore más esta idea, quizás no pueda hacerlo. Pero presiento, casi adivino por el olfato, que nosotros, nosotras, los que compartimos las posiciones de izquierda, tendríamos que hacernos una serie de preguntas.
No digo ya en Cuba, pero también en Cuba. Pero en los países como Brasil hay que citar menos a Marx y vivirlo más. Hay que cambiar el lenguaje. Hay que aprender la sintaxis popular. Hay que perder el miedo a la sensibilidad. Hay que rehacer y revivir a Guevara, cuando hablaba de los sentimientos de amor que animan al revolucionario. Es decir, hay que ser menos dogmático y más radical. Hay que superar los sectarismos que no crean, que castran. Hay que aprender la virtud de la tolerancia. Y la tolerancia es una virtud no solamente espiritual, sino también revolucionaria, que significa la capacidad de convivir con el diferente para luchar contra el antagónico.
Esto es la tolerancia. Y en la América Latina vivimos peleando contra los diferentes y dejando al antagónico dormir en paz. Y los partidos de izquierda que no aprendan esto están destinados a morir históricamente. Hay que abrirse. Mira, Gorbachov está dando un excelente ejemplo. Ejemplo del que ustedes son los anticipadores. Gorbachov está eliminando una innecesaria dureza. Y yo apuesto a que va a lograr éxitos, si consigue vencer los obstáculos de una burocracia intermedia que se aloja en posiciones de mando que obstaculizan el proceso mayor de la revolución.
Yo creo que en lo que queda del siglo, los partidos revolucionarios tienen que aprender a confiar un poco más en el papel de la educación popular. Esto independientemente de que no pueden jamás, de manera idealista, pensar que la educación es la palanca de la revolución. Pero tienen que reconocer que aun no siendo la palanca, la educación es importante.
Yo no olvido nunca una conversación que tuve hace tres años en Canadá con el Secretario General del Partido Comunista y con el responsable del sector de educación del Partido de ese país. Conversamos mucho sobre esto. Sobre cómo los partidos revolucionarios se vuelven tímidos por no creer en última instancia en las masas populares. Mira, la Revolución cubana resulta de una creencia casi mística en las masas populares, una creencia no ingenua, pero sí inmensa. Una creencia que se fundaba incluso en una desconfianza. Se trata de una desconfianza que no es una desconfianza en las masas, sino en los dominadores introyectados en las masas. Yo recuerdo, yo recuerdo — hablé de esto en la Pedagogía del oprimido al citar a Guevara, a Fidel — que repetía una advertencia que Guevara le hacía a un muchacho de un país centroamericano, al que le decía: «Mira, tienes que desconfiar del campesino que te busca. Desconfiar de la sombra del campesino.» Cuando Guevara decía esto no se contradecía. Yo recuerdo una crítica muy dura contra mí publicada en los EEUU en la que decían que yo era el contradictorio. Y no, no lo era: como tampoco era contradictorio Guevara cuando decía: «Muchacho, tienes que desconfiar del campesino que llega corriendo para adherirse a su proyecto». Lo que Guevara estaba diciendo es que hay que desconfiar del opresor introyectado en el oprimido. Porque si la Revolución no advierte estos riesgos no llega a hacerse.
El discurso de Fidel fue todo un discurso político y pedagógico y un discurso de esperanza y de crítica, y de valentía, y de sufrimiento. Es una cosa extraordinaria. Yo te diría que fue una de las cosas más importantes de estos últimos años. Llamaba la atención sobre todas estas cosas y decía cómo fue que él aprendió. Y cuando decía «yo», estaba diciendo «nosotros». Habló de cómo aprendió a lidiar con la traición; cómo aprendió a trabajar mejor. Y decía que nada nos podrá detener, porque una traición nos enseña a defendernos de la traición siguiente.
