POR ARIEL DORFMAN
Hace medio siglo atrás, a fines de 1972, una multitud de chilenos copó las calles de Santiago –yo era uno de ellos- para apoyar al presidente Salvador Allende, que empezaba un viaje al extranjero en un momento crucial para nuestra nación. El proceso inédito que habíamos iniciado, de avanzar hacia el socialismo utilizando medios democráticos, se encontraba bajo asedio. Dentro del país una oposición conservadora chilena fuertemente armada y violenta socavaba al gobierno de izquierda y afuera acechaban poderosos adversarios: Nixon y su eminencia negra, Henry Kissinger; corporaciones multinacionales; instituciones financieras internacionales y, claro, la CIA.
Por ahora, los esfuerzos por derrocar al Presidente elegido democráticamente no habían tenido éxito. Una huelga insurreccional de un mes de duración de camioneros y empresarios en octubre de 1972 acababa de ser frustrada por una épica movilización de los trabajadores chilenos. Pero el futuro se veía sombrío. En muchas paredes a lo largo de Chile fanáticos paramilitares de ultraderecha habían garabateado las palabras, ¡JAKARTA YA VIENE!, una referencia tenebrosa a la masacre de cientos de miles de indonesios después del golpe de 1967 contra el gobierno progresista de Sukarno.
Era esta profecía de muerte y fatalidad lo que Allende quería evitar. Su viaje de 1972 estaba destinado a explicar a la comunidad internacional lo que estaba en juego en Chile y obtener la simpatía de las naciones del mundo. La piedra angular de esa estrategia fue un discurso fervoroso y sereno que Allende pronunció hace 50 años, el 4 de diciembre de 1972, ante la Asamblea General de la ONU.
Allende comienza enfatizando lo que diferencia el camino chileno al socialismo de las revoluciones anteriores: es posible alcanzar la democracia económica a través del ejercicio pleno de la libertad política. Las grandes transformaciones se están llevando a cabo pacíficamente, fortaleciendo las libertades civiles y respetando el pluralismo cultural e ideológico. Pero la recuperación del control sobre las riquezas del país ha suscitado una agresión implacable de corporaciones transnacionales como la ITT y la Kennecott Copper, que sabotean soterradamente la economía, con el fin de fomentar una guerra civil. Allende utiliza esta situación de vulnerabilidad para ilustrar la tragedia del subdesarrollo en África, Asia y América Latina: “Somos países potencialmente ricos; vivimos en la pobreza. Deambulamos de un lugar a otro pidiendo créditos… y, sin embargo, somos -paradoja propia del sistema económico capitalista- grandes exportadores de capitales”.
El discurso de Allende es todavía hoy una clase magistral sobre las “enormes injusticias cometidas… bajo el disfraz de la cooperación y ayuda”, un brillante análisis de los estragos creados por la explotación del mundo en desarrollo. Llama a la solidaridad con Chile en su intento de resolver “los grandes déficit de vivienda, trabajo, alimentación y salud”, pero va más allá, al subrayar cómo todas las soluciones a una serie de peligros globales (guerras, racismo, armas nucleares, “las inconmensurables carencias de todo orden de más de dos tercios de la humanidad”), dependen de la cooperación de la comunidad de naciones.
Las palabras de Allende resuenan desgarradoramente hoy. El mundo, por supuesto, ha cambiado, pero muchos de los desafíos siguen siendo los mismos (acelerados por el apocalipsis climático que Allende, tal como otros líderes mundiales, no anticipó en 1972). Más desgarrador aún es que nuestro Presidente iba a morir diez meses después en Santiago, defendiendo la democracia y la Constitución, la primera de tantas muertes durante los diecisiete años de dictadura del general Augusto Pinochet. Es un consuelo que su mensaje de esperanza y dignidad siga motivando a las generaciones que le siguieron.
De hecho, dos miembros prominentes de esas generaciones se reunieron recientemente en Nueva York, junto con la hija de Allende, Isabel, para conmemorar el discurso en la ONU. Uno de ellos, el presidente chileno Gabriel Boric, de treinta y seis años, nació más de catorce años después de que se pronunciara ese discurso y el otro, el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, de cincuenta años, aún no había celebrado su primer cumpleaños en diciembre de 1972. Ambos líderes socialistas se encuentran actualmente asediados por el virulento resurgimiento de los movimientos de derecha que se hacen eco de las mismas fuerzas que demolieron la democracia en Chile y convirtieron al país en un laboratorio para el neoliberalismo de libre mercado que ahora está en crisis en todo el mundo. Para Boric y Sánchez el discurso de Allende los acicateaba a persistir en la búsqueda de justicia y soberanía para sus propios pueblos, y una reafirmación de su convicción de que no puede haber solución a los problemas actuales de la humanidad sin un orden global diferente e igualitario.
Tuve el privilegio de haber sido invitado a ese encuentro en Manhattan para presentar a los oradores y comentar sus palabras. Como alguien que, en 1972, se había despedido de Allende en las calles de nuestra capital con tantos conciudadanos, fue profundamente conmovedor, cincuenta años después, escuchar como el coraje de Allende, su visión amplia de la historia, su ética de liberación y compasión, su creencia en el socialismo democrático, inspiraban a estos dos jóvenes jefes de Estado.
Aunque nunca habían conocido a Allende, y yo había respirado el mismo aire suyo y trabajado con él durante sus últimos meses en el cargo, las tres generaciones se sentían unidas por ese discurso al que ovacionaron de pie durante diez minutos los delegados del mundo entero. Todavía podemos escuchar –y falta que nos hace, a tantos hombres y mujeres esperanzados de nuestra era– las palabras con que Allende termina su intervención:
“Es nuestra confianza en nosotros lo que aumenta nuestra fe en los grandes valores de la Humanidad, en la certeza de que esos valores tendrán que prevalecer, no podrán ser destruidos”.
Página/12, Buenos Aires.
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