POR JULIO CÉSAR CARRIÓN CASTRO
Reflexiones acerca del triunfo de una democracia con tintes fascistas, centrada en la obsolescencia de lo humano y en el imperio de una supuesta “inteligencia artificial”.
La gran cineasta alemana Leni Riefenstahl llamó El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens) a su película documental acerca del Sexto Congreso del Partido Nacionalsocialista Alemán (NSDAP) en la ciudad de Nuremberg en septiembre 1934. En dicho documental publicitario se muestra, como si se tratase de un colosal espectáculo, el triunfo de Hitler, presentado como el renacimiento del espíritu alemán, supuestamente perdido por la derrota en la Primera Guerra Mundial. La introducción del filme, precisamente, establece que se trata de rememorar los 20 años del comienzo de la gran guerra, 16 del inicio del sufrimiento y la vergüenza de los alemanes y los 19 meses de ese “renacer” (marcado por el triunfo del partido nazi en los comicios de 1933 y la consiguiente instauración del llamado Tercer Reich, con el nombramiento de Adolf Hitler como Canciller).
La obra muestra, como un majestuoso espectáculo, el enorme despliegue de todo el simbolismo con que supo recubrirse el fascismo alemán, con sus banderas, emblemas y estandartes, juego de luces con los reflectores antiaéreos, una vistosa y ruidosa parafernalia militarista expuesta a unas aleladas masas populares, cautivadas por toda esa teatralidad. Dando muestras de una desbordada alegría, cientos de miles de personas –niños, jóvenes y adultos– gritando vivas a Hitler y repitiendo las consignas y principios establecidos, acerca de la pureza racial, del partido como fundamento de la nacionalidad, que se proponía lograr, finalmente, “hacer de cada trabajador un ciudadano”, bajo las órdenes del Führer, quien en su discurso dice que el gran ideal de la unidad alemana es “la lealtad”.
Lealtad y fidelidad que se expresaría justamente en la actitud y en el quehacer “patriótico” de los diversos grupos y compañías militares y paramilitares (como las denominadas S.S. o secciones de protección y las S.A. o secciones de asalto, cuyas marchas, con paso de ganso, se muestran con detalle en la película). Particularmente, insiste Hitler en sus discursos, en que la lealtad de los trabajadores, empleados y funcionarios consiste en “aceptar las privaciones sin reclamar”; solamente la obediencia acrítica y el sometimiento a las directrices por parte de los trabajadores, podría conducir a un nuevo orden social basado en la unidad y, por ende, llevar a la desaparición de las clases sociales. La idea central de estas puestas en escena, de estas aparatosas convocatorias, consistía en fascinar y convencer a las grandes multitudes de la validez de tesis como la de que “Todos somos Alemania, todos somos la patria, todos somos el partido”.
Hoy el capitalismo, en su decadencia, nos propone algo semejante; un nuevo renacer, una nueva “normalidad” que nos permita superar los estragos causados por la pandemia del coronavirus; una novedosa estrategia de “reinvención” laboral y social, aunque ya no basada, tan rigurosamente, en la sumisión extrema a un caudillo, ni mediante la utilización de esas seductoras movilizaciones de masas que estableciera el fascismo.
Reingeniería conductual y obsolescencia humana
Hace ya tiempo que la idea del llamado “emprendimiento personal”, ha sustituido esas grandes movilizaciones. Los planteamientos expresados por Ernst Jünger en su escrito de 1930, “La movilización total”, en que nos señala cómo el interés fascista por lograr el compromiso, la movilidad y la actuación de las gentes, acorde con las conveniencias de sus líderes y caudillos, se alcanzaba promoviendo esa especie de “espíritu heroico”, hasta lograr que el genio de la guerra, amalgamado con el espíritu del “progreso”, generara una especie de seducción generalizada, hasta lograr dicha “movilización total”, la respuesta uniforme de las grandes multitudes en favor del totalitarismo y de la guerra.
