La mirada y sus omisiones

POR DARÍO HENAO RESTREPO*

No siempre la mirada acierta sobre el objeto del cual se ocupa. La determinan muchos factores, digamos para usar un concepto general, la define la inevitable subjetividad del observador. Veamos un caso significativo: el relato de Marco Polo después de haber pasado 20 años en China en la corte de Kublai Khan. Ese viaje fue en el siglo XIII. De regreso, en Venecia, escribió su famoso libro Descripción del mundo con sus impresiones sobre los pueblos, lugares y costumbres que había visto en el Lejano Oriente. La lectura es fascinante, pero como lo destaca el novelista nigeriano Chinua Achebe (el autor de Todo se desmorona, 1958), hubo dos omisiones extraordinarias en su relato. No dijo nada sobre el arte de la impresión, desconocido entonces en Europa, pero en pleno desarrollo en China. No se dio cuenta de él y si lo hizo no vio cómo Europa podía utilizarlo. En cualquiera caso, Europa tuvo que esperar otros cien años por Gutenberg. Pero aún más espectacular fue la omisión de Marco Polo de toda referencia a la Gran Muralla China, de cerca de 6.500 kilómetros de largo y ya con más de 1.000 años de antigüedad en el momento de su visita. Quizás tampoco la vio, ¡pero la Gran Muralla China es la única estructura construida por el hombre que es visible desde la luna! Sí, los viajeros pueden estar ciegos, o no se sabe porqué razones subjetivas no vieron o no quisieron ver.

Marco Polo (1254-1324).

Varias inferencias se pueden hacer del relato de Marco Polo. ¿Qué tenía en su mente para no haber observado el papel y la imprenta, ese precioso invento chino, y más aún, para no mencionar la Gran Muralla después de 20 años de estadía en China? A lo mejor, sólo le interesaban el negocio de la seda y las especies, una suposición que suena convincente por lo que cuentan los historiadores. En el libro de Marco Polo, como anota Michel Mollat, más de la mitad de la Descripción du monde indica las distancias entre las ciudades en jornadas y en millas, proporciona consejos prácticos para el viaje, enumera los objetos del comercio, anota los pesos y medidas, las formas de pago, en metálico y en papel moneda. Más claro no puede ser, la mente del veneciano estaba copada por los asuntos prácticos que animaban a los manuales de mercaderes en su época.

Chinua Achebe trae a colación tamañas omisiones de Marco Polo para mostrar las del polaco Joseph Conrad en relación con la humanidad de los africanos en su más famosa novela, El corazón de las tinieblas. Su tesis es contundente: Conrad vio y condenó la maldad de la explotación imperial, pero fue extrañamente inconsciente del racismo en el que afilaba sus dientes de hierro. No había liberado su mente de viejos prejuicios y fue incapaz de mirar a África no a través de una neblina de distorsiones y mistificaciones baratas sino, simplemente, como un continente con gente —no ángeles, pero tampoco almas rudimentarias—, simplemente gente, a menudo personas talentosas y con frecuencia sorprendentemente exitosas en sus empresas con la vida y la sociedad. Esto no pone en duda, advierte Achebe, los grandes talentos de Conrad, los pasajes y momentos memorables de El corazón de las tinieblas. Su propósito es muy claro, demostrar que Joseph Conrad era un completo racista. La lectura atenta del texto desentraña los prejuicios, distorsiones y omisiones en la mirada que ofrece la novela de los africanos.

Vale la pena detenernos en las razones analíticas aducidas por el novelista africano: que Conrad aprueba a Marlow, sólo con pequeñas reservas —un hecho reforzado por la estrecha similitud entre sus dos carreras. Según Achebe, el narrador principal es Marlow pero su relato nos llega a través del filtro de una segunda persona, que está en la sombra. Pero si la intención de Conrad es trazar un cordon sanitaire entre él y el malestar moral y psicológico de su narrador me parece que su cuidado es totalmente desaprovechado porque se niega a insinuar, clara y adecuadamente, un marco de referencia alternativo por el cual podamos juzgar las acciones y opiniones de sus personajes. No hubiera estado fuera del poder de Conrad hacerlo, si lo hubiera considerado necesario.

¿Por qué Conrad no insinuó ese marco de referencia alternativo? Achebe recurre a dos tipos de explicaciones. En primer lugar, las de época, los prejuicios prevalecientes, la deshumanización de África y de los africanos fomentada desde las metrópolis como justificativa para la explotación civilizadora de sus colonias. En segundo, las autobiográficas,  el relato de Conrad  de su primer encuentro con un hombre negro: Un enorme macho negro encontrado en Haití fijó mi concepción de una rabia ciega, furiosa e irracional, manifestada en el animal humano hasta el final de mis días. Años después aún solía soñar con ese negro. Achebe concluye que ciertamente Conrad tenía un problema con los negros. Su excesivo amor por esa palabra [nigger] debería interesar a los psicoanalistas.

Conrad le sirve a Achebe para reivindicar otra mirada de África en el ensayo que ha suscitado estas breves líneas: Una imagen de África: racismo en El corazón de las tinieblas.  Para su impecable y justa argumentación alude a la máscara africana que deslumbrara en 1905 a Picasso y a Matisee, realizada por otros salvajes que vivían justo al norte del río Congo de Conrad. Para ironizar las omisiones de Conrad, enfatiza, también tienen nombre, pueblo Fang, y están, sin duda, entre los grandes maestros mundiales de la escultura. Y remata con las palabras de Frank Willett, un historiador de arte británico: ¡Estaba en marcha la revolución del arte del siglo XX!

Dibujo de Picasso inspirado en una máscara africana.
Arte tribal africano.

Finalicemos con las palabras del nigeriano: como he dicho antes, Conrad no inventó la imagen de África que se encuentra en su libro. Era y es la imagen dominante de África en la imaginación Occidental, Conrad sólo aportó los dones peculiares de su mente para influir sobre ella. Esto lo escribió Achebe en 1974. Para bien, mucho ha venido cambiado en las últimas décadas con relación a la mirada sobre África en el mundo. La extraordinaria factura literaria es indiscutible. Da cuenta, sin duda, de los inhumanos mecanismos de las potencias imperiales, pero no logra escapar al racismo imperante, a la visión reaccionaria de los africanos que por siglos imperó en la cultura occidental.

*Profesor Universidad del Valle.