Yo creo que esta capacidad es extraordinaria. Es la capacidad que tuvo Guevara, que habla desde sus memorias y sus diarios, de llegar a la Sierra Maestra como médico y conversar con los campesinos sencillos y aprender con ellos. Y él dijo una cosa linda: dijo que fue conversando con los campesinos cuando estaba en la Sierra Maestra que se formó radicalmente en él la convicción del acierto de la Revolución, de la necesidad de la transformación agraria del país. Y mira, Guevara no subió a la Sierra inocentemente. Sin embargo, tuvo la valentía, el coraje, la humildad de decir cuánto le enseñó el sentido común campesino.
Es esto lo que creo que se impone: esta humildad, esta cientificidad, nunca cientificismo; esta radicalidad, nunca sectarismo; esta valentía, nunca bravata. Es esto lo que tienen que aprender los partidos revolucionarios.
Ya no resulta posible seguirse apropiando de la verdad y dictarla a las clases populares en nombre de Marx o de Lenin. E imposible leer Qué hacer sin comprender el tiempo de Lenin. El mismo Lenin lo dijo. Pretender entender a Lenin sin su contexto es dicotomizar el texto del contexto. Y esto no es dialéctico. Para finalizar, tengo una gran esperanza en que todos nosotros estemos aprendiendo. No es que esté pretendiendo darles clases a los líderes de los partidos.
A los partidos de derecha yo no me dirijo. Obviamente, no tengo nada que decirles. Me dirijo a los compañeros de izquierda que están en diferentes posiciones -y todos son mis compañeros; diferentes, pero compañeros- para decirles que es preciso ser tolerantes.
Este es un discurso que hago mucho más en el resto de la América Latina que en Cuba. No es a Cuba a quien me dirijo enfáticamente, sino a nosotros, los otros.
Tengo todavía otra pregunta. Hace ya un buen rato usted hablaba de que la transición no se puede medir ni por decenios. Volviendo a aquel tema recuerdo un problema importante. El poder revolucionario en nuestros países no puede estar ajeno a una idea peligrosa, que es la idea civilizadora.
Exacto, exacto.
Esa idea civilizadora supone que nuestros países son, pues, atrasados. Debemos, ahora que tenemos el poder, civilizarnos. Esto está lleno de necesidad real y de peligros reales.
Exacto.
Falta otro problema. La revolución en nuestros países, que son relativamente débiles, necesita unidad: ser todos uno para poder sobrevivir y avanzar. La unidad está llena de beneficios y de bondades. Y también tiene peligros: el autoritarismo; la unidad que se vuelve unanimidad, donde la necesidad se convierte en virtud. ¿Usted cree que la educación popular puede ayudar a esto?
Lo que dijiste es macanudo. ¿Conoces la palabra? Es chilena.
Y argentina, y nuestra también.
La aprendí en Chile y cuando hablo portuñol me viene siempre a la mente. Mira, creo que estas preguntas que me planteas no son preguntas, sino afirmaciones. Son de una importancia tremenda para los partidos, para los revolucionarios, para los educadores revolucionarios.
En primer lugar, yo tengo miedo también del consenso. Yo defiendo una unidad en la diversidad: una diversidad de diferentes, no de antagónicos. Probablemente el antagónico dirá que no soy demócrata, y desde el punto de vista de él, obviamente no lo soy. Volviendo atrás, yo temo el consenso, aunque lo acepto en momentos críticos. No se trata ni siquiera de que lo acepte, sino de que es necesario en un momento de crisis. Pero pasada la fase crítica, yo creo que la discusión debe continuar. Y hay una ilusión a veces de un aparente consenso, que es la ilusión del autoritario, que piensa que no hay divergencias, aunque sí las hay. Y las divergencias son legítimas, son necesarias para el desarrollo del proceso revolucionario.