La irreparable pérdida de la libertad individual en favor de las masas y las montoneras ha tenido, bajo el capitalismo contemporáneo, una paradójica estructura, pues simultáneamente a esa conversión de los individuos en hombres-masa, en multitudes anónimas, en montoneras, se les ha permitido manejar una petulante y engreída percepción narcisista y ególatra. Un paulatino proceso global uniformador, estandarizador, de la conciencia de los trabajadores, los ha llevado a considerarse como responsables de su propio desarrollo, aparentemente se ha sustituido la subalternidad a un caudillo, el encanto y la seducción por la oratoria del “triunfo de la voluntad” o el embelesamiento por las grandes escenificaciones, por una especie de “amor propio”.
Ahora cada persona es, supuestamente, dueña de su propio destino, ya no son los “nacionalismos”, ni las lacrimosas ideologías patrioteras, los que convocan a la “resiliencia” –recuperación, readaptación, resistencia, superación– de los trabajadores, sino, aparentemente, su propia pujanza, integridad y fortaleza personales, así como la “reingeniería” de todos los quehaceres, sustentados ahora en la defensa de una pretendida “marca” personal, en la “flexibilidad”, la polivalencia y en el teletrabajo, vistos como una forma de superación de los viejos criterios de calificación y/o especialización laboral y profesional, así como de mejoramiento y avance con respecto a los desuetos reclamos sindicales, de ese ya superado proletariado vigente en siglos anteriores. Esta nueva concepción de los compromisos laborales, entendidos como una “liberación” de las amarras grupales y de la subyugación empresarial, genera un nuevo mecanismo de regulación social que, habilidosamente, se entreteje de manera perfecta con la aceptación del inamovible modelo de una publicitada “democracia liberal”, considerada como la más completa y última opción de respeto al individuo y de ordenamiento jurídico, político y administrativo, como si fuese la realización plena del “progreso” y el fin de la historia.
Estos nuevos “trabajadores”, inscritos plenamente en el reconocimiento de una falsa “autonomía”, han establecido un nuevo imaginario colectivo, que tiene que ver con la resignada aceptación de la obsolescencia humana frente al imperio de las máquinas y de las modernas tecnologías y el marketing empresarial.
Afrontamos tiempos muy difíciles, para la historia del otrora arrogante animal humano, para el que pareciera no tener límites la aventura de la “inteligencia” y del “conocimiento”. Esa particular invención humana que tan cáusticamente señalara Federich Nietzsche, en su libro Sobre verdad y mentira en el sentido extramoral publicado en 1873, en el que afirma:
“En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la ‘Historia Universal’: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante, pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana…”.
Asimismo, Hans Magnus Enzensberger en el texto “En el laberinto de la inteligencia. Guía para idiotas”, se burla de las peripecias de esa orgullosa “inteligencia” que nos ha llevado a querer fortalecer la superioridad frente a los demás animales. Dice Enzensberger: “como si la evolución, con excepción de nosotros, sólo hubiera atinado a crear seres deficitarios dignos de compasión”. Es claro que el hombre mediante el recurso de la “inteligencia” terminó dotando de sentido y significación a cuanto le rodea, por ello construyó un universo simbólico: esa “realidad” que le atrapa no sólo a él sino al resto de los seres con quienes comparte la existencia.
A partir de la invención del “conocimiento”, de la “razón” y de la “inteligencia”, se fraguaron proyectos como el de un “más allá” religioso, el del triunfo de la Ilustración o el de la conquista del “progreso”. Proyectos cómodamente sustentados en la validez de la cultura letrada que ha sabido imponerse, ya fuese por sus planteamientos metafísicos, por sus “argumentos racionales” o, simplemente por la violencia abierta y descarada impuesta sobre los “salvajes”, los “ignorantes”, los “analfabetas”, los “iletrados”, los “incultos”, en resumen, sobre los grupos y los pueblos vencidos. Pero ahora… pareciera que esa inteligencia, pretérita arrogancia y vanidad de los humanos, busca liberarse de lo humano. Ahora se habla de una “inteligencia artificial”, ahora contamos con “edificios inteligentes” y “ciudades inteligentes”, que pueden prescindir de la dirección, organización y manejo por parte del hombre.
