A 100 años de la Escuela de Frankfurt: “Seguimos viviendo en una sociedad capitalista que sistemáticamente produce sufrimiento innecesario”

Stephan Lessenich, director Instituto de Investigación Social (IfS) de la Universidad Goethe de Frankfurt.

POR ALEX STRUWE /

El Instituto de Investigación Social (IfS) de la Universidad Goethe de Frankfurt, ámbito que dio vida a la Escuela de Fráncfort, está cumpliendo 100 años de existencia. Referencia obligada de la Teoría Crítica desde su nacimiento hasta nuestros días, por sus salones desfilaron figuras de la talla de Max HorkheimerTheodor AdornoHerbert MarcuseErich Fromm y Walter Benjamin. Hacia 1930, fue también el ámbito desde donde emanarían las primeras líneas de lo que más tarde llegó a conocerse como la Escuela de Fráncfort.

Stephan Lessenich (Stuttgart, Alemania, 1965), es su director desde 2021, y a propósito del aniversario en esta entrevista alude a la tradición y el futuro de la teoría social crítica.

La sociedad burguesa no está a la altura de las posibilidades de emancipación humana

Hace apenas un año y medio asumió la dirección del Instituto de Investigación Social (IfS), cuyo centenario comenzó a celebrarse recientemente. ¿Qué significa esta ocasión para usted?

En términos de práctica cotidiana, el aniversario marca el momento en que el Instituto vuelve a abrir sus puertas al público tras una larga pausa. Levantadas las restricciones impuestas por causa de la pandemia, se ha reiniciado la celebración de actos en el recinto y se ha regularizado la jornada de trabajo. Hasta hace tres o cuatro meses, la mayor parte de sus actividades seguían realizándose casi exclusivamente en línea. Es un momento importante para una institución que trabaja en la interfaz de la ciencia y el público, de la investigación y la enseñanza, de la reflexión sobre la sociedad y la interacción con actores sociales.

Y además, por supuesto, el centenario es en sí mismo una gran ocasión que ha despertado un enorme interés entre el público y los medios. Es cierto que la institución alcanzó su apogeo en los años 50 y 60, que el interés por ella se desvanece en 1969, tras la muerte de Theodor W. Adorno, y de ahí da un salto al presente por una cuestión de protocolo. No obstante, esa historia confiere cierto peso a la celebración del centenario y también es motivo de presión, sobre todo para mí, que soy responsable del desarrollo de los programas del Instituto y respondo por su éxito académico. Se invitó a una ceremonia a nuestros donantes y asociados para la cooperación y, naturalmente, éstos desean saber qué está haciendo el Instituto y en qué dirección dirige sus pasos. Me placen el interés y la financiación.

Pero al mismo tiempo, en lo que concierne a la sustancia y la intención real de la investigación social crítica, no puedo ser demasiado amable. Al fin y al cabo, nuestra labor no se centra en hacer que las cosas sigan su curso habitual, sino en interrumpirlo, en el marco de lo posible.

Con motivo del aniversario se habla sobre todo del «legendario instituto» y de sus «salones sagrados». ¿Qué opinión le vale el mito del Instituto de Investigación Social?

No le doy demasiada importancia al mito. No es que esté injustificado el aprecio por las contribuciones que este o aquel otro miembro del Instituto haya hecho a lo largo de su vida. Pero mistificar no sirve de mucho a la hora de tratar de comprender las condiciones sociales actuales y traducir en investigación científica la crítica intelectual de la dominación. Para nuestro trabajo concreto, el mito es un lastre, aunque a la vez sea el mayor activo del Instituto. No se trata, sin embargo, de mostrarle deferencia. Porque también hay que señalar dónde están las lagunas; por ejemplo, en la relación de los intelectuales críticos con la práctica política o en las relaciones de género. En la historiografía del Instituto divulgada por los medios no aparece ninguna personalidad importante de género no masculino.

Desde que usted asumió la dirección del Instituto, también se ha producido una suerte de cambio de paradigma. Se podría decir que se ha pasado de una filosofía del reconocimiento a una sociología de la participación. ¿Cómo describiría este cambio y el programa que se propone llevar a vías de hecho en el Instituto?

