POR MARCO CONSOLO /
El mundo está cambiando a una velocidad sin precedentes hacia una nueva y acelerada reorganización multipolar.
No cabe duda de que la fase abierta con la implosión de la URSS y la caída del Muro de Berlín está llegando rápidamente a su fin. En esta transición acelerada, está llegando a su fin la fase en la que Estados Unidos era la única superpotencia mundial, con una hegemonía planetaria indiscutible. Pero, como recordaba nuestro Antonio Gramsci, “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en ese interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados” [i] y en esta transición en claroscuro nacen los monstruos. Una frase que se redacta en un momento de crisis orgánica del capitalismo (otro concepto clave del universo gramsciano), tras el crack bursátil de 1929. Hoy, la crisis de la gobernanza planetaria está abierta de par en par ante nuestros ojos.
En un mundo en abierta transición, una de las diferencias con el pasado es la presencia de una crisis global multifactorial, especialmente económica, medioambiental y alimentaria. Se trata de una crisis profunda y de larga duración, agravada primero por la pandemia y después por la guerra de Ucrania.
Ningún país sale indemne, y el continente latinoamericano se encuentra entre los más expuestos, por diversas razones. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de las Naciones Unidas entregó en diciembre 2023 su último informe económico, en el cual señala que la región crecerá 2,2% en 2023 y 1,9% en 2024 [ii]. En un marco de leyes fiscales altamente regresivas y en ausencia de reformas profundas del sistema tributario, los recursos disponibles (y el margen de maniobra) para políticas públicas capaces de reducir la brecha social se ven por tanto severamente reducidos.
Y el centro de gravedad geopolítico se desplaza inexorablemente hacia el continente asiático.
Fascismo y guerra
Como en el caso de la crisis de 1929, el capital busca superar sus crisis mediante dos instrumentos complementarios: el fascismo (que hoy resurge, aunque con características diferentes al pasado) y la guerra. Ambos aparecen como los monstruos de hoy (y del futuro inmediato).
La guerra está presente en casi todos los continentes y, tras la guerra en la antigua Yugoslavia, en el corazón de Europa la guerra en Ucrania es otra parte importante de esta convulsión global. La narrativa occidental ya no es hegemónica y esa versión sobre las causas y responsabilidades de la guerra ya no es compartida en todo el mundo. Por el contrario, la visión que se perfila es la de una guerra de Estados Unidos y la OTAN contra Rusia (¿y contra Europa?), como admiten los mismos líderes políticos que, desde antes del estallido del conflicto, declaran que quieren la caída del gobierno de Putin. Y el fracaso de la contraofensiva ucraniana contra Rusia representa una derrota de la estrategia de la OTAN, implicada en esta guerra desde antes de que comenzara.
Mientras escribo esta nota, a orillas del Mediterráneo se está produciendo otra masacre contra el pueblo palestino, un intento de “limpieza étnica” a manos del gobierno de Israel. Una situación que no puede definirse como guerra, dada la desproporción de fuerzas sobre el terreno. E incluso en este caso, la narrativa occidental en defensa de Israel pierde fuerza y consenso frente al genocidio que tiene lugar en Gaza.
En Estados Unidos (aunque el apoyo a Israel tenga más popularidad que el de Ucrania), afrontar la larga campaña electoral presidencial con dos conflictos abiertos o a cuestas, desde luego no es la mejor opción, ni para Biden ni para el Partido Demócrata. El esfuerzo diplomático montado por Washington para arreglar las diferencias entre Israel, Arabia Saudí, Marruecos y otros países árabes (con los llamados “Acuerdos de Abraham”), se ha disuelto como la nieve al sol. En los países musulmanes ha resurgido el nunca aplacado sentimiento antiestadounidenses, identificado como protector de Israel.
Mientras tanto, en el cuadrante Asia-Pacífico y sus importantes corredores marítimos crece la tensión y Estados Unidos experimenta un ballon d’essai para preparar un conflicto con el pretexto de Taiwán.
Esta tendencia subyacente a la guerra (y por tanto a la inestabilidad), de la que la OTAN es el principal motor, está fuertemente entrelazada con la crisis de los equilibrios planetarios surgidos de la Segunda Guerra Mundial y con el intento del Occidente global de impedir a toda costa que cambien.
