POR JULIO CÉSAR CARRIÓN CASTRO
“Ningún sacrificio es demasiado grande para nuestra democracia, y menos que nunca el sacrificio temporal de la democracia misma”.
– Walter Benjamin
El Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, del escritor francés Maurice Joly, publicado en 1864 como un panfleto contra Napoleón III, constituye hoy una obra primordial para el análisis político, ya que nos enseña las falacias de la llamada “democracia liberal”, que astutamente, tras un manto de retórica y de arbitrarias acciones, ha sabido esconder las secretas posibilidades de absolutismo, autoritarismo y la dictadura.
El exterminio de la democracia para “salvar” la democracia
En Francia, Carlos Luis Napoleón Bonaparte fue, inicialmente, el único presidente de la Segunda República entre 1848 y 1852 y, luego, mediante un auto golpe de Estado, se convirtió en Emperador (desde 1852 hasta 1870), con el pomposo apelativo de Napoleón III. Carlos Marx en su notable texto El 18 brumario de Luis Bonaparte de 1852, a partir de un penetrante análisis histórico, no exento de burla e ironía, en los primeros renglones de su obra, respecto a este insignificante sobrino que pretendía emular a su sobresaliente tío, escribió: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. Marx confronta las tesis historiográficas que buscaban explicar los procesos históricos por la voluntad y las acciones particulares de los “grandes hombres”, o debido a circunstancias fortuitas. Dice Marx: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”. En esta pequeña obra Marx demuestra “cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”.
Pues este “héroe” ficticio fue también el motivo para que el abogado Maurice Joly, oriundo de la población francesa Lons-le-Saunier, escribiese en 1864 una obra clandestina que tituló Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, con el propósito de poner en evidencia y ridiculizar aún más el gobierno del flamante último emperador galo.
Nicolás Maquiavelo quien vivió en Florencia –Italia– entre 1469 y 1527, es considerado el creador de la ciencia política moderna. En su obra El príncipe (escrita en 1513, pero publicada póstumamente en 1531), Maquiavelo define por primera vez lo que ha de ser la autonomía de la política, frente a las explicaciones metafísicas o moralistas; establece los principales aspectos para tener en cuenta por parte de los gobernantes en los diversos procesos y actos administrativos, asumiendo el pragmatismo como fundamento de todo poder, independientemente de los calificativos de bondadosos o crueles. Estas serían las tesis básicas de la llamada Realpolitik que posteriormente llamara el barón alemán Otto von Bismark.
Después de Nicolás Maquiavelo, simultáneamente con el desarrollo del comercio, de la economía, de la expansión geográfica, del colonialismo europeo y del progreso de la industria, que llevaría no sólo a una revolución en las ciencias experimentales, en las tecnologías y en los planteamientos filosóficos, sino a que pensadores como Hobbes, Descartes, Spinoza, Rousseau, en general los grandes pensadores del Racionalismo y la Ilustración y muy particularmente el autor del libro Del espíritu de las leyes, Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689–1755) fueran configurando la llamada teoría de la “democracia”, es decir, una serie de coherentes propuestas para un buen gobierno, asociando las tesis del racionalismo, con las de la economía liberal. Se buscaba alcanzar una auténtica representación de la llamada “voluntad popular” (quizás una de las principales preocupaciones de la teoría democrática), mediante el denominado sistema de sufragio universal de carácter periódico, por medio del cual el elector supuestamente delega su voluntad política y su soberanía a sus “representantes”, en los partidos políticos que a partir de la Revolución francesa (1789) tomaron los nombres comúnmente aceptados de “izquierda” y de “derecha”.
Esto de la representatividad, se convertiría luego en fundamento y paradigma de la “democracia”, en una especie de principio universal, globalizado, para todo el quehacer político que se buscaría aplicar de manera imperial en el mundo entero, así la distinción ideológica entre izquierdas y derechas se haya pervertido.
Los principios y propósitos de la política democrática, elaborados durante este largo proceso histórico de manera plural, no sistemática, y por ello mismo no exentos de conflictos y confrontaciones, hoy a pesar de tan juiciosas tesis, se han tergiversado al inscribirse en los artificios de la “cultura mediática”, que rechaza los planteamientos teóricos y los debates ideológicos, instalando una especie de unanimismo eficientista que relativiza de manera absurda toda diferencia, y da validez a la impostura y a la simulación del pensamiento, fomentando el cinismo pragmático y el acomodamiento oportunista, tan característico de las nuevas huestes de politiqueros en el mundo entero y no sólo en Colombia.