No deja de ser interesante que así aparezca. Por supuesto, presupone tomar pars pro toto a cada director por el programa de investigación del Instituto y que la institución se pueda equiparar con la persona que lo dirija. Con el anterior director, Axel Honneth, se asocia una crítica filosófica de las paradojas normativas de la modernidad, y ahora conmigo se asocia la sociología política de la participación. Pero sí, si me preguntaran, una sociología crítica que vaya más allá del marco nacional-societal y piense los micro y los macroacontecimientos en conjunción unos con otros, es eso exactamente lo que más me interesa.

Desde luego, mi trabajo tiene que reflejarse en el programa de investigación del Instituto, no puede ir por su propia cuenta. Pero no tengo la pretensión de alinear al personal con mis intereses de investigación como con un imán. Actualmente estamos inmersos en un proceso horizontal bastante elaborado de desarrollo del programa de investigación. Al mismo tiempo, estamos empeñados en reunir los más diversos impulsos —por ejemplo, de diferentes disciplinas y trayectorias— en un solo programa. Sin embargo, hay que evitar que ello se convierta en algo arbitrario o que se limite a la suma de sus partes.

En sus inicios, el IfS configuró su marco teórico por medio de un doble diagnóstico de la crisis de la sociedad, así como de la crisis del marxismo, es decir, por medio de una teoría que se proponía comprender y superar esas crisis. Ya en 1931, el director Max Horkheimer elaboró, a partir de ese marco, las programáticas «Tareas del Instituto de Investigación Social». ¿Cuáles son las tareas hoy?

Exactamente las mismas.

¿Exactamente las mismas?

Exactamente las mismas, al menos estructuralmente. Seguimos viviendo en una sociedad que sistemáticamente produce sufrimiento —sufrimiento innecesario, de hecho— para las mayorías sociales. Desde el punto de vista de la teoría crítica constituye una verdad elemental el hecho de que, de manera sistemática, la sociedad burguesa no está a la altura de las posibilidades objetivas de emancipación humana. A pesar de toda su productividad y de su ampliación de los espacios de posibilidad, el modelo democrático-capitalista de sociedad también produce lo contrario: exclusión y destructividad.

La teoría crítica siempre ha hecho hincapié en ese lado oscuro y ha insistido sobre todo en que en su totalidad el sistema es producido por seres humanos. Todo el estado de cosas es un artefacto de procesos sociales, enfrentamientos, conflictos, luchas y no debe naturalizarse de ninguna manera. No se trata simplemente de un sistema, sino que son actores reales con intereses reales los que participan en la configuración de las luchas sociales cuyo resultado es la sociedad en que vivimos.

Por tanto, la pregunta subyacente del programa de investigación debería ser: ¿cómo es posible que esta sociedad, en última instancia, siga aplicando los mismos mecanismos operacionales de explotación del trabajo, aniquilación de la naturaleza y destrucción de las relaciones sociales y que todo ello pueda seguir legitimándose? Ahora bien, las personas que se ven entrelazadas en esas relaciones ocupan diferentes posiciones de poder, lo que ayuda a explicar el asunto. Pero aun así todavía hay que comprender empíricamente por qué esta sociedad, que constantemente produce crisis, es sin embargo relativamente estable.

En ese sentido, a la teoría crítica se le suele reprochar que siga hablando de capitalismo tardío. ¿Cuándo éste llegara a su fin? ¿Cuándo tendremos la posibilidad de vivir en el capitalismo «último» o «final»?

En realidad, de cierto modo la forma social del capitalismo se ha agotado, pero el capitalismo se mantiene vivo después de haberse agotado. Y esa vida póstuma es causa de sufrimiento para muchísimas personas en el mundo. En las sociedades ricas produce agotamiento en las personas, en otros lugares del mundo la situación es mucho peor.

Para mí, se trata de la misma cuestión estructural que hace cien años: ¿qué características de los tipos sociales, qué formas de organización de lo social, qué condiciones institucionales se necesitan para que el fascismo llegue al poder y pueda mantenerse en él? ¿Hasta qué punto es necesario considerar a Alemania —a decir verdad hasta el día de hoy— una sociedad posfascista? La amenaza a la democracia, el poder destructivo del sistema económico y la crisis de las relaciones sociales continúan poniéndose de manifiesto en la sociedad contemporánea.

