POR FRANCESCA EMANUELE
Ni las promesas incumplidas ni los indicios de corrupción y ni siquiera el intento de golpe de Estado han sido motivos para que muchos de los simpatizantes de Castillo le den la espalda. El expresidente ha dejado de representar las expectativas de cambio, pero aún simboliza —quizá hoy más que nunca— la discriminación estructural en el Perú.
En Lima, las élites políticas, económicas e intelectuales están intrigadas. Siguen buscando una explicación a la gran cantidad de peruanos y peruanas que protestan para exigir la libertad de Pedro Castillo. Y un desconcierto más grande les provoca el grupo menor que demanda la restitución del vacado presidente.
Es entendible que las clases dominantes estén desorientadas. Llevan décadas desvinculadas del resto del país. Transitan cómodamente por un notorio apartheid limeño, reproduciendo dinámicas que acentúan su inclinación a deshumanizar a la clase trabajadora e indígena del Perú. Resulta evidente, entonces, que sean espectadoras incapaces de interpretar la realidad nacional.
Equivocación e injurias
Para describir el respaldo a Castillo se han barajado teorías como la filiación subversiva, el mercenarismo y la falta de capacidad intelectual. “Hay pobladores que no tienen la información correcta”, dijo la conductora de Cuarto Poder, uno de los programas dominicales que difundió las falsas denuncias de fraude electoral. Son “terroristas” y “vándalos”, sentenciaron varios de los congresistas que impulsaron leyes anticonstitucionales solo con el fin de reducir el número de votos requerido para destituir al exmandatario. “Son financiados por el parlamentario Guillermo Bermejo”, sugirió el Ministro de Defensa, quien ha desplegado al Ejército redoblando la violencia estatal contra las protestas. Los heridos y cada uno de los 25 compatriotas asesinados por la policía son población de escasos recursos, indígena o campesina.
Muchos de los aún hoy partidarios de Castillo carecen del abolengo o de los títulos universitarios que ostentan la conductora del dominical, el ministro y los congresistas antidemocráticos. Sin embargo, a diferencia de estos, ellos sí descifran con académica sofisticación que la defensa del expresidente está vinculada a su experiencia personal de discriminación y, sobre todo, a su futuro. Olvidar que el trágico destino de Castillo está enlazado a las diversas formas de racismo de las que han sido víctimas sería negar su propia historia de opresión. Permitir la pulverización del símbolo de “maestro rural elegido presidente” prevendría que otros peruanos de origen humilde y provinciano intenten tal travesía. El temor a recibir el mismo trato alimentaría la ausencia de políticos de origen humilde y provinciano. Y sin ellos será menos probable romper con el centralismo limeño y con las condiciones de exclusión, características del Perú moderno.
Las perspectivas de un futuro gris se suman a un intenso sentimiento de empatía. Y es que durante su corta presidencia, Castillo estuvo sujeto a diversas formas de estigma racial, desencadenando un “efecto espejo” en sus simpatizantes. A él lo tildaron de burro, de “cholo de mierda”; y a su esposa la avergonzaron por su vestimenta y por su manera de hablar.
Poderosos instrumentos de persecución
Para los millones de peruanos y peruanas que votaron por él era natural encontrarse en su reflejo, más aún cuando la oposición repetía la táctica manida de ligarlo al fantasma de Sendero Luminoso. Las clases populares llevan décadas siendo cruelmente demonizadas con ese argumento falaz. Por ello mismo, los parlamentarios conservadores repitieron hasta la saciedad que Castillo era “comunista”, acompañando estas afirmaciones con el correlato de una supuesta membresía terrorista. Poco importaba que el presidente se hubiera alejado tempranamente de un plan de gobierno progresista, dejando claro que ni siquiera era un socialdemócrata. La oposición, en sus esfuerzos perennes por deponerlo, organizó decenas de protestas con títulos como “La batalla final” o “Terrorismo nunca más”. Nombres que evocaban a una guerra civil; un “nosotros contra ellos” que retumbaba entre las clases marginadas. Base esa narrativa, eran los “ellos”, el enemigo.
