POR ARMANDO BORRERO MANSILLA
El siguiente texto tiene como propósito plantear la vigencia del pensamiento del estratega militar prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831), cuya aplicación, más allá de las guerras entre Estados nacionales, puede extenderse al análisis de la confrontación entre partidos políticos o clases sociales. Aboga por el componente político de los enfrentamientos militares, y estima que la guerra, aun si denota polaridad y fragmentación, aun si es exacerbada y continua, sigue siendo fundamentalmente política. Muestra cómo en el caso colombiano, por ejemplo, los excesos de violencia han contribuido a eliminar y oscurecer esas fronteras de lo político, no obstante lo cual, la política sigue existiendo en el conflicto, si bien revestida de mala política.
De la guerra de los Estados a la guerra de los partidos
La guerra se ha transformado vertiginosamente en los últimos doscientos años. Pero esta transformación no es sólo la impuesta por la revolución científico-tecnológica o por la explosión demográfica: es el tránsito de las enemistades acotadas a las enemistades absolutas; es el paso de las guerras de los Estados nacionales a las guerras de clases sociales y partidos políticos. El camino va de la “nación en armas” en los comienzos del siglo XIX, a las concepciones contemporáneas que tienden a borrar las fronteras entre la guerra y la paz, entre el combatiente y el no combatiente, entre la guerra nacional y la guerra internacional. En medio de las transformaciones, el pensamiento de Clausewitz sobrevive: la distinción entre guerra real y guerra absoluta sigue en pie. La tendencia a definir la enemistad en términos absolutos ha hecho que las guerras de nuestra época tengan una dirección más marcada hacia la guerra absoluta, como guerras que son dirigidas hacia alteración del equilibrio social.
En las guerras de la contemporaneidad ven algunos teóricos un oscurecimiento de la vigencia de Clausewitz porque no corresponden a una relación entre conflicto armado y política de Estado nacional, estrictamente. Pero la política no debe ser considerada, lo mismo que la guerra, sólo bajo su forma “real”; debe ser comprendida también bajo su forma “absoluta”, como el campo de los conflictos de intereses en sí, sean de la política nacional del Estado o de la política de partidos o clases. Si se sigue a Clausewitz de cerca, se verá que siempre tiene presente el concepto “puro” de la política, lo mismo que el de la guerra y quedará claro que la política del Estado es solamente una de las formas que puede tomar la política “real”. De tal manera que es legítimo mirar los conflictos de hoy, no siempre nacionales en sentido estricto, bajo la óptica clausewitziana y entender que la teoría de la guerra nacional se ha desdoblado paulatinamente en una teoría de la guerra civil. Dicho esto sin desconocer la vigencia que conserva, todavía, el Estado nacional y el papel que cumple en la movilización de los pueblos para la guerra, como se apreciará más adelante, cuando se haga referencia a guerras como la de Vietnam, en la cual se dan los elementos de las guerras civiles y los de las guerras nacionales simultáneamente.
También los desarrollos técnicos tienden, aparentemente, a oscurecer la vigencia de Clausewitz, porque en el presente se ven guerras en las cuales la ofensiva audaz, veloz y sin tregua, parecería que impide toda posibilidad de defensa. Sin embargo, siempre en la historia ha sido una constante que esa sea la conducta de quien tiene superioridad absoluta. La “ley de los números” de Clausewitz, le confiere al tamaño de los ejércitos un efecto decisivo solamente cuando los demás factores, incluido el técnico, se mantienen constantes. Pero las guerras revolucionarias del siglo XX ponen las cosas en su sitio: guerras que comienzan con enormes disparidades de medios, guerras en las cuales los insurgentes deben equilibrar la “ley de los números” de Clausewitz con la utilización del tiempo y el espacio en una forma innovadora, son guerras que retrotraen a la actualidad el aserto clausewitziano, quien entendió la superioridad de la guerra defensiva, no en los términos estáticos que le atribuyen muchos críticos, sino como una relación dinámica, en la cual es posible emplear todos los medios ofensivos sin perder las ventajas de la defensiva (el aforismo de Clausewitz casi siempre se saca de contexto y esto ha hecho olvidar que la frase va precedida de la expresión “en abstracto”. “En abstracto la forma defensiva de la guerra es más fuerte que la ofensiva”.