El aniversario es ocasión para destacar la ininterrumpida vigencia de la teoría crítica de los primeros tiempos. Lo cual no deja de sorprenderme, pues durante décadas se consideró desfasada. Jürgen Habermas llegó a remitir la teoría crítica al estado de ánimo de la época durante la Segunda Guerra Mundial, cuando no pocos ponían en tela de juicio la presunta existencia de una totalidad social y cuando, por ejemplo, las contradicciones sociales se traducían en paradojas. ¿Qué ha sido de esas reservas sobre los preceptos marxistas?

Es precisamente en ese respecto que reconozco mi ortodoxia. En diversos aspectos, los conceptos básicos de la teoría crítica de los primeros tiempos son, en mi opinión, todavía viables. Pero si se fueran a utilizar de nuevo, habría que hacerlo teniendo presente las críticas de que han sido objeto, tanto desde dentro como desde fuera de nuestro propio campo. En dependencia de cuál sea la lista de conceptos básicos marxistas de la teoría crítica que elijamos —contradicción, crisis, explotación y alienación son candidatos prometedores—, habría que ponerlos a prueba. Y sería tarea de un programa de investigación  mostrar exactamente dónde están las contradicciones y analizar exactamente cuáles son sus dimensiones y dinámicas. No es mucho lo que se gana simplemente constatando la existencia de un antagonismo social, y menos aun afirmando que existe una contradicción de principio entre capital y trabajo. Es necesario comprender con mayor precisión las constelaciones contradictorias que intersecan e interactúan entre sí.

Yo diría que la explotación, por ejemplo, sigue siendo un concepto central para entender esta sociedad. Y también fuera del Instituto se realizan esfuerzos interesantes para reconstruir el concepto de explotación en relación con una sociedad cuya orientación central ha dejado de girar únicamente en torno el eje capital-trabajo. La explotación también puede afectar a posiciones vulnerables en esta sociedad que no son principalmente posiciones asalariadas, sino posiciones sociales que se instrumentalizan indirectamente para la producción de plusvalía, ya se trate de mujeres de Europa del Este que prestan servicios de asistencia de manera informal en hogares privados, o de personas involucradas en actividades cívicas que realizan tareas propias del Estado en materia de infraestructura social.

Otra objeción, casi un lugar común, a la Teoría Crítica es su pesimismo; por ejemplo, cuando hablaba del «engaño total» y de la «falsa totalidad». Usted, en cambio, dice que esa negatividad es apropiada.

Sí, las circunstancias negativas también exigen una negatividad a la hora de posicionarse. Una forma de socialización que produce tanto sufrimiento y destrucción plantea ante todo la necesidad de una negación radical de las realidades que establece. Pero la cuestión es saber si hay que detenerse ahí o no. No hay teoría crítica que se pueda permitir caer en la positividad radical o en el optimismo frente a las condiciones imperantes. Ni fue eso lo que Habermas o Honneth exigieron que se hiciera cuando sometieron a crítica la negatividad de la teoría crítica de los primeros tiempos, aunque no se pueda negar una cierta inclinación de ambos hacia el socialdemocratismo. El peligro existe: si uno quiere distanciarse de una negatividad improductiva, ello a su vez puede convertirse en una afirmación de lo existente. En cuyo caso es concebible sólo un cambio gradual de las condiciones actuales.

Pero ya en la teoría crítica de los primeros tiempos, la negatividad estuvo siempre vinculada a una perspectiva de cambio. La negatividad atestiguaba el hecho de que la sociedad se quedaba sistemáticamente por debajo de sus posibilidades de emancipación, autoorganización y solidaridad. Y hoy en día sigue siendo así. Por tanto, no hay teoría crítica que pueda deshacerse de la negatividad ni dejar de tener en cuenta la posibilidad de verse reducida a ella en la percepción pública. Sin embargo, incluso los grandes representantes de la teoría crítica —por ejemplo, Adorno como sociólogo radiofónico e intelectual público— no solo difundían noticias deprimentes a través de las ondas, sino que además insistían en la búsqueda de pistas que apuntaran a una forma diferente de configurar la sociedad.

Lo fatal no es que no se apele al cambio. La conciencia de que las cosas no pueden seguir como hasta ahora está muy extendida. Pero las cosas no dejan de seguir como están. Walter Benjamin dijo una vez que el hecho de que las cosas siguieran como estaban era la verdadera catástrofe. Pero, ¿cómo es posible que las cosas sigan así? Planteándonos esta pregunta ya nos adentramos en aguas más positivas. En el mejor de los casos, se hacen visibles las numerosas fuerzas motrices y condiciones necesarias para que las cosas sigan así, aunque en realidad no puedan seguir como están. Ahí reside la idea no enunciada de algo diferente, de que otra cosa es posible.