Desde la caída del Muro de Berlín hasta nuestros días, la globalización neoliberal ha extendido las relaciones socioeconómicas capitalistas a escala planetaria y acentuado el dominio de los países occidentales y de Estados Unidos en particular. Mientras que con la presidencia de Trump habíamos asistido a un cierto repliegue “desglobalizador” hacia el interior de EE.UU., por el contrario, la administración Biden ha vuelto a proponer el papel central y hegemónico de Estados Unidos en el tablero mundial. Al mismo tiempo, Biden ha profundizado el sistema de las llamadas “sanciones” (más correctamente “medidas coercitivas unilaterales” al margen de la ONU), incluidas las aplicadas contra Rusia en el contexto de la guerra de Ucrania.
Las actuales élites gobernantes de EE.UU. y sus satélites son las principales beneficiarias de la inestabilidad global que aprovechan para lucrarse de ella, con una clara estrategia de desestabilización. Son los coletazos de un imperio en declive comercial, económico y político que hará lo imposible por no perder sus privilegios como superpotencia mundial. Estados Unidos no está dispuesto a aceptarlo y, en cambio, trata de preservar y ampliar su dominio, porque cree que este caos le ayudará a contener y desestabilizar a sus rivales geopolíticos, es decir, a los nuevos polos de crecimiento mundial, complementados por países soberanos independientes que ya no están dispuestos a arrodillarse en el papel de mayordomos.
Al mismo tiempo, el irresistible ascenso de China (primero en lo económico, ahora cada vez más en lo político y hasta cierto punto en lo militar), el paradójico fortalecimiento de Rusia y su nuevo protagonismo, la aparición de diversos organismos internacionales en torno a estos dos países, como la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y sobre todo los BRICS+ (con la entrada de otros importantes países en 2024) están contribuyendo a desafiar la hegemonía de EEUU y a crear un fuerte contrapeso, ausente durante décadas, con un profundo cambio en las relaciones de fuerza mundiales.
Un fantasma recorre el mundo: los Brics+
Por su parte, Occidente ha hecho alarde de una serie de éxitos, como la ampliación de la OTAN en Europa (y en América Latina con Colombia como “aliado estratégico”) y el supuesto aislamiento de Rusia en el tablero mundial. En realidad, el conflicto en Ucrania ha reforzado el multipolarismo y el crecimiento de varios actores internacionales no alineados con la narrativa occidental.
En este nuevo panorama en transición, un fantasma recorre el mundo: la alianza de los países BRICS+. Un nuevo bloque económico y político, alternativo al “jardín europeo” (Josep Borrell dixit) y occidental, en busca de un nuevo orden mundial y de un mayor equilibrio económico y geopolítico. En el lado no occidental, es la realidad más sólida. Como se recordará, la alianza BRIC, formada en 2009 (inicialmente por Brasil, Rusia, India y China), se amplió con Sudáfrica en 2010, adoptando el nombre de BRICS. En su última cumbre en Johannesburg (agosto de 2023), los Brics decidieron ampliarse aún más con la entrada de Arabia Saudí, Irán, Etiopía, Egipto, Argentina [iii] y Emiratos Árabes Unidos, a partir de enero de 2024 (creando el bloque BRICS+). Un “acontecimiento histórico”, según el presidente chino Xi Jinping, que culmina un proceso que ha madurado lentamente, pero que la guerra de Ucrania ha paradójicamente acelerado y ampliado, con la presencia de más de 60 países invitados.
Los BRICS+ son, pues, una alianza de las principales potencias económicas no occidentales y de los principales países productores de petróleo de Oriente Medio, que rediseña las relaciones de poder planetarias. Como recordó el presidente brasileño Lula da Silva, “representarán el 36% del PIB mundial y el 47% de la población de todo el planeta”. Y “a esta primera fase se añadirá otra de ampliación” hacia un nuevo orden mundial que parece liberarse cada vez más de Estados Unidos y de la OTAN. Hoy, más de 20 países golpean a la puerta del BRICS+, interesados en unirse a una organización liderada por China (adversario estratégico de Estados Unidos y la OTAN) y cuya presidencia tendrá Rusia en 2024.
