POR LUIS EDUARDO MARTÍNEZ ARROYO
Nota del Editor: dada la vigencia de la reflexión y el contexto de la situación de derechos humanos en Colombia que muy poco ha cambiado, publicamos esta nota que gentilmente nos hace llegar su autor, la cual fue escrita en julio de 2018.
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El desinterés rayano en la irresponsabilidad con el que voceros oficiales abordan los casos de asesinatos de líderes sociales en Colombia, en otro país con un mayor grado de decencia y de respeto a las formalidades institucionales hubiera producido cuando menos la salida de esos servidores de la función pública. Los reiterados desatinos del ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, y del fiscal Néstor Humberto Martínez Neira, el primero con su revictimización a la lideresa de Cáceres (Antioquia), Ana María Cortés y de atribuir ciertos homicidios de esas personas a “líos de faldas”, y el segundo con su “teoría” de la falta de sistematicidad (2016), tienen un precedente trágico: el asesinato de Bernardo Jaramillo Ossa dirigente de la UP en 1990 después de que el ministro de Gobierno de ese entonces, Carlos Lemos Simmonds, casi en tono de festejo había manifestado que el país derrotó en las elecciones a Congreso, Asambleas, Concejos y Alcaldías de ese año a la Unión Patriótica (UP), que fungía como brazo político de las Farc.
Un Estado que a través de sus funcionarios minimiza y trivializa crímenes de esta naturaleza se acerca un poco a la situación que Hannah Arendt denominó la “banalidad del mal”, que ella creyó ver personificada en Adolf Eichman, el criminal de guerra nazi que había hecho de esa actividad algo rutinario. Y eso constituye un acicate para los homicidas, aunque esa no sea la intención de los servidores públicos aquí mencionados. En lugar de aceptar y reconocer que la institucionalidad carece de recursos y medios eficaces para combatir esta modalidad supresora de la vida de vieja data en quienes tienen la legítima vocación de defender sus derechos, los voceros gubernamentales optan por mirar para otro lado u ofrecer respuestas como las aquí criticadas. Un Ministro de Defensa respetuoso de sus obligaciones para con la ciudadanía y sus subordinados debería prestar atención inmediata a las denuncias gravísimas que en las últimas horas hiciera la madre de la asesinada lideresa Ana María Cortés, del municipio de Cáceres, según las cuales las amenazas contra ésta vía celular previas a su muerte habían salido del teléfono del Comandante de Policía de esa población.
La sociedad colombiana supo en carne propia el efecto devastador que tuvieron las declaraciones altisonantes de su gobernante entre 2002-2010, Álvaro Uribe Vélez, cuando se refirió a quienes osaron criticar su gestión. No es que el tono de los actuales funcionarios del gobierno de Juan Manuel Santos frente a las víctimas sea el del “no estarían cogiendo café”, pero el desatino de sus expresiones no está sometido a duda.
Se ha propuesto por el profesor Rodrigo Uprimny en varias ocasiones la suscripción de un pacto entre los partidos políticos colombianos para detener los crímenes contra líderes sociales, pero esa propuesta parece que va rumbo al fracaso. Nada han dicho las coaliciones que hicieron posible la llegada de Duque a la Presidencia de la República que deberían ser las más interesadas en demostrar que se pretende gobernar ajustados a la Constitución. No debe el presidente Duque enredarse en pretender llevar a Maduro a la Corte Penal Internacional (CPI), la situación colombiana no está para hacer un uso oportunista y maniqueo de la defensa de los DDHH.
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