Las guerras del siglo XX ponen de presente, por la disparidad de medios de muchas de ellas, la primacía de la política y subrayan la diferencia entre el concepto de “guerra total” y el de “guerra absoluta”. Las guerras revolucionarias permiten que el concepto filosófico de guerra absoluta ilumine las realidades de la “guerra real” en una forma más intensa, que las del siglo anterior, precisamente por su tendencia a los extremos, por la profundidad de los sentimientos hostiles, a ese tipo ideal, el de la absoluta. Las guerras de los Estados se movieron más en el campo de las “intenciones hostiles” y por eso pudieron ser acotadas por el derecho de la guerra en una medida difícil de alcanzar por las guerras de hoy.
Ya Maquiavelo, en su tiempo, había formulado la propuesta, cuando escribió en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, que si la guerra se somete a la política, tomará de forma natural su carácter y que, por tanto, si la política es grandiosa, la guerra lo será también y podrá alcanzar las cimas de las que adquiere “su forma absoluta”.
Clausewitz introduce el concepto de “nación” en la formulación de Maquiavelo: “Cuanto más grandiosos y poderosos son los motivos de la guerra, más afectan a la existencia misma de la nación, más violenta es la tensión que precede a la guerra y más se conforma la guerra a su forma abstracta”. Lenin primero y Mao Zedong después, llevarían más lejos la definición al establecer la enemistad en el terreno de las visiones del hombre y de la sociedad. La enemistad está, en estos casos, más cerca de los dilemas existenciales, de las oposiciones excluyentes (es él o yo, uno de los dos sobra en el mundo, un sistema no puede coexistir con otro) que en el caso de las guerras entre las naciones, porque estas últimas se reconocen como interactores legítimos, interlocutores válidos, parte todos de un mismo sistema. Las guerras tienden a ser de avallasamiento antes que de aniquilación: es decir, de condicionamiento de la voluntad oponente, no de eliminación de las condiciones de existencia de otra voluntad.
A las frases antes recordadas de Maquiavelo y de Clausewitz, Lenin y Mao hubieran podido añadir “la clase o el partido”. Pero más allá de este cambio de protagonista, el sentido de clase y de partido trasciende el contenido nacional. El enemigo es universal, aunque la guerra se desarrolle en planos nacionales y con una carácter intensamente nacional (como en las guerras de liberación nacional), lo cual posibilita el desarrollo de la figura del guerrillero: estrategia defensiva para “preservar la propia fuerza” y táctica ofensiva para desgastar al enemigo. Simultáneamente, ligado a la tierra pero guiado por la “gran política”, el guerrillero no sólo se sale de los moldes de la guerra convencional, sino que, en una escala desconocida para el soldado regular, debe mantenerse conscientemente en el plano de la política. De otra manera la irregularidad deviene bandidismo.
No solamente en el campo de la izquierda se ha llevado el aserto clausiwitziano a las vecindades de lo absoluto. Los discípulos de Clausewitz se encuentran en todo el espectro ideológico, aunque la asimilación sea disímil y, en general, casi ninguno de los que se han inspirado en sus escritos los ha acogido en su totalidad. La tradición prusiana, por ejemplo, la de Moltke, Schlieffen y Ludendorff, acabó por entender la relación entre guerra y política como la subordinación del Estado al ejército. En 1918, Ludenndorff exigió del Kaiser la movilización total. Era la “guerra total”, no la absoluta de Clausewitz. En la total la política desaparecía en favor de la guerra sin límites. El soberano sería el general. Pero Ludendorff no entendió que la sociedad y la política preceden a la guerra. Su idea precisaba de una concepción de la paz como interregno incómodo entre las guerras, el “estado natural” del hombre. Max Weber aclaró cómo la guerra llega hasta el punto en el cual pone en tensión todas las fuerzas de una sociedad. En ese momento no es posible, no es ganable, porque destruye el fundamento mismo de los intereses que se defienden con las armas.
En otras tradiciones, sobre todo en Francia y en la Gran Bretaña, Clausewitz no ha sido popular. La idea más general es la caricatura de un militar que siempre busca librar una batalla y vencer al enemigo en medio de un choque sangriento. “Prusiano sediento de sangre” es una definición tan oída como “filósofo nebuloso” o como “genio maligno” del Estado Mayor prusiano. Tal vez su lectura cayó en un terreno poco fértil: la Europa posterior a la Santa Alianza, en la cual las apelaciones al patriotismo no eran de buen recibo. Ya había pasado la época de las luchas nacionales, del “élan” revolucionario francés y se imponían las guerras del imperialismo.