La teoría crítica se ocupó de las condiciones de posibilidad de la emancipación. Pero el hecho de que, al hacerlo, se arrojara de nuevo en brazos de la teoría es en sí mismo una expresión de derrota o impotencia. Al menos así lo expresó Perry Anderson en su libro Considerations on Western Marxism, de cuya nueva edición escribe usted el epílogo. Como es bien conocido, Anderson expresó sus reservas contra la teoría crítica por ser demasiado burguesa y haber traicionado a la revolución y a la clase obrera. ¿Cómo se relaciona una teoría social crítica con la práctica política?

Obviamente, toda teoría crítica se sitúa en los contextos políticos dominantes de la sociedad burguesa, al igual que la praxis que somete a crítica. De hecho, se produjo un distanciamiento entre la teoría crítica y la praxis, una especie de abismo entre la praxis política, y también revolucionaria, y la reflexión teórica. Y por buenas razones: la teoría no puede fundirse con la práctica. Pero ese abismo tenía también una dimensión consuetudinaria y biográfica, que después se hizo patente, por ejemplo, en el distanciamiento del movimiento estudiantil con respecto a Adorno, quien ordenó desalojar a los miembros de ese movimiento que habían ocupado el Instituto en 1969, o en el revuelo en torno al incidente del «atentado de los pezones» con el que se interrumpió la conferencia de Adorno. La discrepancia entre la teoría crítica y la práctica radical siempre llevó la impronta del período histórico.

Para esas reservas sobre la teoría crítica, el filósofo marxista Georg Lukács eligió la imagen del «Gran Hotel Abismo», es decir, una posición lujosamente amueblada en un mundo burgués al borde de la catástrofe…

Siempre hay algo de verdad en esas polémicas. Si observamos las imágenes de épocas anteriores, por ejemplo, es obvia la idea de que, efectivamente, algunos de los actores de la teoría crítica de los primeros tiempos vivían en su propia burbuja. Era una reclusión programática bien deliberada.

A ello le opone usted un «Petite Auberge Aufbruch», el pequeño hostal de los nuevos comienzos. ¿Qué quiere decir con eso?

Bueno, hoy ya no cabe hablar de un Gran Hotel de reflexión teórica. Ni siquiera aquí, en el Instituto, manan la leche y la miel. Aparte del director, quizás, nadie en el Instituto es una persona privilegiada. Vivimos en tiempos de la universidad empresarial y estamos sometidos a las mismas restricciones financieras y competitivas que los demás en el mundo académico. Y es difícil decir que en esas circunstancias los académicos empleados por la Universidad, la mayoría de los cuales hacen su trabajo en condiciones laborales precarias, se hayan acomodado farisaicamente.

Es cierto que también aquí hay formas de falsa conciencia, un modo de existencia burgués y relativamente seguro al que no se renunciaría fácilmente por un proyecto presuntamente revolucionario, sobre todo porque sería muy extraño que ello se exigiera como criterio de aval político. Sin embargo, la motivación de todos los que en esas circunstancias trabajan en el Instituto es la proximidad intelectual a las preocupaciones y los proyectos de la teoría crítica. A pesar de todo el aburguesamiento o de toda la integración en las condiciones sistémicas, no cabe duda de que esa actitud básica puede movilizarse para un nuevo comienzo, al menos revitalizando ciertas prácticas científico-políticas que estuvieron ausentes de las universidades alemanas durante mucho tiempo.

Creo efectivamente que hoy —en contextos generacionales por completo diferentes, con figuras, tipos y trayectorias de activismo político del todo diferentes— la cuestión vuelve a ser la de reducir la brecha entre teoría y práctica. La teoría no se quema los dedos cuando se acerca a la práctica política. Me parece que incluso la vestimenta habitual desempeña en este caso un papel importante. No suelo ir vestido formalmente, como para la ceremonia del Instituto. A Perry Anderson, con razón, eso no le bastaría para acortar la distancia con respecto a los movimientos políticos —ni en su época ni después—, pero no deja de ser un símbolo de una práctica que se ha transformado.