Repito que no quiero dar clases de revolución a quienes han hecho la revolución. Esto sería una falta de humildad de mi parte y yo soy humilde. Es a nivel teórico que estoy convencido de que la divergencia no sustantiva es importante para el propio desarrollo del proceso de crecimiento. Y yo no tengo duda alguna de que la educación tiene que ver con eso. Tiene que ver en tanto sea una educación estimulante de la interrogación y no de la paz, en tanto desarrolle una postura crítica, curiosa, que no se satisfaga con facilidad, que indague, que provoque la interrogación, la procure constantemente y que cree incluso situaciones difíciles, porque esto provoca curiosidad y creo que eso es fundamental.
Volviendo al inicio: que recuerde, esta es la primera entrevista a Paulo Freire que va a salir en una publicación cubana. ¿Qué querría usted que apareciera especialmente en ella?
Me gustaría ahora enfatizar una cuestión que me es muy cara, y que tiene que ver con no tener miedo a mis sentimientos y no esconderlos. Me gustaría expresarles mis agradecimientos a ustedes, los cubanos, por el testimonio histórico que ustedes dan, por la posibilidad y todo lo que ustedes representan en tanto revolución; lo que ustedes representan de esperanza. No hay en esto ningún discurso falso: yo sé que no veré la misma cosa en mi país, pero la estoy viendo acá. Es una contradicción dialéctica: no voy a ver, pero ya estoy viendo.
El hecho de que, por ejemplo, un brasileño pueda venir a Cuba sin tener que enfrentarse a la policía; el hecho de poder hablar de Cuba en Brasil; el hecho de que un profesor como yo pueda escribir en mi país las cosas que te he dicho aquí; todo esto no significa que mi país ya haya hecho la revolución. No, es un país lleno de vergüenzas, lleno de cosas horribles, de violaciones de derechos, de explotación de las clases populares. Pero hay por lo menos hoy en día la posibilidad de hablar, de decir. Y hay que llenar los espacios políticos que hay en Brasil hoy. Yo no soy un hombre de la llamada república nueva. Yo soy un hombre del Partido de los Trabajadores, que tiene otro sueño. Pero yo decía que no puedo esconder mis sentimientos de alegría, porque, mira, es un absurdo, un absurdo, que un hombre como yo esté ahora por primera vez en Cuba. Pero es un absurdo que tiene explicación. No se trata de que nunca, nunca, Cuba me haya cerrado las puertas, no fue tampoco que yo tuviera dudas sobre el momento en que debería venir a Cuba. Hubo n motivos, n razones para que en las diversas oportunidades en que fui invitado, no pudiera venir.
Yo decía que no espero ver en Brasil esta transformación que he visto, y que vi también en Nicaragua, que ahora empieza allí.
¿Se imaginan lo que es para un brasileño poner el televisor y ver que el pueblo de tu país puede elegir ver el ballet dos días a la semana, y que otros dos días puede elegir ver y escuchar la ópera? Esto es también cultura, esto es universalidad, esto es pedagogía, esto es la satisfacción de un derecho que la clase trabajadora tiene a disfrutar de todo.
Yo sabía de todo esto, pero aquí vi, aquí escuché. Saber que el pueblo, todo el pueblo de tu país comió hoy. Saber que todos los niños de tu país van a la escuela, aunque haya cosas que decir a favor y en contra de la pedagogía que se hace. No dudo de que diverja en algunas cosas, pero concuerdo con la totalidad, que es la revolución. Y mi crítica se hace desde adentro de la revolución, y nunca desde afuera. Y yo soy muy radical en esto.
Estoy en un país en que hay un horizonte de libertad, de creatividad, y en que la Revolución tiene la valentía de decir que también se equivoca, en que la Revolución tiene la valentía de decir que hay compañeros de la dirección revolucionaria que se equivocan.
Esto para mí -y parece un absurdo casi mágico lo que les voy a decir- es como si yo no pudiera partir del mundo sin conocer materialmente, palpablemente, sensiblemente a Cuba. He depositado mi cuerpo en tu país, porque ya antes había depositado en él mi alma -sin dicotomizar una cosa de la otra-, ¿eh?
La Tizza.
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