POR HÉCTOR PEÑA DÍAZ
Es difícil predecir hacia dónde se dirige la indignación que corre por las calles colombianas. Tampoco sabemos con certeza si estamos frente a unos de aquellos “acontecimientos” que parte en dos la vida de un país o de una persona, o si se trata de un amago constituyente, una frustración más de la historia (como la comunera o el 9 de abril) en el arduo y complejo camino hacia la libertad de un pueblo. En lo que llevo de vida no había visto algo como lo que estamos viviendo en Colombia. Da la impresión de que más allá de la necesidad y las particularidades de las demandas sociales multiplicadas por la pandemia, estamos frente a una crisis de sentido, en la que una generación se hace las preguntas claves sobre su propio destino. Por ello me temo que la solución de esta encrucijada no reside en una negociación con el gobierno. Aunque quizás sea un paso necesario para entender dónde se encuentran los verdaderos centros de poder; lo otro ya se sabe y espera: dividir el tigre constituyente en tigrillos, lanzarle algunos pedazos de carne para mitigar su hambre y que la fiesta de los privilegios siga su curso inmemorial.
La crisis es de tal naturaleza que desborda las decisiones de un gobierno carente de autonomía y poder para materializarlas. Lo que está en cuestión es el orden mismo, el modo cómo se ha constituido, los intereses a los que se subordina. No más mentiras del poder gritan los jóvenes, no más desmanes ni bloqueos, hay que regresar a una supuesta normalidad, así sea a la fuerza, replican los voceros gubernamentales. Lo ideal sería que los conflictos pudieran solucionarse a través del diálogo y que la exigencia de los derechos se hiciera con apego estricto a los derechos de los demás.
El problema es que así como el agua hierve a determinadas condiciones de atmósfera y temperatura, no podemos esperar la corrección en las protestas, pues ellas son también una respuesta a las condiciones de vida indigna que parecen eternizarse bajo el modelo social y económico predominante. Brota una ira acumulada ante la bellaquería del sistema que condena a millones de jóvenes a una existencia precaria con muy pocas posibilidades de una verdadera realización humana. Si a ello se agrega la represión policial que rompe todas las leyes y reglas con su saldo de muertos, desaparecidos y abusos de toda índole, tenemos una “masa crítica” de violencia que como un río salido de cauce quiere llevarse todo a su paso.
Delante de todos nosotros se está cometiendo una masacre de jóvenes por aquellos que de acuerdo con la Constitución y las leyes deberían protegerlos. ¿Qué es lo que pasado? Si uno tiene un león en la casa, así lo haya domesticado desde pequeño, jamás se podrá estar confiado, pues su naturaleza salvaje en cualquier momento irrumpe y puede ocasionar una tragedia. Así ocurre con los aparatos armados en una democracia. La fuerza pública, tanto el ejército como la policía, son instituciones cerradas, no deliberativas, jerarquizadas, en las cuales la orden de un comandante desciende de manera inmediata a través de todos los grados hasta la tropa que se despliega en el terreno. Dejarla a su arbitrio es un riesgo que no puede correr la democracia. De allí nace la necesidad de un permanente control de la sociedad civil sobre sus actuaciones. Todo en dichos organismos está reglado: las órdenes escritas e insertas en un consecutivo, el número de efectivos desplegados, las armas que portan, la munición que se gasta. Lo que vemos es una enorme confusión de los mandos militares y policiales sobre su misión (otra cosa sería una claridad perversa) al privilegiar la defensa de un gobierno por encima de la protección de los derechos de la ciudadanía. ¿Se han vuelto enemigos de su propio pueblo? Los mandos deben responder ante los tribunales con honor y verdad, no con respuestas pueriles indignas de su uniforme y compromiso.
Los civiles que tienen una relación directa con los mandos, en este caso, el Presidente y el Ministro de la Defensa, también deben responder ante el pueblo y la comunidad internacional, ya que el primero da las instrucciones y el segundo las transmite a la cúpula armada (la moción de censura al Ministro va en la dirección correcta). En el país de los eufemismos (la incapacidad de llamar las cosas por su nombre) las órdenes de muerte siempre vienen envueltas en papel de caramelo, para la muestra un botón: «desplegar su máxima capacidad operacional para que dentro de la proporcionalidad y dentro del estricto cumplimiento de los derechos humanos y su protección» (blablablá), cuando sabemos que del choque entre militares y civiles desarmados solo podemos esperar la arbitrariedad y la muerte. Por ejemplo, en el caso de los crímenes de Estado vulgarizados como “falsos positivos”, ni en la directiva ministerial que estableció incentivos para las bajas en combate, ni en las órdenes de operaciones de los oficiales aparece explícita una orden de muerte, la comisión de un crimen. Todo está sobreentendido en Colombia. Un verbo tan ambiguo como neutralizar puede significar el asesinato de una persona, impedir que se cometa un delito o simplemente contrarrestar el efecto de una causa.
Los muchachos y muchachas en las calles son una esperanza de que no todo está perdido en Colombia, que el nuevo país aún sin rostro definido, asoma entre los cantos y consignas, las cabezas rotas y los ojos apagados; los gases y las estampidas, el sueño de una vida más auténtica y solidaria. Hay que recordarles a las autoridades que mal y provisoriamente gobiernan esta doliente república, las palabras de Salvador Allende el día de su sacrificio (Las recientes elecciones constituyentes en Chile demuestran cuánta sabiduría y razón hay en ellas): «No se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos…» Quizás se demore aún un juicio a los responsables de este crimen de lesa humanidad contra el pueblo colombiano: la sangre de los jóvenes asesinados nunca dejará de clamar por la justicia.
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