LA JORNADA /
El gobernador de Florida, Ron DeSantis, abandonó el pasado domingo 21 de enero la carrera por la nominación presidencial del Partido Republicano, con lo cual el expresidente Donald Trump se queda prácticamente solo en esa competencia, ante rivales que parecen meramente testimoniales: Nikki Haley, ex gobernadora de Carolina del Sur, el empresario Vivek Ramaswamy y el ex gobernador de Arkansas Asa Hutchinson.
Por añadidura, el magnate neoyorquino acrecienta el control de su partido y reduce significativamente las posibilidades de que ese instituto político rectifique y se deslinde de una figura política tan tóxica.
Más preocupante aún, ante la manifiesta debilidad del presidente Joe Biden y de las inciertas probabilidades de ser relecto en los comicios de este año, la hegemonía trumpista en el bando republicano se erige en una grave amenaza a la institucionalidad estadunidense en su conjunto, a los derechos civiles y sociales y, particularmente, a la condición de los migrantes y las minorías en el país vecino.
Resulta sorprendente, por decir lo menos, que las dirigencias republicanas hayan sido incapaces de reaccionar a los avances de un hombre que, visto su respaldo social y sus numerosos problemas legales, parece tener sólo dos destinos posibles: un segundo periodo en la Casa Blanca o una estancia en la cárcel. Y es que, una a una, y con contadas excepciones, las más prominentes figuras del partido se han ido plegando a un discurso delirante, según el cual Trump fue víctima de un fraude electoral en 2020 y las docenas de causas legales que tiene en contra –civiles, fiscales y penales– constituyen una persecución política.
Lo cierto es que, ante el descrédito del establishment, el desgaste de la credibilidad de los medios, las crecientes desigualdades sociales, la pobreza, el desempleo y la destrucción de economías locales y el declive estratégico de Estados Unidos en el mundo, esa visión adulterada de la realidad ha resultado de una tremenda eficacia político-electoral y no sólo ha logrado encandilar a muchos sectores depauperados, sino que ha convertido en poderosas corrientes políticas a sectores cavernarios que hasta hace ocho años se encontraban en la marginalidad: el supremacismo blanco, el racismo manifiesto, los grupos antiaborto y el aislacionismo nacional que había perdido terreno desde la Segunda Guerra Mundial.
En tales circunstancias, el Partido Republicano ha sido incapaz de construir una alternativa de derecha mínimamente razonable y enmarcada en las instituciones políticas estadunidenses y se ha rendido a una propuesta que consiste básicamente en demolerlas. Por su parte, las filas demócratas acusan el desgaste del gobierno que encabeza Biden, el cual no ha podido, por las más diversas razones, satisfacer las expectativas que generó en su inicio. Por el contrario, el bando demócrata parece afectado por el desencanto y el desaliento.
Tampoco es auspiciosa la posibilidad de que Trump se vea inhabilitado para disputar la Presidencia –si no es que encarcelado– en uno o varios de los juicios que enfrenta, pues difícilmente sus seguidores más fanáticos y propensos a la violencia se resignarían a aceptar un escenario semejante, y no es imposible que optaran por multiplicar acciones de insubordinación e incivilidad como las que protagonizaron hace tres años en la sede del Poder Legislativo en Washington.
En la política de la nación estadounidense no hay registro, ni en el siglo pasado ni en el actual, de un panorama tan próximo al desbordamiento, a la desestabilización y a la ingobernabilidad. Y por desgracia, es indudable que la concreción de tales riesgos tendría impactos indeseables y hasta catastróficos fuera de las fronteras de Estados Unidos.
La Jornada, México.