El libro de Joly nos enseña las falacias de la llamada “democracia liberal”, que astutamente, tras un manto de retórica y de arbitrarias acciones, ha sabido esconder las secretas posibilidades de absolutismo, autoritarismo y dictadura, inscritas de manera velada en sus propias tesis, sin tener que abolir las estructuras del engaño, como la división de las ramas del poder, el sistema electoral, las instituciones representativas, la prensa “libre”, etc., e incluso contando con el alborozado apoyo de los sectores populares.
Se trata de un texto que, de manera profética y esclarecida, describe con un tono pedagógico y objetivo, el actual acontecer de la llamada “democracia” en el mundo entero.
Farsa democrática
En la obra Maquiavelo le pregunta con sorna a Montiesquieu: ¿Creéis por ventura que los poderes se mantendrán por largo tiempo dentro de los límites constitucionales que le habéis asignado, que no los traspasarán? ¿Es concebible una legislatura independiente que no aspire a la soberanía? ¿O una magistratura que no se doblegue al capricho de la opinión pública? Y sobre todo ¿qué príncipe, soberano de un reino o mandatario de una república, aceptará sin reservas el papel pasivo a que lo habéis condenado? Quién, en su fuero íntimo, ¿no abrigará el secreto deseo de derrocar los poderes rivales que trabajan en acción?
El polemista francés Jean-François Revel en el prefacio de la edición del Diálogo en 1968, nos dice que Joly nos mostró que es relativamente sencillo convertir una democracia liberal en un régimen autoritario, sin necesidad de abolir las instituciones, por el contrario, sirviéndose de ellas. Que el liberalismo mismo incuba el “totalitarismo”.
Esta farsa democrática que ya por largo tiempo vivimos en Colombia, cubierta de tanta impostura y falsedad como de sangre y muerte administrada; de parlamentarismo ramplón, leguleyadas, santanderismo y cotidianos genocidios, realizados por policías, militares y paramilitares bajo el mandato de las oligarquías y las mafias usufructuarias del poder, nos muestra fehacientemente esa rastrera posibilidad de una descompuesta “democracia” policíaca. Debemos revisar cuidadosamente el libro de Maurice Joly y, especialmente releer y entender el prólogo que, con el título “Del exterminio democrático de la democracia”, escribiera el Fernando Savater de antes.
La “democracia”, descrita en este perverso diálogo infernal, se nos presenta como un recetario de ilusiones y de desteñidas propuestas siempre fallidas, pero siempre consideradas verdaderas y virtuosas, como todo un fundamentalismo teorético de la esperanza, pero permanentemente en crisis, ya sea bajo la aplicación de las tesis “maquiavélicas”, de una realpolitik (o realismo político) que avala los regímenes absolutistas o “totalitarios”, es decir, que abiertamente señalan, sin ambages, que “el fin justifica los medios”, que el bienestar de unas supuestas “mayorías” justifica el malestar de las minorías, que acepta los llamados “daños colaterales” siempre causados a los marginales, garantizando, en todo caso, la marcha triunfal de una nación, de una clase social, de una raza o de un pueblo, como lo han liderado indistintamente nacionalistas, fascistas, estalinistas, o sionistas, o detrás de los planteamientos “ilustrados”, sustentados en los eslogan, lemas, consignas y frases publicitarias como la llamada “autonomía”, la “libertad”, el “derecho” y el “progreso”, ideas que promoviese Montesquieu, los enciclopedistas y sus herederos que fijaron esa engañifa pretendidamente representativa, participativa y contractual para Occidente, la tan pomposa como mentirosa llamada democracia liberal, en la cual, como lo expone el infernal Maquiavelo de Joly: “la Policía se convertirá en una institución tan vasta, que en el corazón de mi reino la mitad de los hombres vigilará a la otra mitad”.
La “democracia”, entendida ayer como tragedia, hoy no es más que una deplorable farsa, o peor, un sainete que ha logrado fusionar los claros planteamientos maquiavélicos acerca del poder, basados en la crueldad, la astucia, la fuerza y la violencia, con las sibilinas y edulcoradas tesis liberales del “derecho”, “la ley”, “el sufragio”, “la representación” y “la participación”, ciudadana y popular.
Hoy sabemos que las dos propuestas se encuentran totalmente amalgamadas, fusionadas, hermanadas en el “demofascismo” contemporáneo, en ese fascismo democrático del que la República de Colombia de la decadente oligarquía liberal-conservadora es quizá su más vulgar ejemplo…
Semanario Caja de Herramientas, Bogotá.
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