POR EDUARDO GUDYNAS /
«Café con agua sin sal, café con agua dulce», gritaba el vendedor callejero en la feria de Tristán Narvaja en Montevideo, el domingo. En esos mismos días hay alivio en la familia porque finalmente se pudo cambiar la resistencia del calefón; la segunda que sucumbe carcomida por sales y sedimentos en los últimos tres meses. Celebramos poder bañarnos. Antes, en el barrio, los bidones de agua costaban 110 pesos, pero en el quiosco de la esquina, la picardía capitalista los tenía a 160 pesos; ahora, el gobierno lanzó una medida tributaria que redujo el precio. ¿Es para festejarlo? Posiblemente, no, porque, como es imposible cocinar, por ejemplo, una sopa con el agua salada, deberemos comprar más bidones. Observo las manchas marrones que van avanzando en cucharas y tenedores. ¿Tendré que desechar los que son devorados por la sal? ¿El gobierno convocará una rueda de prensa anunciando que anulará los impuestos a la venta de cubiertos?
De estos y otros modos similares se transita la crisis del agua potable en toda la zona metropolitana de Montevideo. Cruzamos lo que sería el día cero, pero casi nadie lo advirtió, e incluso es imposible determinar si el gobierno lo ocultó o simplemente no comprende lo que ocurre.
Ese concepto se aplicó en Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, ante la severa sequía que padeció durante varios años y que alcanzó su extremo en 2018. A medida que caían las reservas de agua dulce de esa ciudad (con más de 4,6 millones de habitantes), se aplicaban crecientes restricciones sobre el consumo de agua. Tenían un plan, por supuesto que discutible, pero se organizó con anticipación un programa de medidas escalonadas.
Cuando las reservas de esa ciudad sudafricana cayeran por debajo del 13,5 por ciento, inmediatamente se decretaría el día cero: ya no habría agua potable para distribuir. Aquí, en Montevideo, la situación es mucho más grave, ya que las reservas en Paso Severino están por debajo del 3 por ciento (equivalentes a tres días del consumo de agua capitalino).
Hay agua en las canillas, pero ya no es potable desde hace semanas. Cruzamos el día cero sin saberlo. Los organismos estatales que debían indicarlo callaron y, como no hay ningún plan organizado, se desemboca en la improvisación. Todo esto se disimuló cambiando el agua dulce por otra salobre.
Supimos que el agua dejó de ser potable porque lo dejó en claro la Facultad de Química y por los análisis difundidos por la Intendencia de Montevideo. Quienes debían haber sido los primeros en alertar sobre esa situación, la Administración Nacional de las Obras Sanitarias del Estado (OSE) y los Ministerios de Salud y de Ambiente, enarbolaron la idea de «agua bebible».
El entrevero en las ideas y los datos se multiplicó. El secretario presidencial, Álvaro Delgado, prometía mantener la «calidad» del agua, aunque en ese momento lo que casi todos entienden por calidad ya se había perdido. Ni siquiera se cumplió ese compromiso, porque a los pocos días OSE incluso traspasaba los nuevos exorbitantes límites de salinidad que le habían concedido.
El presidente neoliberal Luis Lacalle Pou anunció más recientemente una «emergencia» hídrica. En ello hay dos problemas sustanciales. El primero es que ese término se refiere a una medida que es esencialmente administrativa, que, por ejemplo, liberaliza y agiliza los gastos. El segundo es que no se asume que esto no es una emergencia, sino una crisis, y que no es apenas hídrica, sino que tiene otros componentes.
En efecto, estamos ante una crisis que se expresa en múltiples dimensiones: ambiental, social, sanitaria y económica. Somos testigos de una debacle ecológica, con la cuenca del río Santa Lucía plagada de represamientos y contaminantes. Los impactos sanitarios son evidentes, por ejemplo, para hipertensos, niños y embarazadas, a lo que se suman los riesgos de lidiar con aguas que tienen una sustancia, los trihalometanos, que son posibles cancerígenos. Las implicancias sociales son múltiples, comenzando por acentuar la desigualdad y la marginación, dado que los más pobres tienen menos recursos para lidiar con estos problemas. Finalmente, la situación impacta en los presupuestos domésticos y en el desempeño empresarial.
Se estima que es indispensable ingerir, cada día, casi cuatro litros de agua en varones y casi tres en mujeres (siete durante el embarazo) (1). Esos requerimientos se multiplican al sumar la cantidad requerida para cocinar. Eso explica que, por ejemplo, en Ciudad del Cabo, bajo el día cero el gobierno se comprometía a otorgar una «ración» de 25 litros por persona por día.
En cambio, en Montevideo, en la más reciente conferencia de prensa, dos ministros anunciaron que se brindarían dos litros de agua potable por persona, no solo para niños o embarazadas, sino ampliándolo a un grupo más grande. Se escenificó una medida supuestamente contundente, pero que en realidad era brindar menos agua de la necesaria a los más vulnerables, embebida en una fanfarria publicista que no debería servir para disimular esa tenue solidaridad.
El día cero finalmente nunca llegó para Ciudad del Cabo, ya que unos días antes regresaron las lluvias. Sin embargo, todo indica que Montevideo es el primer caso en el mundo de una ciudad capital que llegó a esa situación de colapso. Otras metrópolis, como El Cairo, Yakarta o Ciudad de México, arrastran dificultades por décadas, pero debido a recursos persistentemente escasos. En cambio, la capital uruguaya siempre estuvo rodeada por ríos y arroyos, pero que fueron contaminados, degradados o alterados de muchas maneras por décadas, sin tomar medidas de contingencia ante una eventual sequía.
A tono con la obsesión publicista lograremos estar en otro primer lugar mundial que nos convertirá en un ejemplo. Seremos la primera ciudad capital que, en el siglo XXI, alcanzó el día cero, quedándose sin agua, bajo un gobierno que nunca lo entendió.
- «Human water needs», Michael N. Sawka y colaboradores, Nutrition Reviews, vol. 63, 2005.
Brecha, Uruguay.
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