Como resulta evidente, los Brics+ son países muy diferentes en términos políticos, pero unidos por el objetivo común de la cooperación económica y la lucha contra el unilateralismo. Lejos de ser una debilidad (como vociferan sus detractores), la heterogeneidad política de sus gobiernos representa su fuerza intrínseca, que no se basa en una sintonía ideológica. Una parte importante de los países del Sur global ya no están dispuestos a dejarse empobrecer por Occidente y las condiciones leoninas de sus instituciones (empezando por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Club de París). Estos países consideran que su desarrollo económico y social no puede depender principalmente (o casi exclusivamente) de su relación con Occidente y proponen una política concreta de cooperación mundial como alternativa a la globalización impulsada por Estados Unidos y Occidente.
Paralelamente, los Brics piden a la ONU reformas políticas y más diálogo, al tiempo que abogan por una redistribución del poder en la gobernanza mundial, monetaria y política, para que el Sur global esté representado por igual.
Sin embargo, el debate interno sobre cuál debe ser el papel político de los BRICS (y BRICS+) está abierto. Por el momento, la opinión predominante es la de quienes piensan más en un bloque no alineado para promover los intereses económicos de los países en desarrollo, que en una alianza política para desafiar abiertamente a Occidente. La propia China sigue manteniendo una actitud prudente y pragmática, al tiempo que trabaja incansablemente para fortalecer el bloque. A pesar de ello, los BRICS+ tienen muchas posibilidades de cambiar el rumbo de la historia, ya forman parte activa de una nueva arquitectura política, económica y financiera que aún está en pañales, pero que intenta cerrar la etapa del mundo unipolar impulsado por Estados Unidos. El objetivo es avanzar hacia un mundo multipolar, que por su propia naturaleza está obligado al diálogo.
Dado el poder económico, industrial y tecnológico global de esta alianza y los inmensos recursos naturales de que dispone, la emergencia de los BRICS+ marca la aceleración del declive de la unipolaridad estadounidense, promueve la transición hacia un orden mundial multipolar y acelera el proceso de desdolarización.
Liberarse del dólar
El predominio y la prepotencia occidental y, más recientemente, la guerra han obligado a estos países a tejer una red diversificada de relaciones, reforzando el desarrollo de formas de comercio alternativas a las existentes con la divisa estadounidense y aumentando la posibilidad de perder su posición como moneda de comercio internacional y de reserva.
De hecho, conviene recordar que desde los acuerdos de Bretton Woods de 1944 hasta nuestros días, el dólar ha sido, de lejos, la moneda más utilizada en el comercio internacional. Su papel dominante se ha visto reforzado por haber sido también moneda de reserva internacional. Este predominio aumentó después de 1971, cuando la administración estadounidense de Richard Nixon abolió la convertibilidad (y “reembolsabilidad”) del dólar en oro (el llamado Gold Standard/patrón oro) según un tipo de cambio fijo. En otras palabras, desde 1971 esto significó una posición rentística ventajosa en la medida en que EE.UU. era libre de imprimir la moneda utilizada en todo el mundo sin garantía, es decir, sin la obligación de poseer una cantidad de oro igual a los billetes verdes en circulación y sin tener que responder por ello. Un privilegio exclusivo que permitía a EE.UU. comprar (y consumir) bienes producidos en otros lugares sin tener que responder de sus deudas, sino simplemente imprimiendo dólares e inundando el mundo con ellos, según fuera necesario.
En el aspecto monetario, aunque hasta la fecha los BRICS no tienen moneda propia, en el bloque crece la voluntad de una desvinculación gradual del dólar, con el uso de monedas locales, unidades monetarias de cuenta y medidas compensatorias. Como ha declarado en Johannesburg el Presidente sudafricano, Cyril Ramaphosa, los gobiernos de los Brics “han dado instrucciones a sus ministros de Finanzas y a los gobernadores de los bancos centrales para que estudien la cuestión de las monedas locales, los instrumentos de pago y las plataformas e informen a los propios líderes de los Brics en la próxima cumbre”.
Mientras tanto, los gobiernos de los países del BRICS no se han quedado de brazos cruzados y llevan ya algunos años de operaciones comerciales con monedas distintas del dólar.
No es de extrañar que, desde el inicio de este camino, los medios de comunicación occidentales hayan competido para intentar minimizar el impacto sobre el monopolio del billete verde. Pero, contrariamente a lo que afirman, el lanzamiento de una moneda común por los BRICS+ podría significar el fin de la hegemonía del dólar y un terremoto mundial, con repercusiones ante todo en Estados Unidos.