Finalmente, cuando Clausewitz sostuvo que la guerra es la política bajo otra forma, la violenta, observaba seguramente la política como la política nacional de un Estado. Es el campo de los conflictos de intereses, y Clausewitz siempre planteó en su obra que la política de Estado es solamente una de las formas que puede asumir la política real. Tan real como las proyecciones posteriores de la política revolucionaria: por eso es tan real también la permanencia de la idea clausewitziana en las guerras de los partidos, en las luchas guerrilleras del siglo veinte y hasta en la propia guerra nuclear. Muchos adversarios de la obra de Clausewitz han querido ver en esta última el fin de la idea de la política tras la guerra. El equilibrio del terror se manejaba, según este enfoque, bajo una mirada puramente técnica. No entrevieron que era un instrumento para una gran política y que sólo un motivo político excepcional podía desencadenar el uso de un instrumento también excepcional.
La actualidad de Clausewitz
Los sucesos del último medio siglo, atrapados entre la vigencia de la Guerra Fría y el fin del mundo bipolar ponen de presente la actualidad del pensamiento de Clausewitz. Basta pensar la guerra de Vietman, en el plano de los grandes sucesos internacionales y la propia guerra colombiana, en el plano más modesto de los sucesos domésticos, para citar dos conflictos que han sacudido a más de una generación y encontrar intacto el camino de Clausewitz, quien entendió que la guerra depende de premisas políticas determinadas y que no es una actividad autónoma y sin lógica. La larga guerra vietnamita, la más importante de la postguerra, comprendidas la de Indochina francesa y la de reunificación de Vietman contra los Estados Unidos, es reveladora en sumo grado de las relaciones subyacentes a los enfrentamientos bélicos; la colombiana, aparentemente más confusa y sin sentido, también tiene la política, así sea la mala política, como motor de su prolongación. Son sólo dos ejemplos, es cierto, pero vale la pena comenzar el abordaje a través de dos hechos presentes en la memoria o de dolorosa vivencia cotidiana. Hacen más fácil la interpretación.
Los dirigentes de la insurgencia anticolonial en Vietman, se propusieron mantener férreamente el carácter nacional de su lucha. La ventaja política que esto significaba fue vista, lúcidamente, como superior a las que podía brindar la aceptación de fuerzas chinas en 1949 o a las consecuencias de plantear el conflicto en términos de bloques políticos enfrentados con base en formulaciones puramente ideológicas. A la lucha nacional vietnamita, los franceses sólo pudieron oponer una legalidad colonial que ya era francamente ilegítima en la segunda postguerra. Frente a los norteamericanos, quienes formularon su justificación de la intervención en términos de bloques, los del conflicto este- oeste, los dirigentes de Hanoi mantuvieron su línea sin desviaciones: el carácter nacional de la guerra por la reunificación y la liberación estuvo siempre en primer lugar. Se aceptaba ayuda material pero no cayeron en la tentación de aceptar tropas extranjeras. Sabían muy bien cuánta independencia se perdía para la conducción de las operaciones, para las negociaciones diplomáticas y para la autonomía futura del Estado nacional.
Por contraste, el Estado survietnamita nunca pudo ni formular una política nacional, ni movilizar en tal sentido su población; no tuvo autonomía alguna para conducir operaciones, no pudo proyectar legitimidad y dejó la guerra en manos norteamericanas. La superioridad política fue de quienes pudieron concebir una causa y luchar de manera consecuente por la misma. La política definió, sin sombra alguna, el vencedor. La política generó una determinación que resultó superior a los medios técnicos.
Muy cerca geográficamente de Vietnam, se encuentra un ejemplo de guerra revolucionaria que no pudo construir una política para la movilización de la población y que por eso fue vencida por un poder colonial. Se trata de Malasia. Allí, ante la imposibilidad de movilizar el sentimiento de la mayoría malaya hacia una guerra percibida como empresa de la minoría china, los rebeldes tuvieron que plantear la lucha en términos de sola ideología y programa revolucionarios. Fue insuficiente. Primó la solidaridad étnico- nacional para definir quién era el amigo y quién el enemigo. El desideratum último de la política en términos schmittianos (de Carl Shmitt) se cumplió plenamente.