Creo que Günter Anders se quedó corto con sus tesis y predicciones acerca de la “Vergüenza prometeica”. En su obra La obsolescencia del hombre – Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial (volumen I) y Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial” (volumen II), escribió: “Creo que hoy por la mañana he descubierto una nueva parte púdica, un motivo de vergüenza, que no se dio en el pasado. De momento, para mí, lo llamo vergüenza prometeica, con ello me refiero a la vergüenza ante las cosas producidas por nosotros, cuya alta calidad avergüenza” (…) “Prometeo venció demasiado triunfalmente tanto que ahora, confrontado con su propia obra, el orgullo, que fue tan natural en el siglo XIX, empieza a desaparecer para quedar reemplazado por el sentimiento de la propia inferioridad y miseria. ¿Quién soy yo?, pregunta el Prometeo actual, el bufón cortesano de su propio parque de máquinas, ¿quién soy yo? Ante este trasfondo trastornado hay que ver el deseo del hombre actual de llegar a ser un selfmade man, un producto… quiere hacerse a sí mismo… No porque le indigne ser hecho por otro (Dios, los dioses, la naturaleza) sino porque no es hecho y, en cuanto no hecho, está sometido a todos sus productos fabricados”.
Hoy ya contamos con ciudades inteligentes, que operan y funcionan sin intervención de los humanos, porque parece ser que éstos se dedicarán exclusivamente a competir por alcanzar, precisamente, una técnica de “posicionamiento personal”, una exitosa reingeniería, el eficaz empleo de una “marca personal”, una cotidiana reinvención y una perpetua resiliencia que los acerque más a un nuevo “renacer” que permita, de nuevo, como lo exigiera Hitler: “aceptar las privaciones sin reclamos”.
La esperada “normalidad” no va a volver, pues las relaciones sociales pos-pandemia, estarán insertas dentro de ese aserto de la “vergüenza prometeica”, y esto se venía preparando desde hace algún tiempo, el Covid-19 no hizo más que acelerar el proceso. La idea es la desaparición de todo lo comunitario y colectivo: la solidaridad, la cooperación, el compañerismo, la mutualidad, todo ello ha de desaparecer, sólo debe permanecer el mercado, la competitividad y la supuesta autosuficiencia, en la que cada explotado se siente un “emprendedor”, o mejor, una “empresa” y ha llegado ya a una especie de auto-explotación.
Para las diversas corporaciones multinacionales que hoy manejan el planeta, resulta altamente favorable, y rentable, ese nuevo orgullo de sujetos que se proclaman “emprendedores” auto suficientes, pues el restablecimiento de una nueva economía, de una nueva realidad pos-epidemia implica, necesariamente, el empleo al máximo de esas nuevas tecnologías que ya no reclaman tanto contacto, tanto trato humano, en todos los aspectos de la vida: teletrabajo, educación virtual, telesalud, comercio electrónico, amplia utilización del internet, permanente conectividad…
La periodista canadiense Naomi Klein, autora entre otras obras de La doctrina del shock, el auge del capitalismo del desastre, afirma que se trata de la aplicación de una novedosa distopía de alta tecnología, cuya receta se ha venido gestado en Nueva York y que será empleada como recurso pos-coronavirus. Dice la autora: “Ahora en medio de la carnicería de esta pandemia en curso, y el miedo y la incertidumbre sobre el futuro que ha traído, estas corporaciones ven claramente su momento para barrer todo compromiso democrático…”.
Sí, hay un renacer, renace el espíritu del emprendimiento, un nuevo Triunfo de la voluntad, pero ya no enmarcado en estructuras gubernamentales de carácter totalitario o fascista, sino bajo la careta de una “democracia”, que en realidad es demofascismo.
Semanario Caja de Herramientas, Bogotá.
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