Como se recordará, fue la enésima negativa de Estados Unidos a ceder una parte de poder en la gestión del Fondo Monetario Internacional (FMI) lo que desbordó el jarrón y en 2014 los Brics decidieran crear su propio banco, el Nuevo Banco de Desarrollo, autónomo y alternativo al FMI. Hoy, su timón está en mano de Dilma Roussef, ex-Presidenta de Brasil. En otras palabras, desde esa fecha los Brics han trabajado para construir una alternativa concreta a las instituciones económicas internacionales, dirigidas por Washington y sus aliados occidentales, también en el ámbito financiero, de dominio exclusivo anglo-estadounidense desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
De Marco Polo a la Nueva Ruta de la Seda
En 2023, la iniciativa de la República Popular China conocida como “One Belt, One Road Initiative“, o también como “Nueva Ruta de la Seda”, lanzada por Xi Jinping en 2013, ha cumplido diez años.
La “Nueva Ruta de la Seda” pretende mejorar los corredores comerciales internacionales existentes y crear otros nuevos. Abarca varias áreas como el Cinturón Económico de la Ruta de la Seda y la Ruta Marítima de la Seda, entre otras. Su objetivo inicial era construir infraestructuras y conectar a los países euroasiáticos, pero su meta más reciente es también garantizar la seguridad y la estabilidad en el continente.
Como se recordará, el viaje de la “Franja y la Ruta” comenzó con el primer Foro de Cooperación Internacional celebrado en Pekín en mayo de 2017. El segundo Foro se reunió en la capital china dos años después (abril de 2019), con una asistencia in crescendo de jefes de Estado y de Gobierno. Tras la obligada pausa de la pandemia de Covid19, el tercer Foro de la Franja y la Ruta volvió a reunirse en Pekín (17-18 de octubre de 2023). En esta última ocasión, asistieron delegaciones de más de 140 países y más de 30 organizaciones internacionales, y el número de participantes superó las 4.000 presencias [iv].
Logros de la iniciativa china
El Consejo de Estado de la República Popular China ha publicado recientemente un “Libro Blanco sobre la implementación de la Iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda” [v].
Según el Libro Blanco, en los últimos 10 años la iniciativa ha atraído cerca de 1 billón de dólares en inversiones y ha dado lugar a más de 3.000 proyectos conjuntos de cooperación. Según Pekín, ha creado 420.000 puestos de trabajo de empresas chinas en países situados a lo largo de la Franja y la Ruta. Un total de más de 150 países y más de 30 organizaciones internacionales participan en la iniciativa, con la que China ha firmado alrededor de 200 acuerdos de cooperación, así como 28 “Tratados de Libre Comercio” entre China y otros tantos países y regiones.
El Libro Blanco sostiene que la Iniciativa de la Franja y la Ruta hacen que los países participantes sean más atractivos para la inversión de las grandes empresas mundiales. Por ejemplo, aumentan constantemente los flujos de inversión directa transfronteriza en el Sureste Asiático, Asia Central y otras regiones, donde la mayoría de los Estados se han sumado a la iniciativa china. En 2022, la Inversión Extranjera Directa (IED) en el Sudeste Asiático representó el 17,2% del total mundial, un 9 % más que en 2013. Más aún, según Pekín el comercio entre los países participantes está creciendo: de 2013 a 2022, el valor total de las importaciones y exportaciones entre China y otros países participantes alcanzó los 19,1 billones de dólares, con una tasa media de crecimiento anual del 6,4 % [vi].
Y según el Consejo de Estado de la República Popular China, el “Fondo de la Ruta de la Seda”, encargado de ejecutar la iniciativa, ha firmado acuerdos sobre 75 proyectos. Uno de los resultados concretos conseguidos a lo largo de los años fue la puesta en marcha del tren de contenedores China-Europa, con una ruta que conecta más de 20 países [vii].
¿Qué perspectivas?
Nos encontramos, pues, ante una situación internacional que nos obliga a replantearnos las estrategias de asociación mundial y regional y a conceder mayor importancia a los vínculos Sur-Sur en materia de comercio, Inversión Extranjera Directa (IED) y cooperación.