Los colombianos hemos asistido a un conflicto distinto, en el cual, a diferencia del vietnamita, se siente un déficit de buena política. No está en juego la cuestión nacional, que salvo por las alusiones a los recursos naturales y el debate alrededor de los procesos globalizadores, los cuales aparecen, dicho sea de paso, de manera marginal y bastante débil en los discursos insurgentes, no genera un polo de referencia para los colombianos. El Estado, por su parte, y por supuesto las clases dirigentes, no han entendido cabalmente la necesidad de obtener, conservar y proyectar legitimidad para sus proyectos de Estado, sea este demo-liberal o social de derecho. La corrupción, la inequidad y la ineficiencia campean.
Muchas cosas desdibujan la política en el prolongado conflicto colombiano y entraban la posibilidad de resolverlo por cualquier vía, sea esta la de la victoria militar de una de las partes o la negociación. Del lado insurgente, lo que fue una propuesta socialista en embrión no encontró las mediaciones democráticas que requería para ser alternativa. Del lado del Estado no apareció nunca una directriz moral que le diera contenido a las mediaciones potencialmente democráticas que ofrecían los procesos modernizadores de la sociedad y la tradición del Estado de Derecho, que maltrecho e imperfecto se ha mantenido unido a la legalidad republicana durante casi dos siglos.
Pero lo político del conflicto se asoma tozudamente. Cualquier observador del proceso de paz intentado entre 1998 y 2002 habrá podido constatar que lo fundamental no fue nunca lo que pensaba el gobierno de turno: que se trataba de la reforma social. Se trataba del poder, simple y llanamente. Por eso, porque se desconoció la naturaleza más profundamente política del conflicto no se pudo ni siquiera acordar en ese entonces una agenda que se refiriera a lo esencial. Ni la subversión lograba poner el acento en el conflicto de clases ni el Estado lograba colocarlo en el nivel de la democracia y la moral. Pero ni el uno ni el otro, como tampoco el narcotráfico y los métodos criminales que atraviesan el conflicto, logran tapar que el destino de la guerra es el marcado por la inteligencia crítica de Clausewitz: la meta es la destrucción política del enemigo. Es la lógica radical que exige entender la previsión de la llegada a extremos en la dirección de la confrontación.
Cuando se escribe “la llegada a extremos” no se quiere decir extremos de violencia. Se quiere decir tensión total de las energías sociales para asumir la construcción de un orden democrático, eficaz, transparente, justo y capaz de generar identidad nacional. En suma: buena política para darle contenido a una lucha que hoy ha cobrado la forma de una guerra de aparatos militares.
Los límites de la guerra
La guerra en términos de Clausewitz muestra en los límites que se le imponen la innegable presencia de la política. La guerra es la política por otros medios, aforismo que se repite (a Clausewitz se lo cita, pero no se lo lee) bajo la forma bastarda de la “continuación de la política”. Pero detrás de la definición trascendental de Clausewitz, éste entendió bien cómo esa naturaleza política podía verse oscurecida por la elementalidad de la guerra, cuya naturaleza y dinámica tiende a los extremos de violencia y resultados. Oscurecida sencillamente, no contradicha ni negada, porque como bien observó Lenin ante la afirmación de Clausewitz sobre cómo la guerra prolongada tiende a la pura expresión militar, “Es en este momento cuando es más política”.
Para Clausewitz era claro que la lógica absoluta de la guerra no tenía por qué ser una lógica disminuida de la política. Pero para los acontecimientos históricos que sucedieron a las guerras napoleónicas, la lógica de la guerra hizo exigencias en la dirección de la guerra absoluta –tipo ideal jamás concretado– que parecía evadir la lógica política del cálculo, de la medida, de la racionalidad de los límites. La “guerra real” se mueve dentro de esos límites, los de la “intención hostil” regulada y no desbordada por el “sentimiento hostil”.
