POR FELIPE BOTERO QUINTANA /
En 2024, la célebre novela de José Eustasio Rivera cumple un siglo de vida. Dos nuevas ediciones, más una serie de eventos liderados por el Ministerio de Cultura, dan cuenta de la importancia de una obra que, sin ser perfecta, denunció el exterminio de indígenas y campesinos durante la fiebre del caucho en el Amazonas.
«Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia». Se tachará de hipérbole, pero quizás no haya primera frase en la historia de la literatura colombiana o latinoamericana que rivalice con esta en términos de contundencia, de fuerza, de magistral abrebocas para lo que el libro tiene por ofrecer. Y, en efecto, todo está allí, en esa primera frase: La vorágine es una novela que trata sobre el desamor (o la incapacidad de amar) y sobre la violencia, más que sobre cualquier otra cosa. Su protagonista y narrador, Arturo Cova, es un hombre que por mezquindad, por posesividad y por celos (las principales características de lo que hoy llamaríamos masculinidad tóxica) persigue a una mujer que ni siquiera ama a través de la selva amazónica. Al hacerlo, termina descubriendo el holocausto al que se estaba sometiendo a los pueblos indígenas y a los campesinos durante la llamada «fiebre del caucho»: un genocidio que comenzó en el último cuarto del siglo XIX y que ha quedado indisolublemente ligado a la novela a tal punto que hoy, a casi cien años de su aparición, resulta imposible referirse a uno sin mencionar lo otro.
La vorágine fue escrita por José Eustasio Rivera, un intelectual colombiano nacido en el Huila en 1888. En 1921, después de graduarse como abogado y de haber defendido sin éxito su primer pleito legal en el Casanare, Rivera publicó su primer libro, Tierra de promisión, una colección de sonetos divididos en tres partes, cada una dedicada a celebrar los tres tipos de territorio geográfico que para su autor caracterizaban a Colombia: la selva, las montañas y la llanura. Poco después, en septiembre de 1922, Rivera fue nombrado como miembro de una comisión de la Oficina de Longitudes de Bogotá que viajó a la frontera suroriental con Venezuela para lidiar con una disputa respecto a los límites geográficos que separaban a los dos países. Tras pelearse con los demás miembros de la comisión, el joven abogado se desplazó casi en solitario por la selva amazónica hasta llegar cerca al río Negro, en Brasil, lugar donde termina su novela. Tras volver a Bogotá, Rivera comenzó a escribir su obra insigne y la publicó en noviembre de 1924, suscitando rápidamente un inmenso éxito y reconocimiento, aunque también varias controversias.
Pero para entender la relación de La vorágine con el genocidio que aconteció en la Amazonía hay que ir más atrás. Se podría decir que todo empezó con la integración de Colombia como Estado moderno a la red económica del mercado capitalista internacional durante el siglo XIX. Como la mayoría de países latinoamericanos, a falta de industria propia, Colombia se dedicaba a la exportación de materias primas, en una dinámica económica extractiva que se mantiene hasta el día de hoy. A finales del siglo XIX, la Amazonía, un territorio gigantesco que permanecía básicamente inexplorado por la sociedad criolla debido a la impenetrabilidad de sus selvas y a la aparente ausencia de oro y plata, comenzó a cautivar la mirada del comercio internacional.
Primero fue la quina, la corteza de un árbol amazónico que en el siglo XVII logró curar milagrosamente a la condesa de Chinchón, la esposa del virrey de Perú (por lo que el árbol pasó a ser conocido científicamente como Cinchona officinalis) y de la que se derivaría la quinina, el único remedio para la malaria, entonces una incurable enfermedad tropical. Acto seguido vendrían la garza blanca y la garza chumbita, dos especies de aves acuáticas que abundaban en la Orinoquía y en el Amazonas y cuyas plumas se cotizaban a gran valor en el mercado internacional por su uso como adorno en los sombreros y las pieles de la alta sociedad occidental durante la «Belle Époque». A pesar de que era «posible aprovechar únicamente las plumas del recambio y las poblaciones de estas aves habrían sobrevivido», como cuenta Roberto Franco en un fragmento citado en la nueva edición cosmográfica de La vorágine (publicada en enero de 2023 por la Universidad de los Andes y editada por las académicas Margarita Serje y Erna von der Walde), estas garzas resultaron casi exterminadas durante esa bonanza, pues, como se desprende de la novela, en el Amazonas, como en todo el país, «el criterio de la explotación ha sido el del lucro en un corto plazo, sin preocuparse por aprovechar adecuadamente los recursos naturales, reponiendo o permitiendo la regeneración de éstos».