Es con ese contexto que también está vinculada la idea del Instituto en relación con la segunda Semana de Trabajo Marxista, que tendrá lugar en Pentecostés este año. No nos proponemos que sea un retiro en que intercambiamos ideas entre nosotros mismos y elaboremos nuestros propios e ingeniosos planes. Lo que en realidad buscamos es una confrontación con los actores sociales y políticos de nuestro tiempo a fin de trabajar en las cuestiones que nos ocupan, a través de un diálogo crítico: ¿cuáles son, pues, las problematizaciones que hacen justicia al presente, y qué significan éstas para un programa de investigación teórico-crítico? Es una tarea que se hace necesaria, entre otros factores, por la situación social actual. Y por eso mismo también es factible.

Tras haber presuntamente renegado de la clase obrera como sujeto, la izquierda fue entonces víctima durante mucho tiempo del hecho de no poder interpelar en absoluto a ningún sujeto revolucionario. ¿Quién es hoy el sujeto del cambio político? ¿Con quién hay que acortar distancias?

Buena pregunta. Sin embargo, a ese respecto, a su vez siempre me pregunto: ¿fue realmente de la clase obrera como sujeto de lo que se renegó en aquel entonces? A ojos de los actores y también de la teoría, puede que haya sido esa la impresión, pero incluso entonces probablemente hubiera más sujetos de los que se hubiese podido renegar que la clase obrera, que en todas sus prácticas y actividades estaba dominada por los hombres. Pero ese sujeto supuestamente revolucionario no cayó del cielo, sino que era ya resultado de una reducción teórica. Había buenas razones histórico-empíricas para ello, pero esa reducción de la cuestión social a la cuestión obrera es ante todo un postulado. Y posiblemente la incapacidad para movilizar a ese sujeto histórico también esté relacionada con el estrechamiento del análisis en el marxismo científico.

En ese sentido, no estoy seguro de que la cuestión del sujeto revolucionario de la transformación sea realmente mucho más difícil hoy que entonces. Difícilmente se podría negar que vivimos en condiciones sociales más complejas, con un mayor grado de individualización, una multitud de efectos de subjetivación y una constelación casi inmanejable de divisiones sociales. Pero es engañoso —y también inhibe la práctica política— afirmar que entonces solo había dos clases y que, incluso en esas condiciones tan simples, no era posible transformar las cosas. ¿Cómo entonces en las circunstancias actuales, con esta pluralidad de identidades?

Ya mencionó la realidad de la financiación por terceros y las subvenciones de que depende hoy el mundo académico. ¿Hasta qué punto puede satisfacerse hoy el reclamo de una teoría social crítica?

Solo hasta cierto punto, por supuesto. Está absolutamente claro que estamos muy lejos del ideal de un entorno de investigación solidario y transformador y que inevitablemente nos quedaremos sin realizarlo. Y está igualmente claro que necesitamos un programa de investigación que, en última instancia, también traiga recursos financieros a la institución y que, en cualquier caso, no impida que se nos considere un actor científico aceptable para el fomento público.

Pero dadas las circunstancias, debemos —no solo en la academia, sino a mi juicio en todos los ámbitos de la vida social— aprovechar todas las posiciones y oportunidades que nos permitan hacer algo diferente. Y las oportunidades no son tan pequeñas en el Instituto, así no fuera sino por el capital simbólico. Y quién sabe qué ramificaciones y dinámicas tendrá nuestra propia práctica en una sociedad caótica…

Se suele decir en broma que la contribución de Habermas a la Teoría Crítica no fue otra que conseguir que se instalaran en el antiguo campus de la Universidad en Bockenheim aquellos semáforos que en su día Adorno había exigido para la seguridad de los estudiantes. En cuanto director del Instituto, ¿cómo quisiera usted que se lo recordara?

Bueno, ya he conseguido que arreglen la barandilla de la terraza en la azotea, lo cual debería ser tan importante para la seguridad de quienes trabajan con la cabeza como los semáforos (risas). Pero lo que realmente quisiera reivindicar es la apertura del recinto. Esto vale tanto para el alumnado, que debería volver a percibir al Instituto como un lugar de debate intelectual, como para la Universidad en su conjunto, donde el IfS debería ser más visible. Durante años, apenas lo fue. Pero también para un público interesado, no académico. Y, por último, también para la sociedad civil y los actores políticos, para quienes lo que ocurre en el Instituto debería ser importante, algo que no puedan pasar por alto, algo de lo que tengan que ocuparse. Aunque solo sea en el sentido de que se le opongan.

Neues Deutschland

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