POR JORGE MAJFUD /
El 30 de setiembre de 2010, al mediodía, el presidente Rafael Correa se dirige al regimiento donde se encuentran los policías sublevados contra una reciente ley salarial aprobada por la Asamblea Nacional. Correa les explica que sus sueldos se han duplicado durante su administración y seguirán aumentando, pero los amotinados no quieren escuchar y le lanzan gases lacrimógenos. En la confusión, el presidente se lastima una rodilla y es llevado al Hospital de Policía Nacional con signos de asfixia, donde es retenido por los policías sublevados. Algunos proponen asesinarlo para terminar con el problema, pero otros se niegan.
Horas después, diferentes manifestaciones en contra del secuestro toman las calles en varias ciudades y, por la noche, un grupo de operaciones especiales del ejército se enfrenta a los amotinados. Luego de un intercambio de disparos que se extiende por media hora, rescatan al presidente a las nueve de la noche y, aunque el auto que lo transporta es baleado, logra escapar. Dos militares y dos policías quedan muertos.
Las interpretaciones de los hechos que se suceden son dos. Para unos fue una simple rebelión de una parte de la policía y para otros un nuevo intento de golpe de Estado. Al fin y al cabo, la interminable lista de complots organizados y financiados por Washington abarca más de un siglo y, sólo en Ecuador, incluye un golpe de Estado en 1963 (derrocó al presidente Carlos Julio Arosemena) y el asesinato de otro presidente en 1981 (Jaime Roldós Aguilera), no por casualidad, dos líderes desobedientes. La intervención más reciente en la región ocurrió apenas un año atrás con el golpe de Estado en Honduras contra Manuel Zelaya. Un par de años después, Fernando Lugo será depuesto con un golpe del Congreso de Paraguay, similar al que le espera a Dilma Rousseff, la presidenta de Brasil, cuatro años más tarde.
Todos los golpes de Estado responden a un mismo patrón ideológico, aunque con algunas variaciones de procedimiento. Debido a una experiencia histórica que desprestigió viejas formas de dictaduras militares, estos Golpes 2.0 confían más en la manipulación de la opinión política y mediática que en la tradicional intervención abrupta, visible y desprestigiada de los ejércitos nacionales.
Otro patrón radica en la paciente, continua y millonaria participación de Washington en la política interna, en el estratégico y conocido desgaste psicológico contra los presidentes desobedientes de países ajenos. Desde que a principios de siglo XXI América Latina comenzó a vivir una ola de gobiernos progresistas y democráticos como nunca antes, desde que estos gobiernos demostraron, peligrosamente, que la justicia social también producía prosperidad económica, la prensa dominante y las fundaciones internacionales comenzaron una campaña incesante de acoso y desestabilización de los gobiernos desobedientes en nombre de otros agentes sociales y por alguna causa noble.
De repente, luego de doscientos años de insistir en violar todos los acuerdos y todos los derechos más básicos de los nativos en su propio suelo y en suelo ajeno, Washington se convierte en un poderoso donante de variados movimiento indígenas de Ecuador a través de fundaciones como la National Endowment for Democracy (NED) y la USAID, la cual ha venido operando en el país con un presupuesto anual de casi cuarenta millones de dólares.
Ambas organizaciones ya habían participado, entre otros complots internacionales, en el fallido golpe de Estado de 2002 en Venezuela contra otro presidente desobediente. Más allá de las sombras, el presupuesto de la CIA y la NSA ha escalado a decenas de miles de millones de dólares por año (semejante al PIB de uno o dos países centroamericanos). Nadie sabe en qué se invierte esa fortuna, pero, en base a los antecedentes conocidos, no es necesario ser un genio para adivinar dónde y cómo.
Ahora, en Ecuador, también son donantes del “periodismo independiente” y de grupos como la Fundación Q’ellkaj, la que, con el propósito de “fortalecer la juventud indígena y sus capacidades empresariales”, se convirtió en una férrea opositora del gobierno de Rafael Correa. En 2005 un grupo integrado por Norman Bailey (agente de la CIA y asesor de diferentes compañías internacionales, como la Mobil International Oil) fundó la Corporación Empresarial Indígena del Ecuador (CEIE). Una investigación de Eva Golinger reveló que cuatro de los cinco fundadores del grupo indigenista opositor, el CEIE, poseen vínculos directos con el gobierno de Estados Unidos: Ángel Medina, Fernando Navarro, Raúl Gangotena y Lourdes Tibán.
Bailey, un experto en América Latina con un profuso currículum en la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) y en el gobierno de Ronald Reagan, en 1965 había publicado con el Center for Strategic and International Studies el libro The Strategic Importance of Latin America donde dejó claro la importancia de “la economía radical de la empresa libre” a la que llamó “neo-liberalism”.
Las tradicionales fachadas de la CIA en Ecuador, como era de esperar, organizaron movilizaciones y protestas contra el presidente desobediente. Según la correspondencia de la misma USAID en Quito, la independencia de Ecuador para entenderse con los enemigos de Washington (Bolivia, Cuba y Venezuela) no podía ser tolerada. Mucho menos que Ecuador, haciendo uso de su soberanía, hubiese decidido dar asilo político a Julian Assange en su embajada de Londres y, peor aún, que no haya renovado el alquiler gratuito que obligaba a Ecuador a ceder la base militar de Manta para uso de la Air Forces Southern en nombre de la conocida excusa de lucha contra el narcotráfico. En realidad, el presidente Rafael Correa le ofreció a Washington negociar la permanencia militar de Estados Unidos en Manta. El 21 de octubre de 2007 propuso renovar el alquiler de la base “con una condición: que nos permitan poner una base militar en Miami, una base ecuatoriana”. Obviamente no fue aceptado.
En 2014, la USAID será obligada a abandonar sus operaciones en Ecuador. En 2018 el nuevo presidente apoyado por Washington, Lenin Moreno, aprobará el regreso de los aviones militares de Estados Unidos pese a que la Constitución, aprobada por el pueblo ecuatoriano diez años antes, establece que “Ecuador es un territorio de paz. No se permitirá el establecimiento de bases militares extranjeras ni de instalaciones extranjeras con propósitos militares”.
Como en los últimos sesenta años, el gobierno paralelo de las súper agencias secretas que no conocen fronteras, no dejarán de vender máscaras y caballos de Troya. Si algo no falta es dinero y recursos humanos con pequeñas ambiciones.
Página/12, Buenos Aires.
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