Sin embargo, el foco de la novela no es ni la quina ni la garza, aunque ambos elementos aparecen en sus páginas: el núcleo de La vorágine es el caucho, la fiebre más letal de los sucesivos booms económicos que han asolado la vida de la Amazonía durante el último siglo y medio.
En el último cuarto del siglo XIX, con el nacimiento de la industria automotriz, sobrevino una demanda mundial por el caucho, un material proveniente de las distintas especies del árbol Hevea. El pueblo amazónico taíno lo llamó «ca-u-chu», que en su lengua significa «árbol que llora», por la sustancia lechosa que aparece al cortar el tronco. Si bien Colombia, Ecuador, Perú, Brasil y Venezuela reclamaban soberanía sobre distintas porciones de los territorios que rodean el río Amazonas, la falta de definición sobre las fronteras, la distancia respecto a los centros de poder político y la negligencia y el desinterés de los gobernantes hacia esa región hizo que este territorio, conocido también como el Putumayo, fuera una zona de poca presencia occidental y casi nula autoridad judicial. Aprovechando ese vacío institucional, varios colonos de ascendencia europea y mestiza comenzaron a establecer empresas de exportación de caucho en la zona. Estas fungían como las autoridades de facto en la región, con el beneplácito de los gobiernos nacionales que veían en ellas un vehículo de «civilización» de una región poblada por seres humanos que se negaban a reconocer como ciudadanos de sus países, pues era común en aquella época que se distinguiera entre «indios» y «racionales» incluso en documentos oficiales, como también se alcanza a ver en las páginas de La vorágine.
La operación de caucho enfrentó rápidamente uno de los principales problemas que suele encontrar una empresa económica en un terreno que llega a colonizar: la falta de mano de obra. Así pues, los caucheros procedieron a esclavizar a las comunidades indígenas de la región y a los campesinos de otras zonas del país que pudieron seducir con promesas de riqueza o créditos abominables. José Eustasio Rivera denunció esta práctica en uno de los pasajes más claros e incisivos de la novela, que penetra al fondo de la violencia económica que justificaba, al menos en el papel y quizás en la mente de los explotadores, todas sus demás atrocidades:
Mas el crimen perpetuo no está en las selvas sino en dos libros: en el Diario y en el Mayor. Si su señoría los conociera, encontraría más lectura en el debe que en el haber, ya que a muchos hombres se les lleva la cuenta por simple cálculo, según lo que informan los capataces. Con todo, hallaría datos inicuos: peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a veinte pesos; indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirán en toda su vida, porque cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud (p. 135).
No es de extrañar que las empresas caucheras acumularan en poco tiempo riquezas insospechadas a la vez que cometían crímenes con mayor sevicia: latigazos y torturas para quienes no entregaran las cuotas de caucho solicitadas; ejecuciones cruentas dejando a los heridos atados a la intemperie para que fueran devorados lentamente por hormigas y gusanos; mutilaciones de brazos, piernas y genitales; prácticas de tiro al blanco por pura diversión de los capataces; y, en al menos una ocasión documentada, «que a guisa de túnica se les pusiera a cada uno de los indios un costal empapado de kerosene y se les prendiera fuego».