La importancia de China para la economía mundial es evidente. El gigante asiático se ha convertido en el primer exportador y el segundo importador del mundo. Según el Banco Mundial [viii], a pesar de sus políticas estrictas, la economía china está relativamente abierta al comercio exterior, sector que ha representado alrededor del 35% de su Producto Interior Bruto en los últimos años. Sus principales socios comerciales son actualmente Estados Unidos, Hong Kong, Japón, Corea del Sur, Vietnam, Australia y Alemania. Sus principales productos de exportación son equipos eléctricos y electrónicos, maquinaria diversa, reactores nucleares, paneles solares, edificios prefabricados, plásticos, textiles confeccionados, instrumentos técnicos y médicos y vehículos.
Las importaciones incluyen equipos eléctricos y electrónicos, combustibles, minerales, aceites y productos de destilación.
La creciente presencia de China en la economía mundial y su ascenso como potencia global siguen generando diversas preocupaciones y más de una tensión en las relaciones comerciales con Estados Unidos y otras economías occidentales.
De hecho, el fortalecimiento de la presencia china representa cada vez más un desafío al statu quo internacional y a las potencias hegemónicas existentes en lo que se refiere al control de importantes zonas del mundo. La reivindicación territorial sobre las islas del Mar de China Meridional y el uso de antiguas y nuevas rutas comerciales a través de la “Nueva Ruta de la Seda” son desafíos “tácitos” a este orden mundial y parte de las actuales tensiones con Estados Unidos.
En cuanto a los aspectos puramente económicos y comerciales, la evolución del aparato productivo chino en los últimos años ha permitido a sus empresas entrar en las distintas cadenas mundiales de producción. Así, han pasado de una producción inicial de bajo valor añadido, a competir con éxito en los sectores más sofisticados y de alta intensidad tecnológica. Es en este proceso en el que China se ha convertido en una economía rival para Estados Unidos y la Unión Europea, iniciando así los diferentes capítulos de una guerra comercial [ix]. Como afirma Broggi (2021) [x], los datos son claros: “en la última década, China ha sustituido a Estados Unidos como principal proveedor en la mayoría de los países de Asia, África, Europa y Sudamérica”. No hay mucha duda que, más pronto que tarde, un nuevo orden internacional tendrá que adaptarse a esta nueva realidad.
Aunque hoy estamos lejos del periodo pasado de crecimiento de dos dígitos, la posición de China como potencia económica mundial ha seguido consolidándose. Y ello a pesar del revés que han supuesto la pandemia y las políticas de severas restricciones y “Covid cero” que ha aplicado el gobierno de Xi Jinping, cerrando provincias enteras que son importantes centros económicos, como Shanghái, Shenzhen y Chengdu.
En este complejo panorama, hay que considerar también las repercusiones económicas de la guerra de Ucrania, que ha reforzado las relaciones con la Rusia de Putin.
En 2022 la economía china ha crecido un 3%, una de las cifras más bajas desde que comenzaron las reformas de mercado a finales de los años ‘70. En julio 2023, la “Oficina Nacional de Estadística” ha publicado las previsiones sobre la economía en el segundo trimestre de 2023 [xi], que dibujan un panorama con un crecimiento del PIB de +6,3 %, más bajo de las expectativas (+7,3 %). Estas previsiones se basan en la recuperación del consumo interno, el crecimiento del crédito, las inversiones en infraestructuras y diversos estímulos fiscales. Sin embargo, será necesario vigilar la evolución del Covid y las posibles nuevas medidas del Gobierno chino.
En el frente exterior, además de un complicado escenario en el que sus principales socios comerciales seguirán ralentizando sus economías aplicando políticas de contracción de la demanda, China seguirá enfrentándose a una guerra comercial liderada por Estados Unidos y caracterizada por severas restricciones al acceso a la tecnología y diversos mecanismos proteccionistas. Muy a pesar de este escenario, es evidente que la estrategia de expansión de China seguirá gozando de un considerable apoyo financiero estatal que le garantizará una gran autonomía.
En este contexto general, nos guste o no, la economía mundial seguirá dependiendo en gran medida del motor económico chino.
¿Y Europa?
Para Europa, el futuro es incierto, débil y lleno de sombras, en la medida en que está a merced de las potencias fuertes y de sus gobiernos aliados.