La Justicia peruana jugó un papel clave en la campaña de vejación contra el expresidente Castillo a través del lawfare, o la judicialización de la política. Actuó con una celeridad inusitada, distinta a su lentitud habitual. En particular, el comportamiento de la Fiscalía de la Nación fue el menos discreto. Aunque amparada en indicios revestidos de legalidad, mostraba evidentes tintes políticos. La fiscal Patricia Benavides entregó al Congreso una acusación contra Castillo, sentando el primer precedente en la historia del Perú en el que la fiscal de la Nación presentaba una denuncia constitucional contra un presidente en funciones. Según Benavides, Castillo era el líder de una “organización criminal” dedicada a direccionar licitaciones de obras públicas y a recibir sobornos a cambio de nombramientos en distintos ministerios y en altos mandos de la Policía Nacional. Así se lo comunicó al Perú entero, en medio de una insólita conferencia de prensa televisada, con la que la Fiscal buscaba abiertamente empujar la vacancia.
Quizá lo más duro de digerir para los votantes de Castillo haya sido el escarnio que caracterizaron las diligencias judiciales. La Policía, por pedido de la Fiscalía, allanó la vivienda de la hermana del expresidente, sin tomar en cuenta que ahí se hallaba su anciana madre, convaleciente por una operación de apendicitis. Tras el traumático evento, la progenitora tuvo que ser hospitalizada. Palacio de Gobierno también fue allanado, lo que se convirtió en un hecho inaudito. No había sucedido ni durante las gestiones que robaron decenas de millones de dólares, como la del expresidente Alan García. Pero tal vez el ensañamiento más impactante fue el que tuvo como protagonista a la hija de Castillo. Para ella, un juez ordenó dos años y medio de prisión preventiva. Las imágenes de la joven encarcelada —sin sentencia— aparecieron en todos los medios, enviando un mensaje inequívoco de humillación.
Cada semana aparecían noticias que degradaban más y más la investidura del mandatario. Iban desde lo simbólico, como que un oficial le faltó el respeto arrebatándole una espada durante una ceremonia militar, hasta agravios que afectaban directamente sus funciones presidenciales. En ese sentido, el Congreso fue vanguardista: votó impidiéndole acudir a la toma de mando de Gustavo Petro, en Colombia. Era la primera vez que el Parlamento vetaba a un presidente de ejercer la fundamental tarea de representar al Estado en el exterior. Sin embargo, se convirtió en costumbre. Otros dos viajes le fueron rechazados. El último veto del Congreso provocó que el presidente de México cancelara la cumbre de la Alianza del Pacífico en son de protesta. Todo apuntaba a que la oposición congresal estaba conforme con alterar el equilibrio de poderes o aprobar leyes ilegales para someter al Ejecutivo; hasta conseguir derrocarlo. Y cuando triunfó, sus integrantes, llenos de júbilo, inmortalizaron con selfies grupales el momento por el que habían trabajado suciamente durante 17 meses.
Resistencia y convicción
Ante los ojos de los partidarios de Castillo, esta celebración triunfalista, los insultos constantes, la obstrucción de las funciones presidenciales, y las formas abusivas de aplicar figuras legales evidencian que el Perú está atascado en un pasado oligarca. Hay una clase dominante que se resiste a que las clases empobrecidas estén representadas en las esferas más altas del poder. Ni llegando a ellas dejarían de ser tratados como seres inferiores.
Hoy la Justicia y el Congreso del Perú continúan nutriendo este sentimiento de menosprecio utilizando sus herramientas legales de forma arbitraria. Castillo buscó romper la democracia anunciando un golpe, pero las instituciones supuestamente democráticas que quedaron en pie vulneraron las normas para sancionarlo. El Congreso lo despojó de su inmunidad en un proceso exprés, sin derecho a defensa. El Poder Judicial lo mantiene preso bajo cargos inaplicables a su intentona golpista. Uno de ellos es el de rebelión, por el que ni siquiera pudo ser procesado el exdictador Alberto Fujimori, quien sí consumó su dictadura con tanques en las calles.
Basta recapitular la historia reciente para desentrañar el porqué decenas de miles de peruanos, habiendo apagado las ilusiones que un día depositaron en Castillo, siguen aún a su lado. A los sentimientos de injusticia racista que los identifica con el paso del expresidente por el Ejecutivo —y su actual irregular encarcelamiento— se suma un sentimiento de orfandad por estructuras ajenas de representación política. Miran alrededor y solo encuentran instituciones controladas por autoridades que los desprecian y que hoy están dispuestas a matarlos para mantener el statu quo. La incapacidad de las élites para entender esta realidad solo corrobora que las reivindicaciones de los manifestantes son las correctas. A lo mejor es demasiado pedir que los artífices de esta tragedia dejen de malinterpretarla.
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