La vorágine registra todas esas prácticas, así como la violencia sexual y de género que permeaba las caucherías. Allí, los capataces y los dueños no solo violaban sistemáticamente a las mujeres —muchas veces frente a sus hijos, padres, hermanos o parejas—, sino que habitualmente mantenían grupos de niñas indígenas de ocho a quince años como esclavas sexuales a su disposición, como lo denunció Benjamín Saldaña Rocca, un periodista peruano que fue de los únicos en atreverse a acusar a Julio César Arana, el dueño de la principal casa comercial de caucho, quien, a pesar de ser peruano, operaba principalmente en los municipios de La Chorrera y El Encanto en el Amazonas colombiano. Rivera describió esa violencia de este modo:
Estas son las queridas de nuestros amos. Se las cambiaron a sus parientes por sal, por telas y cachivaches o las arrancaron de sus bohíos como impuesto de esclavitud. Ellas casi no han conocido la serena inocencia que la infancia respira, ni tuvieron otro juguete que el pesado tarro de cargar agua o el hermanito sobre el cuadril. ¡Cuán impuro fue el holocausto de su trágica doncellez! Antes de los diez años, son compelidas al lecho, como a un suplicio; y, descaderadas por sus patrones, crecen entecas, taciturnas, ¡hasta que un día sufren el espanto de sentirse madres, sin comprender la maternidad! (p. 174).
Más allá de estas atrocidades, el sistema de endeude de las caucherías se podría caracterizar como una instancia repetida no sólo de genocidio sino de etnicidio, como lo exponen Margarita Serje y Erna von der Walde en su introducción a la edición cosmográfica de los Andes y a la edición de Penguin Clásicos de La vorágine / Tierra de promisión, la segunda publicación de la novela producida por estas dos académicas en el transcurso de este año:
En el caso de las sociedades indígenas, el endeude tiene implicaciones mucho más profundas, pues más que individuos se endeuda la «tribu» entera, lo cual dio lugar no solo a un proceso de esclavización y de apropiación de sus cuerpos, sino de expropiación de su vida comunitaria, de sus paisajes y sus territorios. Así, el endeude de los indígenas ha sido instrumental al genocidio: más allá de forzarlos como mano de obra, implica el exterminio de sus formas de vida social y del manejo de los ecosistemas (p. 35, edición Penguin Clásicos).
La vorágine es en muchos sentidos una novela colonial, hija de su tiempo, que, a la vez que denuncia las condiciones inhumanas a las que fueron sometidas las comunidades indígenas por la intromisión de la sociedad criolla y el comercio internacional en su territorio, mantiene en su imaginario ciertas de las jerarquías sociales y fantasías mesiánicas que acompañaban, y en cierta medida impulsaban, esa intromisión. Su visión de las poblaciones indígenas y del territorio amazónico es hasta cierto punto simplista y en ocasiones puede llegar incluso a ser degradante o ridícula, como cuando caracteriza a un grupo de guahíbos que aparece en la narrativa como «tribus rudimentarias y nómades [que] no tienen dioses, ni héroes, ni patria, ni pretérito, ni futuro» (p. 92); o la manera en que antropomorfiza la selva para de algún modo hacerla responsable por las atrocidades causadas por la fiebre económica que suscitó el comercio del caucho. De igual manera, se podría decir que es un texto profundamente misógino, pues su protagonista y narrador vive atrapado en la mentalidad machista que lo lleva a idealizar a las mujeres cuando se presentan en el marco de su deseo para luego satanizarlas si sucumben a ese deseo, por ser incapaces de conservar la pureza quimérica de ese ideal.
En último término, sin embargo, La vorágine, con toda su grandilocuencia y bombástica verbal, con su estilo a medio camino entre el romanticismo y el modernismo, es también el escrito de un intelectual colombiano que en sus viajes a la periferia del país descubrió un sistema de explotación y exterminio abominable y que, a través de sus palabras, intentó hacerle frente a esa situación, si no despertando la conciencia moral de su nación para detenerlo, al menos dejando su testimonio con la esperanza de hacer una diferencia. Quizás en ello reside su más alto valor y la razón por la que, a un siglo de su publicación, la novela merece seguir siendo leída, discutida, controvertida y también celebrada.