La guerra de Ucrania, las “sanciones” económicas, la ruptura “formal” de las relaciones comerciales entre la Unión Europea (UE) y Rusia, junto con el ataque ad hoc al gasoducto North Stream, han penalizado fuertemente a la economía europea y, en particular, a la alemana que había basado uno de los elementos de su competitividad en el suministro de materias primas baratas. Pero incluso en el “Belpaese”, las empresas italianas sufrieron fuertes pérdidas, sobre todo en lo que respecta a las exportaciones de productos químicos, alimentos, maquinaria, ropa y muebles, con fuertes caídas del volumen de negocios [xii].
En lugar de seguir el camino pragmático de la integración euroasiática y fortalecer los lazos económicos mutuamente beneficiosos con Rusia y China, la Unión Europea (UE) se embarcó en una misión suicida gracias a sus “apoderados” (¿o sindicos de quiebra?) en Washington, en un intento condenado al fracaso de debilitar a Rusia y contener a China. Hoy, la UE se encuentra económicamente debilitada, sin un centro de gobierno fuerte, más dividida que en el pasado y más supeditada a la voluntad de Estados Unidos.
Tras haber sido condenados a la irrelevancia política en el tablero mundial, se pide a los países europeos que paguen la factura de las ambiciones imperiales de Estados Unidos y que presten asistencia militar y financiera, dado que la estrategia militar de Washington “no dispone” de medios suficientes [xiii]. Mientras tanto, las “políticas de defensa y seguridad” de la Unión Europea son cada vez más una fotocopia de las de la OTAN (de la que ahora es un apéndice), que presiona para que se destine al menos el 2 % del PIB de los distintos países a gastos militares.
Lejos de ser un actor geopolítico independiente o una “potencia geopolítica” (a pesar de los delirios de omnipotencia de la Sra. Von der Leyen y el Sr. Borrell), la UE actual ha supuesto la reducción del poder de los Estados miembros mediante la erosión de sus soberanías nacionales, para que no supongan un desafío a los intereses y al poder de Estados Unidos.
El doblar de las campanas de una profunda crisis del proyecto de integración europea se ha multiplicado, y el Brexit ha sido sólo la señal más evidente. El potencial de crecimiento económico parece agotado (al menos en esta fase) y la mayoría de los miembros del bloque tienen déficits presupuestarios crónicos y una deuda excesiva. El nivel de vida (y el poder adquisitivo) de las poblaciones sigue cayendo, mientras que las promesas de prosperidad y bienestar del “jardín europeo” son cosa del pasado. En este escenario, la desilusión y el descontento entre la población van en aumento.
Y en la profunda crisis de identidad europea, en la inseguridad y el miedo del presente, en la incertidumbre del futuro, crece también el neofascismo del siglo XXI, con características diferentes al pasado. Un fenómeno que trasciende las fronteras europeas y con el que el horizonte de la utopía tendrá que confrontarse.
Notas
[i] A. Gramsci, Quaderni dal carcere (Q 3, §34, p. 311)
[iii] En el caso de Argentina, la entrada en los BRICS había sido decidida por el gobierno de Alberto Fernández. Pero la victoria en noviembre de 2023 de Javier Milei, fuertemente opuesto, ha significado un cambio de política. En diciembre 2023, el Ejecutivo argentino ha comunicado formalmente a sus miembros que el país renuncia a incorporarse al bloque a partir del 1 de enero de 2024. Por otra parte, Brasil, China e India representan casi el 30% de las exportaciones totales de Argentina.
[v] https://english.www.gov.cn/archive/whitepaper/202310/10/content_WS6524b55fc6d0868f4e8e014c.html
[vi] Ibidem
[vii] https://it.euronews.com/2022/07/31/treno-merci-cina-europa-primo-viaggio-hefei-budapest
[viii] https://www.worldbank.org/en/country/china/publication/china-economic-update-december-2022
[ix] En 2018, la Administración del presidente estadounidense, Donald Trump, impuso aranceles a una serie de productos chinos.
[x] Brasó Broggi, Carles (2021): Algunas causas de la guerra comercial entre China y Los Estados Unidos. Universitá Oberta de Catalunya. Barcelona.
[xi] https://www.stats.gov.cn/english/PressRelease/202307/t20230715_1941276.html
[xii] https://www.infomercatiesteri.it/scambi_commerciali.php?id_paesi=88#