La historia deja claras esas relaciones y esos dilemas en la decisión de emplear la fuerza. Para no recurrir a un ejemplo clásico de las guerras calculadas y medidas para su exacto fin, como son las guerras de Bismark, se puede traer a colación un suceso más cercano a la memoria latinoamericana contemporánea: la guerra de las Malvinas en 1982. El Gobierno argentino no se propuso (tampoco podía ir más lejos), destruir las Fuerzas Militares de la Gran Bretaña ni mucho menos poner en cuestión la existencia estatal del Reino Unido. Tampoco los británicos pensaron en aniquilar la nación argentina o en avasallar totalmente su voluntad política. Sólo se trataba de afirmar la soberanía sobre unas islas. La enemistad estaba acotada y, por lo tanto, la política tenía márgenes precisos y total dirección del proceso. La lógica absoluta estaba excluida por los límites que imponían los objetivos y por una talanquera definitiva, la dificultad técnica de ir más allá. No había espacio para que la guerra se transmutara en algo no político. Era la política con todos sus cálculos y sus dilemas. Pero la carencia de autonomía de la guerra plantea la pregunta de si es posible ir más allá de la política. Más todavía, ¿puede existir un Estado que se entienda a sí mismo como afirmación absoluta, sin límites para sujetar la violencia y para fijar los objetivos de su utilización?
La guerra ideológica se instala en esas peligrosas vecindades
Está presente “in nace” en la Revolución Francesa. Las guerras de la revolución hicieron posible el despertar de la pasión nacional, de la movilización en gran escala de los recursos humanos y materiales de toda la sociedad. Fue posible también la inversión del servicio de las armas, trasmutado de deber en derecho, gracias al nacimiento del ciudadano como sustituto del súbdito. Pero aún dentro de la pasión nacional, los límites, bien que corridos, se mantuvieron. Estas fueron las guerras de Clausewitz, las que le indicaron la posibilidad de la “guerra absoluta”, tipo ideal de la guerra capaz de iluminar las relaciones políticas subyacentes a la “guerra real”. Pero ni la Grande Armée podía ir hasta donde llegaron después las guerras del siglo XX, cuando se concibieron soberanías radicales y guerras radicales.
Todavía la Primera Guerra Mundial conservó los límites. Pero en 1918 se apreció ya la inversión de las fórmulas clausewitzianas. El mariscal Ludendorf pidió subordinar la política a la guerra.
Su pedido de “movilización total” implicaba moverse a la guerra absoluta. La necesidad de sobrevivir como pueblo y como nación impidió la marcha al despeñadero.
La Segunda Guerra Mundial hizo lo que la primera logró evitar. Esta se mantuvo como guerra entre naciones por intereses nacionales. La satisfacción de los mismos podía resguardar a los contendores de caer en el aniquilamiento de la voluntad política propia. Pero la segunda introdujo la lucha por ideas del hombre y de la historia. El superhombre o el proletario, la democracia liberal o el Reich totalitario, el colectivo irracional o el primado del individuo, fueron los sustentos de unos objetivos de la guerra. Los intereses tradicionalmente esgrimidos, territorios y recursos, estaban todavía presentes, pero hubieron de coexistir con valores y visiones del mundo. El Estado nacional no fue ya el único sustento del “sentimiento hostil” clauswitziano. Su lugar fue compartido por la guerra revolucionaria de partidos con referencias universales.
La apariencia de la guerra se hizo más política con la aparición de las guerras de guerrillas, bien fueran de liberación nacional o revolucionarias. El siglo XX fue pródigo en este tipo de conflictos, en los cuales el cambio más notable fue la concepción de la enemistad que los sustentaba. Guerra política, abiertamente, contra un enemigo que no era convencional (combatiente con obligaciones legítimas para con su propio Estado), es decir, no un adversario válido y respetado como soldado atado al Derecho Internacional, sino un enemigo que pone en peligro una manera de vivir la existencia, un enemigo negación de un orden social, un enemigo absoluto y no relativo, al cual se combate sin la reglas de la guerra convencional. El enfrentamiento es un trance existencial. En ese orden de ideas, la política legitima al combatiente que usa medios ilegales e irregulares. Sin la política, abiertamente expresada, es un mero criminal, un fuera de la ley.
La descalificación tiene sentido en el plano moral pero no en el político. Un enemigo puede ser simultáneamente de carácter político e irregular, fuera del derecho. El problema es más grave para el insurgente, porque se trata de una cuestión de grados y una conducta criminal tiende a desmoralizarlo y a despotencializarlo en grados acordes con la descomposición sufrida, pero no de manera tajante y automática. Es de la naturaleza del irregular no acogerse al derecho, anota Carl Schmitt, pero desde la convención de Ginebra y sus protocolos adicionales, está abierta la puerta de la consideración del enemigo como político y legítimo, aún si se trata de un combatiente irregular, si cumple con un mínimo establecido de condiciones.
Pero la cuestión de los límites de la guerra va más allá de la sustitución de la política de Estado por la política de partido. Es también una cuestión de medios técnicos. Si bien el concepto de guerra absoluta no es lo mismo que “guerra total” (más referida a los medios de destrucción masiva y a su empleo indiscriminado), los medios influyen las justificaciones y las directrices políticas. La no distinción entre combatientes y no combatientes, entre objetivos militares y civiles, típica de la guerra total, supone una presión muy fuerte sobre quienes toman las decisiones políticas. Hiroshima, Nagasaki, Guernica y Dresde fueron decisiones políticas aunque todavía esperen, como esperan autor los personajes de Pirandello, un derecho que las justifique. Clausewitz está tan detrás de las contradicciones de Borodino en 1812, como de las bombas atómicas de 1945.
El ataque, la defensa y la guerra irregular
El título anterior no sugiere un alejamiento de la política. Los aspectos operacionales de una guerra son determinados también, en última instancia por la política. Los objetivos políticos condicionan los medios: si se trata de conquistar territorios habrá de preverse una guerra ofensiva y una superioridad de medios frente al enemigo. Si se trata de disuadir, un dispositivo defensivo puede ser eficaz. Pero no hay fórmulas de aplicación universal. Un conquistador puede preferir el desgaste del enemigo mediante maniobras defensivas, antes de pasar a la ofensiva, y un dispositivo de disuasión puede concebirse como ofensivo. Lo que realmente interesa es el papel de la política: la comprensión de los objetivos, la disposición de los medios, el cálculo racional de las oportunidades y el establecimiento de límites al uso de la fuerza acordes con el propósito político formulado.
Clausewitz establece lógicamente la superioridad de la defensa. “En abstracto la forma defensiva de la guerra es más fuerte que la ofensiva. Este es el resultado que nos proponíamos, porque, aunque es absolutamente natural y ha sido confirmado miles de veces por la experiencia, es todavía contrario por entero a la opinión predominante, lo que prueba cómo las ideas pueden ser confundidas por escritores superficiales”.
Para seguir ilustrando la lógica clausewtziana, es preciso recurrir al ejemplo de lo acontecido en Vietman. Allí la estrategia y la táctica fueron tan reveladoras de las políticas que se constituye en un caso clásico para la comprensión del fenómeno. La guerrilla survietnamita y el ejército del régimen de Hanoi, en el norte, aplicaron con éxito una estrategia defensiva. Nunca renunciaron a mantener el control de las áreas que ocupaban. Territorio y población eran su objetivo. Las fuerzas norteamericanas se dedicaron a la “búsqueda y destrucción”, pero no pudieron mantener control permanente de las áreas. Obviamente, no podía hacerlo una fuerza extranjera, tan distante culturalmente de la población. Pero tampoco pudieron habilitar al régimen survietnamita para hacerlo. El elemento moral falló y, en cambio, el oponente con una moral elevada, siempre estuvo dispuesto a aceptar costos, por altos que fueran, para defender lo conquistado. La superioridad de recursos les dio a los norteamericanos la ilusión de poder desgastar al enemigo sometido a un inmenso poder de fuego puesto a la ofensiva. Pero el “doble acertijo de la guerra irregular”, del que hablaba Kissinger no fue resuelto nunca. La guerra “militar” se libraba con abundancia de medios. De día se podía tener la ilusión de expulsar al enemigo de las aldeas. Pero de noche la “guerra oculta” pasaba la cuenta de cobro por la no consolidación de las ganancias. La “forma más fuerte de la guerra” se deja de lado, no se atiende a la preservación de la propia fuerza, no sólo la militar sino la que se desprende de la política: mantener la legitimidad y la eficacia del Estado, sostener la primacía de lo político ante el dilema de los medios. Sólo así podrá ser movilizada enteramente la fuerza de la nación y evitar la degradación de un conflicto convertido en “guerra de aparatos”.
Fuente bibliográfica
Clausewitz, Carl von, De la guerra, Barcelona, Editorial Labor, 1984.
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